Harry Harrison - Catástrofe en el espacio (spanish)
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Catástrofe en el espacio (spanish): resumen, descripción y anotación
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Titulo Original: Skyfall
Autor: Harrison, Harry
Traductor: O. Sachs
Editorial: Ultramar Editores, S.A.
ISBN: 8473863577
Corregido: Silicon, 10/07/2010
—¡Dios mío, qué grande es! —susurró ásperamente Harding—. Nunca había imaginado que algo pudiera ser tan grande.
La palabra grande no alcanzaba a definirlo. Un reluciente rascacielos en medio de la llanura; una torre de metal sin ventanas, que empequeñecía a cuantas construcciones la rodeaban. No era un edificio, sino una nave espacial. Veinte mil toneladas que pronto bramarían con las llamaradas de sus motores y se elevarían con un estremecimiento, lentamente al principio, con más y más velocidad después, para lanzarse finalmente como una flecha hacia lo alto. El más grande artefacto espacial que el hombre construyera o soñara en el curso de su historia.
El cuatrimotor de propulsión, enorme como era, quedaba reducido a la insignificancia. Era una mosca junto a un campanario. Allí estaban los seis relucientes propulsores, todos idénticos, cada uno más grande que la mayor nave espacial construida por los americanos. Durante el vuelo debían desprenderse cinco de ellos, una vez agotado el combustible, para que el propulsor central se encargara de proporcionar energía a la carga útil. Pero el término «carga útil» era demasiado trivial para ser aplicado a la Prometeo. Prometeo, el mortal que robó el fuego a los dioses para traerlo a la Tierra, convertido en la Prometeo, la máquina que circunvolaría la Tierra a 32.300 kilómetros de altura y recogería en sus brazos extendidos la energía solar para enviarla a la Tierra. Era la respuesta al problema energético de la Humanidad, la solución definitiva que proporcionaría un ilimitado poder. Para siempre.
Tal era el plan. Y en ese momento, ante la mera inmensidad de la Prometeo, Patrick Winter empezaba a comprender su verdadero alcance. Cuando su avión hubo completado el círculo enderezó el volante y lo dejó caer hacia la pista de aterrizaje. Pero su atención no estaba del todo centrada en la tarea, y era lo bastante buen piloto como para reconocerlo.
—Por favor, coronel, hágase cargo del aterrizaje —pidió.
Harding asintió y se encargó de los mandos. Comprendía los pensamientos de su compañero. Ante él también pendía, como un recuerdo, la imagen de aquella pulida torre metálica. La apartó de su mente y se concentró; las ruedas tocaron tierra; él invirtió entonces el impulso de los motores y frenó, aminorando la marcha. Sólo volvió a hablar cuando avanzaban hacia los hangares.
—Y usted va a pilotar esa hija de puta...
Era una mezcla de afirmación y de pregunta, tal vez la sospecha de que algo tan grande como esa máquina jamás podría despegar del suelo. Patrick percibió el tono de su voz y comprendió lo que implicaba.
—Sí —dijo con una amplia sonrisa, mientras se soltaba el cinturón de seguridad para levantarse—. Voy a pilotar esa hija de puta.
Volvió a la cabina principal. I. L. Flax le hizo señas de que se acercara. Estaba tendido en su asiento, recostado hacia atrás, con el auricular del teléfono casi perdido en su enorme mano. Por lo común, a Flax le desagradaba viajar en avión, pues solía sentirse apretado. Su estatura superaba el metro ochenta; el diámetro, también, probablemente. Así, con las piernas muy separadas, llenaba el sofá totalmente. Tendía a transpirar excesivamente; su cráneo, afeitado y liso, estaba cubierto de gotitas de sudor.
—Sí, muy bien —dijo al teléfono, con su voz clara y su imperceptible acento extranjero—. Manténganse en comunicación con ellos. Volveré a llamar en cuanto acaben las formalidades.
Su interlocutor podía estar en cualquier parte del mundo. El aparato Uno de la Fuerza Aérea tenía las mismas posibilidades de comunicación que un portaaviones. Flax colgó el auricular y apartó el teléfono, mientras miraba distraídamente hacia la ventanilla con el ceño fruncido.
