Harry Harrison
¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!
A Todd y Moira.
Por vuestro bien, hijos míos, espero que esto resulte ser tan sólo una obra de ficción.
En diciembre de 1959, el Presidente de los Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, dijo: «Este Gobierno… mientras yo esté aquí… no incluirá en su programa ninguna doctrina política positiva que tenga algo que ver con el problema del control de la natalidad. Eso no es asunto nuestro.» Y desde aquella época no ha sido asunto de ningún Gobierno norteamericano.
En 1950, los Estados Unidos —con sólo el 9 por ciento de la población mundial— consumían el 50 por ciento de las materias primas del mundo. Este porcentaje sigue aumentando, y dentro de quince años, al ritmo de crecimiento actual, los Estados Unidos consumirán más del 83 por ciento de la producción anual de materiales de la tierra. A finales del siglo, si nuestra población sigue aumentando al mismo ritmo, este país necesitará más del 100 por cien de los recursos del planeta para mantener el nivel de vida al que estamos acostumbrados. Esto es una imposibilidad matemática… aparte el hecho de que en el año 2000 la Tierra estará poblada por siete mil millones de personas y —quizá— también a ellas les gustará disponer de algunas materias primas.
En cuyo caso, ¿cómo será el mundo?
Lunes, 9 de agosto de 1999
Nueva York Ciudad…
…robada a los confiados indios por los trapaceros holandeses, tomada a los legalistas holandeses por los belicosos británicos, luego arrebatada a su vez a los pacíficos británicos por los coloniales revolucionarios. Sus árboles fueron quemados hace muchas décadas, sus colinas aplanadas, y las límpidas lagunas desecadas y rellenadas de tierra, en tanto que los cristalinos manantiales han sido aprisionados bajo tierra y vierten sus puras aguas directamente en las cloacas. Alargando sus tentáculos urbanizadores desde su isla natal, la ciudad se ha convertido en una megalópolis con cuatro de sus cinco barrios cubriendo la mitad de una isla sobre un centenar y medio de kilómetros de longitud, engullendo a otra isla y desparramándose río Hudson arriba por el continente norteamericano. El quinto de los barrios, el original, es Manhattan: una losa de granito primitivo y roca metamórfica rodeada de agua por todos lados, acuclillada como una araña de piedra y acero en el centro de su tela de puentes, túneles, tuberías, cables y vías de transporte. Incapaz de extenderse hacia los lados, Manhattan se ha proyectado hacia arriba, alimentándose con su propia carne a medida que arranca los edificios antiguos para reemplazarlos por los nuevos, irguiéndose más altos y todavía más altos… pero nunca lo bastante altos, ya que no parece existir ningún límite a la gente que se apretuja aquí. Ejercen presión desde el exterior y crean sus familias, y sus hijos y los hijos de sus hijos crean familias, hasta que esta ciudad está poblada como ninguna ciudad lo ha estado en la historia del mundo. En este caluroso día de agosto del año 1999 hay —con una diferencia en más o menos de unos cuantos millares— treinta y cinco millones de habitantes en la ciudad de Nueva York.
El sol de agosto penetró a través de la abierta ventana y ardió sobre las desnudas piernas de Andrew Rusch hasta que la quemazón le arrancó de las profundidades de un pesado sueño. Tardó unos instantes en adquirir consciencia del calor y de la húmeda y áspera sábana debajo de su cuerpo. Se frotó los pegados párpados y permaneció allí, mirando fijamente el agrietado y manchado yeso del techo, sólo medio despierto y experimentando una sensación de dislocación, sin saber en aquellos primeros instantes del despertar dónde estaba, aunque habla vivido en este cuarto durante más de siete años. Bostezó, y la extraña sensación se desvaneció mientras alargaba la mano hacia el reloj que siempre dejaba sobre una silla junto a la cama, y luego bostezó de nuevo mientras parpadeaba a las manecillas apenas visibles detrás del maltrecho cristal. Las siete… las siete de la mañana, y había un pequeño número 9 en el centro de la ventanilla cuadrada. Lunes, 9 de agosto de 1999… y la atmósfera ardía ya como un horno, con la ciudad empapada aún de la ola de calor que había cocido y asfixiado a Nueva York en los últimos diez días. Andy se rascó un reguero de sudor en su costado, y luego apartó las piernas del sol y ablandó la almohada debajo de su cuello. Del otro lado del delgado tabique que dividía el cuarto por la mitad llegó un leve chirrido que no tardó en convertirse en un zumbido estridente.
