Anónimo - Las últimas cartas de Stalingrado
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Las últimas cartas de Stalingrado: resumen, descripción y anotación
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Las últimas cartas de Stalingrado — leer online gratis el libro completo
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En el año 1950 se publicó en Alemania Letzte Briefe aus Stalingrad (Las últimas cartas de Stalingrado), un libro que recogía los fragmentos de 39 cartas escritas y remitidas por militares alemanes en los últimos días de la batalla por la ciudad de Stalin, que costaría la derrota aplastante del VI Ejército alemán. Según el editor del libro, las autoridades nazis, por orden directa del Cuartel General del Führer, confiscaron las últimas siete sacas que pudieron ser transportadas desde el cerco; los contenidos fueron estudiados y censurados, y las cartas nunca llegaron a sus destinatarios. Años después, los documentos reaparecieron en los archivos militares de Potsdam, de donde fueron recuperados para su publicación.
Sin embargo, no eran las últimas cartas de Stalingrado; era algo diferente: eran las cartas que quizá habrían podido escribir los soldados encerrados en la bolsa de Stalingrado, pero que no lo hicieron. No era exactamente una falsificación, pero tampoco eran documentos auténticos. Las últimas cartas de Stalingrado no son verdaderas, pero pudieron ser bien ciertas. Desde esta extraña condición, este libro nos acerca a una parte de la «verdad» de la batalla de Stalingrado, la que padecieron miles de soldados en el kessel antes de desaparecer en la derrota definitiva.
Anónimo
ePub r1.0
Rob_Cole 23.04.2016
Título original: Letzte Briefe aus Stalingrad
Anónimo, 1950
Traducción: Emili Donato Prunera
Retoque de cubierta: Rob_Cole
Editor digital: Rob_Cole
ePub base r1.2
[1] Sargento mayor (N. del T.).
… Mi vida no ha cambiado en nada, es como hace diez años, está bendita por las estrellas y se mantiene aislada de los hombres. No tenía ningún amigo, tú lo sabes, porque los hombres no querían saber nada conmigo. Yo era feliz cuando miraba al cielo con el telescopio y contemplaba el mundo estelar, y dichoso como un niño que puede jugar con las estrellas.
Tú eras mi mejor amigo, Mónica. Tú no te perdiste, tú eras eso. La época es demasiado seria para hacer bromas. Esta carta tardará quince días en llegar a tus manos. Hasta entonces ya habrás leído en el periódico lo que aquí ha ocurrido entretanto. No pienses mucho en ello, en realidad todo acabará de manera completamente distinta; deja a otras personas el cuidado de aclararlo. ¿Qué te importan a ti y a mí estas personas? Yo pensaba siempre y exclusivamente en años luz y sentía en segundos. También aquí tengo mucho que hacer con el estado del tiempo. Somos cuatro, y si esto continúa así estaremos muy satisfechos. Nuestro quehacer en sí mismo es muy sencillo. El registro de la temperatura y estado higrométrico, datos sobre la altura de las nubes y grado de visibilidad, es todo lo que constituye nuestra tarea. Si un burócrata leyera lo que estoy escribiendo las lágrimas se le saltarían de los ojos… a causa de la violación del secreto del servicio. Mónica, ¿qué es nuestra vida en comparación con los millones de años del cielo estrellado? En esta hermosa noche, veo Andrómeda y Pegaso por encima de mi cabeza. Las he estado observando durante largo rato y pronto estaré muy cerca de ellas. Mi contento y mi ponderación se los debo a las estrellas, entre las cuales tú eres la más bella. Las estrellas son inmortales y la vida del hombre es como un granito de polvo en el Todo.
