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Jochen Hellbeck - Stalingrado

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Jochen Hellbeck Stalingrado
  • Libro:
    Stalingrado
  • Autor:
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    ePubLibre
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    2012
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Stalingrado: resumen, descripción y anotación

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La batalla trascendental

La batalla de Stalingrado —la más feroz y letal batalla en la historia de la humanidad— terminó el 2 de febrero de 1943. Con una cifra de muertos estimada en más de un millón, el derramamiento de sangre en Stalingrado superó con mucho el de Verdún, una de las batallas con un coste en muertes más alto de la Primera Guerra Mundial. La analogía con Verdún no pasó desapercibida a los soldados alemanes y soviéticos que lucharon en Stalingrado. En las descripciones del «infierno de Stalingrado» que hacían en sus cartas privadas, algunos alemanes se veían a sí mismos atrapados en «un segundo Verdún». Muchos defensores soviéticos ensalzaban a su vez Stalingrado, una ciudad con una sangrienta historia bélica previa, como su «Verdún Rojo», jurando no rendirla nunca al enemigo. Pero, como un corresponsal señaló en octubre de 1942 al informar desde Stalingrado, la ciudad asediada era diferente a la de Verdún: no tenía el diseño de una fortaleza y carecía de

fortificaciones o refugios de hormigón. La línea de defensa atraviesa tierras baldías y patios en los que las mujeres solían tender la ropa, las vías de un ferrocarril de vía estrecha, la casa en la que vivía un contable con su mujer, sus dos hijos y su anciana madre, así como docenas de casas parecidas y su ahora desierta plaza y destrozadas aceras, el parque en el que todavía este pasado verano las parejas se susurraban palabras de amor sentadas en sus bancos de color verde. Una ciudad donde reinaba la paz se ha convertido en una ciudad en la que reina la guerra. Las leyes de la guerra la han colocado en la línea del frente, en el epicentro de una batalla que determinará el resultado final de la guerra. En Stalingrado, la línea de defensa atraviesa los corazones del pueblo ruso. Tras sesenta días de lucha, los alemanes saben ahora lo que esto significa. «¡Verdún!», se mofan. Esto no es Verdún. Esto es algo nuevo en la historia de la guerra. Esto es Stalingrado.

Durante los seis meses que duró, la batalla también se desarrolló como una guerra de los medios de comunicación mundiales. Desde sus mismos inicios, observadores de ambos bandos fijaron su atención en este choque de gigantes en el extremo de Europa, proclamándolo como un hecho que decidiría la Segunda Guerra Mundial. La lucha por Stalingrado se convertiría en «la batalla más transcendental de la Guerra», anunciaba un periódico de Dresde a primeros de agosto de 1942, justo cuando los soldados de Hitler se estaban preparando para la toma de la ciudad. El Daily Telegraph británico utilizó los mismos términos en septiembre. En Berlín, Joseph Goebbels leía los periódicos de los enemigos de Alemania sin pestañear. La batalla de Stalingrado, declaró el jefe de propaganda nazi en alusión a la prensa británica, era una «cuestión de vida o muerte, y todo nuestro prestigio, así como el de la Unión Soviética, dependerá de cómo termine».

En noviembre, un contraataque soviético dejó atrapados a más de 300 000 soldados alemanes y del Eje en el caldero —el Kessel— de Stalingrado. Los medios de comunicación alemanes suspendieron de golpe los informes sobre la batalla y no los retomaron hasta finales de enero de 1943, cuando los líderes nazis se dieron cuenta de que no podían dejar pasar en silencio la derrota de un ejército alemán al completo. Su versión de la batalla fue la de una inmolación heroica de los soldados alemanes en la defensa de Europa contra un enemigo asiático superior. La propaganda del miedo, reforzada por el llamamiento a los ciudadanos alemanes a abrazar la guerra total, no funcionó del todo bien. La policía de seguridad alemana informó de que la gente hablaba de la última bala, la que guardaban para cuando «hubiera acabado todo». Aunque todavía faltaba año y medio para que el Ejército Rojo liberara los campos de concentración de Polonia, la batalla del Volga trastocó la mortal maquinaria nazi. De modo que el periódico de Dresde acertó, si bien por razones equivocadas: Stalingrado marcó un punto de inflexión en la historia del mundo.