—Se ha hecho de día… —gritó Andy por encima del sonido, y luego empezó a toser. Todavía tosiendo, se levantó de mala gana y cruzó el cuarto para llenar un vaso de agua en el tanque de la pared: salió un chorro delgado y turbio. Andy se tragó el agua, golpeó la esfera del tanque con los nudillos, y la aguja osciló y acabó por de tenerse junto al indicador Vacío. Necesitaba ser llenado, tendría que ocuparse de eso antes de entrar de servicio en la comisaría, a las cuatro.
El día había empezado.
Un espejo de cuerpo entero, con una raja de arriba a abajo, estaba fijado delante del pesado armario, y Andy acercó a él su rostro, frotándose la rasposa mandíbula. Tendría que afeitarse antes de salir. Nadie debería mirarse al espejo por la mañana, desnudo y sin haberse despertado del todo, decidió con desagrado, frunciendo el ceño ante la blancura marmórea de su piel y el ligero arqueamiento de sus piernas, habitualmente ocultas por sus pantalones. Y, ¿cómo era posible que tuviera unas costillas salientes como las de un caballo muerto de hambre… y al mismo tiempo una barriga cada día más abultada? Palpó la carne blanda y pensó que sería debido al exceso de almidones en su dieta, y a que pasaba la mayor parte del tiempo sentado en su cuchitril. Pero al menos la grasa no deformaba su rostro. Su frente era un poco más alta cada año, pero esto no representaba ningún problema mientras llevara el pelo muy corto. Acabas de cumplir los treinta, se dijo a sí mismo, y las arrugas ya empiezan a invadir tus ojos. Y tu nariz es demasiado grande… ¿No era tío Brian el que decía siempre que eso era debido a que había sangre galesa en la familia? Y tus colmillos sobresalen también un poco, de modo que cuando te ríes recuerdas a una hiena. Eres un buen mozo, Andy Rusch, ¿y cuándo fue la última vez que tuviste una cita? Gruñendo para sus adentros, fue en busca de un pañuelo para sonarse su impresionante nariz galesa.
Había un solo par de calzoncillos limpios en el cajón del armario, y Andy los sacó; esa era otra de las cosas que tenía que recordar hoy, el lavado de la ropa. El chirriante sonido llegaba aún del otro lado del tabique cuando Andy empujó la puerta de comunicación.
—Vas a pillar una enfermedad coronaria, Sol —le dijo al hombre de barba gris que estaba encaramado sobre la bicicleta sin ruedas, pedaleando con tanto afán que el sudor se deslizaba por su pecho hasta la toalla de baño, que llevaba atada alrededor de la cintura.
—Ni hablar de coronarias —boqueó Solomon Kahn, sin dejar de pedalear—. He estado haciendo esto todos los días durante tanto tiempo, qué mi corazón lo echaría de menos si no lo hiciera. Y tampoco hay colesterol en mis arterias, ya que los lavajes regulares con alcohol se encargan de eso. Y ni hablar de cáncer de pulmón, puesto que no podría permitirme fumar incluso si deseara hacerlo, cosa que no deseo. Y a mis setenta y cinco años nada de prostatitis, porque…
—Sol, por favor… ahórrame los detalles de mal gusto: tengo el estómago vacío. ¿Te sobra un cubito de hielo?
—Coge dos: hace mucho calor. Y no dejes la puerta abierta demasiado tiempo.
Andy abrió el pequeño refrigerador apoyado contra la pared y sacó rápidamente el envase de plástico de la margarina; luego dejó caer dos cubitos de hielo de la bandeja en un vaso y cerró la puerta de golpe. Llenó el vaso de agua del tanque de la pared y lo colocó sobre la mesa, junto a la margarina.