A mi alrededor todo se derrumba, está agonizando todo un ejército, el día y la noche arden y cuatro hombres se ocupan en registrar la temperatura y la altura de las nubes. No entiendo mucho de cosas de guerra. Por mi mano no ha caído ningún hombre. Ni una sola vez he disparado mi pistola cargada con bala. Pero por lo que sé, en el lado contrario no existe tal falta de habilidad. De buena gana habría seguido contando estrellas durante un par de decenios, pero no hay duda de que esto ahora no serviría de nada.
… Tienes que quitarte esto de la cabeza, Margarita, y tienes que hacerlo pronto. Quisiera aconsejarte incluso que lo hicieras radicalmente, pues cuanto más a fondo lo hagas, tanto más insignificante será el desengaño. Veo por tus cartas que desearías verme pronto junto a ti. No tiene nada de extraño que ansíes tal cosa. Yo espero, asimismo, en ti y, por cierto, apasionadamente. Esta circunstancia no me inquieta, sino el hecho de que, en el fondo y entre líneas, alienta un anhelo de tener de nuevo junto a ti, no sólo al hombre y al amado, sino al pianista. Lo rastreo con toda claridad. No se trata de una extraña confusión de sentimientos; no es que yo, que tendría que ser superlativamente desdichado, me haya entregado a mi destino y que la mujer —que tiene todos los motivos de estar agradecida al hecho de que yo viva (al menos hasta ahora)— riña con el destino que me ha caído en suerte.
A veces tengo la sospecha de que se levanta contra mí un mudo reproche, como si yo fuese culpable de no querer tocar más. Esto es lo que quisieras oírme confesar. Y por esto insistes tanto en tus cartas pidiendo una explicación que yo hubiese deseado y preferido darte personalmente. Acaso el destino ha querido que nuestra situación haya alcanzado un punto que no permite ya ninguna evasión. No sé si volveré a tener ocasión de hablarte; por esto es bueno que esta carta llegue a tus manos y lo sepas ya si algún día aparezco. Mis manos están perdidas, ya desde principios de diciembre. En la izquierda me falta el meñique, pero peor está aún la derecha, en la que se han helado el índice, el medio y el anular. Con ella puedo sostener la copa valiéndome del pulgar y el meñique. Estoy bastante desamparado y cuando faltan los dedos, se da uno cuenta de hasta qué punto los necesita para las operaciones más insignificantes. En el mejor de los casos, todavía puedo disparar con el meñique. Mis manos están perdidas. Pero no puedo pasar la vida disparando si no puedo ser útil para otra cosa. ¿O tal vez basta esto para ser guardabosque? Es éste un humor macabro. Y si escribo todavía es sólo para tranquilizarte.
Kurt Hahnke, a quien me parece conoces de la Escuela Superior, del año 37, interpretó la «Apassionata», al piano, en una travesía de la Plaza Roja. Un espectáculo de esta naturaleza no se presencia todos los días. El piano de cola estaba en medio de la calle. La casa había sido volada, pero antes, por compasión, habían sacado de ella el instrumento y lo habían plantado en la calle. Todos los soldados de infantería que pasaban por allí tecleaban en él al azar. Y yo te pregunto dónde, si no es aquí, se pueden encontrar pianos en la calle. Ya te lo he dicho una vez: Kurt tocó el 4 de enero de una forma inaudita; pronto estará en primera línea del frente.
Discúlpame que haya empleado la palabra «frente»; la guerra ha ejercido un gran influjo sobre todos nosotros y sobre nuestro mundo en torno. Cuando el joven vuelva a su hogar, oiremos de él muchas cosas dignas de alabanza. Supongo que no olvidará nunca estas horas. De ello cuidan ya el modo de ser y el ambiente públicos. Es una pena que yo no sea un escritor para poder vestir con palabras el episodio de centenares de soldados que se acurrucaban allí envueltos en sus capotes y abrigadas sus cabezas con mantas; en todas partes se oían murmullos, pero nadie se incomodaba: escuchaban a Beethoven en Stalingrado, aunque no lo comprendieran. ¿Eres más feliz ahora que sabes toda la verdad?
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