Mientras la batalla se estuvo librando, ningún corresponsal extranjero destinado en Moscú obtuvo permiso para viajar a Stalingrado. Las herméticas y recelosas autoridades soviéticas esperaron hasta el 4 de febrero de 1943 para dejar entrar a una primera tanda de reporteros internacionales —británicos, estadounidenses, franceses, checos y chinos. Entre ellos se encontraba Paul Winterton, que transmitió esta información para la BBC:

Las calles de Stalingrado, si podemos llamar así a los espacios abiertos que quedan entre las ruinas, todavía muestran todas las huellas de la batalla. Están los habituales restos de cascos y armas tirados por el suelo, los montones de munición, papeles revoloteando por la nieve, libros de bolsillo de los alemanes muertos y cuerpos destrozados, tendidos en el mismo sitio donde cayeron o apilados en grandes montones, congelados, esperando a ser enterrados. Stalingrado nunca podrá reconstruirse. Tendrá que ser levantado de nuevo. Pero aunque todos sus edificios han sido reducidos a ruinas, todavía queda vida allí. A lo largo de esa estrecha franja de cemento que los rusos mantuvieron durante los largos meses de asedio, se extiende una ciudad de refugios, refugios ocupados por los soldados que aún no se han marchado y por unas pocas mujeres que se quedaron a lavar y cocinar para esos hombres. Entre ellos hoy se vive un verdadero ambiente de fiesta. Nunca antes he visto unos hombres y mujeres que parezcan sentirse tan orgullosos. Saben que han cumplido una misión extraordinaria, y que lo han hecho bien. Su ciudad ha sido destruida, pero ellos han derrotado al invasor a base de un tesón y un valor inquebrantables. Estos hombres y mujeres han luchado y trabajado durante meses, de espaldas a un río que habían jurado no cruzar en su retirada, enfrentándose a un enemigo situado en el único alto desde el que se dominaba la ciudad y que les atacaba con bombas y morteros, incesantemente, de día y de noche. Pero sus pies se mantuvieron firmes sobre su estrecho asidero, sin resbalar en ningún momento.

Winterton abría su artículo con una vista panorámica de la ciudad y del detritus de la guerra, y pasaba a continuación a lo que más le interesaba a él y a otros periodistas: los defensores de Stalingrado. Para Winterton, había sido «el tesón e inquebrantable valor» de los rusos lo que había decidido el resultado de la batalla; Alexander Werth, un reportero del London Times, celebraba los «extraordinarios […] logros individuales» de los soldados del Ejército Rojo, y para el corresponsal del New York Times, Henry Shapiro, Stalingrado simbolizaba el «triunfo del hombre sobre el metal», de los hombres soviéticos sobre el metal alemán, para ser exactos.

Los periodistas que visitaron el campo de batalla en febrero de 1943 no sabían que más de un mes antes, una delegación de historiadores moscovitas había iniciado un proyecto a gran escala dirigido a dejar registradas para la posteridad las voces de los defensores de Stalingrado. Pertenecían a la Comisión de Historia de la Gran Guerra Patriótica, fundada por Isaak Mints, un catedrático de la Universidad Estatal de Moscú.

Los historiadores llegaron a Stalingrado a finales de diciembre de 1942 e iniciaron su tarea el 2 de enero de 1943. Visitaron varios lugares a lo largo de la línea del frente que recorría la ciudad sitiada: las acerías situadas al norte, el puesto de mando del general Vasili Chuikov, el asentamiento de Beketovka en el extremo sur de Stalingrado. En las trincheras y los búnkeres hablaron con comandantes, oficiales y soldados del Ejército Rojo. Un estenógrafo que les acompañaba transcribía las entrevistas. Los historiadores tuvieron que abandonar Stalingrado el 9 de enero, un día antes de que el Ejército Rojo comenzara su ofensiva final, y regresaron en febrero para retomar su tarea, pocos días después de que los alemanes se rindieran. Durante las semanas y meses siguientes llevaron a cabo muchas entrevistas individuales, llegando a recopilar 215 relatos de testigos presenciales: generales, oficiales de Estado Mayor, jefes de sección, simples soldados rasos, comisarios políticos, agitadores, marineros de la Flotilla Militar del Volga, enfermeras y varios civiles —ingenieros, obreros y un cocinero, entre otros— que habían trabajado en la ciudad arrasada por las bombas o simplemente luchado por sobrevivir allí.

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