—Sigue en observación —dijo—, pero los médicos creen que es apendicitis. Le operarán dentro de un par de horas. Magnífico. Cualquiera pensaría que un médico debe de cuidarse mejor que nadie. ¿Cómo diablos es posible que un doctor tenga apendicitis?
Y movió la cabeza incrédulo; sus fláccidas mejillas parecieron aletear.
—Aunque usted no lo crea, Flax, los médicos también tienen apéndice.
Patrick se había detenido frente al gran espejo para hacerse el nudo de la corbata. Tenía treinta y siete años, pero se conservaba muy bien. En comparación con Flax era todo un Adonis; claro que cualquiera lo habría sido. Tenía el vientre plano y hacía bastante gimnasia para mantenerse en línea. Era lo bastante buen mozo como para que las chicas no huyeran espantadas, aunque la mandíbula resultaba demasiado grande y el pelo retrocedía un poco más cada año que pasaba. Ajustó el nudo de la corbata y alargó la mano para coger la chaqueta.
—Además —agregó—, Kennelly tiene un buen suplente. Todos hemos trabajado con Feinberg; no habrá problemas.
—Veinte a diez a que no le veremos el pelo —dijo Ely Bron.
Estaba sentado junto a la ventanilla, con la narizota metida en su libro (su postura favorita). Nadie habría dicho que prestaba atención a la charla, pero tenía la desconcertante capacidad de leer y conversar al mismo tiempo. Era capaz de imponerse en una discusión y recordar al mismo tiempo cada palabra del capítulo leído. Volvió la página sin decir más.
—¿Qué apuesta es ésa? —preguntó Patrick—. Feinberg es el único médico suplente. Tiene que venir.
—¿De veras? A ver tus diez dólares.
—Hecho —replicó Flax—. ¿Acaso sabes algo que nosotros ignoramos, Ely?
—Saber, adivinar, oír a través de las paredes. Todo es lo mismo.
—Bueno, si quieres tirar el dinero —dijo Patrick—, acepto también.
Se abrochó la chaqueta del uniforme y cepilló el polvo invisible de sus insignias de mayor. Tal vez estaba tirando diez dólares a la basura: el doctor Ely Bron tenía la costumbre de estar en lo cierto y de ganar todas las apuestas. Además, no era de los que dejan pasar el triunfo. Patrick hacía todo lo posible por cobrar afecto a ese colega, físico nuclear, pero era consciente de que no lo estaba consiguiendo.
—Vamos —dijo Flax, irguiendo su pesada mole, en tanto la máquina se detenía—. Banda, guardia de honor, políticos, la gentuza de costumbre.
—¿Qué hay que decir, buenas tardes o buenas noches? —preguntó Patrick, echando una mirada a su reloj.
—Dobry Vyecher sirve para cualquier hora —respondió Flax—. O Zdractvooyeti.
A través de la portezuela abierta llegaron las primeras notas del himno nacional estadounidense, algo desafiante y fuera de ritmo; se parecía más a una canción folklórica rusa que al sitio del fuerte McHenry. Las alineadas cámaras se pusieron en funcionamiento con un chasquido en cuanto ellos aparecieron en la escalerilla, y el comité de recepción dio un paso adelante. Hubo algunos misericordiosos discursos de bienvenida en ruso, seguidos por agradecimientos igualmente breves de los recién llegados; finalmente pudieron pasar al vodka y al caviar. Y a las garras de la prensa. Para Patrick fue un verdadero alivio que Flax se hiciera cargo de casi todas las preguntas, alternando entre el ruso, el polaco, el alemán y el inglés sin vacilar siquiera. Ely Bron parecía desenvolverse cómodamente en francés y en alemán, aprendidos sin duda en los ratos libres que le permitía la tecnológica, cuando no estaba inmerso en alguna otra licenciatura o cualquier doctorado. Patrick había estado estudiando detenidamente el vocabulario técnico y se sentía capaz de gobernar una nave en ruso, pero no estaba en condiciones de conceder una entrevista. Tendría que ser en inglés o nada. Un hombre bajito, de traje muy arrugado, se abrió paso por entre la multitud hasta llegar a él. Tenía las gafas sucias y salpicaba saliva al hablar.
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