David Rieff - Un mar de muerte
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- Libro:Un mar de muerte
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2007
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Un mar de muerte: resumen, descripción y anotación
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DAVID RIEFF (Boston, Massachusetts, EE. UU., 28 de setiembre de 1952). Analista político, periodista y crítico cultural estadounidense, hijo de la escritora Susan Sontag.
Licenciado en Historia en la Universidad de Princeton (1978). Es miembro de The New York Institute for the Humanities y ha colaborado como editor en el World Policy Journal (1998-2000), en The New Republic y en Harper's Magazine. También colabora como escritor en Los Angeles Times Book Review. Es fundador y director del proyecto «Crímenes de guerra», de la Universidad Americana, en Washington D. C. El objetivo de dicho proyecto es informar al público en general, y a los periodistas en particular, sobre la guerra y los crímenes de guerra.
Además de sus artículos publicados en diferentes revistas y periódicos en Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, México, Francia, España y Alemania, ha escrito varios libros, entre los que destacan: Camino de Miami (1987), Los Angeles: Capital of the Third World (1991), The Exile: Cuba in the Heart of Miami (1993), Slaughterhouse: Bosnia and the Failure of the West (1995), A Bed for the Night: Humanitarianism in Crisis (2003) y Contra la memoria (2012).
Nada podía haber estado más lejos de mis previsiones. Creía que regresaba a mi casa en Nueva York al final de un largo viaje al extranjero. En cambio, estaba empezando un recorrido que concluyó con la muerte de mi madre.
Para ser preciso, era la tarde del 28 de marzo de 2004, un domingo, y me encontraba en el aeropuerto de Heathrow en Londres de regreso de Oriente Próximo. Después de casi un mes de idas y venidas entre Jerusalén Oriental y Cisjordania (había estado escribiendo para una revista un reportaje sobre los palestinos durante el último período del gobierno de Arafat), sentía alivio de volver a casa, y ya estaba a medio camino. Sin embargo, además de eso, tenía la cabeza casi en blanco. El viaje había sido frustrante y solo en parte había conseguido lo que necesitaba. Sabía que pasar en limpio el reportaje sin duda iba a ser difícil. Estaba cansado, con algo de desgaste y algo de resaca, nada predispuesto a convertir mi cobertura en un escrito. Aquello podía esperar hasta mi regreso, así que me puse a llamar por teléfono, en la sala de espera de United Airlines para reconectarme con los míos, como siempre ha sido mi costumbre en cuanto termino de cubrir una noticia. Fue entonces cuando mi madre, Susan Sontag, me dijo que era posible que estuviera enferma de nuevo.
Mi madre hacía todo lo posible por mantener la jovialidad. «Algo podría estar mal», dijo por fin después de que me hubiera extendido demasiado en mis impresiones sobre Cisjordania. Comentó que durante mi ausencia se había sometido a los exámenes y análisis de sangre que efectuaba dos veces al año —una rutina cumplida desde la cirugía y posterior quimioterapia por un sarcoma uterino diagnosticado seis años antes—. «Uno de los análisis de sangre que acaban de hacer no parece muy positivo». Añadió que ya se había sometido a otros análisis, me preguntó si estaba dispuesto a acompañarla a visitar a un especialista recomendado y que dos días antes había efectuado dos pruebas de seguimiento. Ya tendría los resultados definitivos para entonces. «Tal vez no sea nada», dijo, y me recordó la larga lista de injustificadas alarmas que se habían presentado con posterioridad al sarcoma, y a la mastectomía radical sufrida tras el diagnóstico de un cáncer de mama avanzado en 1975.
Repitió que probablemente no sería nada. Como un tonto, lo repetí también. En eso estábamos de acuerdo, nos dijimos. En teoría, al menos, no era del todo irracional por parte de ambos afirmarlo. Ni una de esas alarmas injustificadas había llegado nunca a nada, ¿no era cierto? Hubo una ocasión cuando una ecografía había revelado algo en el riñón izquierdo de mi madre. También había parecido cáncer, pero a la postre resultó que simplemente tenía una forma rara. Después hubo otra cuando a los médicos de mi madre les inquietó que la aparición súbita de intensos dolores de estómago pudiera deberse a un cáncer de colon. Se había demostrado que esas aprensiones, asimismo, eran infundadas. Y al haber vivido, como todo aquel que ha padecido cáncer, con la espada de Damocles de una reaparición sobre la cabeza desde que había contraído su primer cáncer con poco más de cuarenta años de edad, mi madre había aprendido del peor modo a permanecer tranquila cuando recibía semejantes noticias o, al menos, a obrar con tranquilidad. Esa también sería una alarma injustificada, nos dijimos de nuevo. ¿No habíamos pasado por ello antes? Pero nuestras palabras eran como respiración superficial y nuestra compostura más entumecimiento que tranquilidad. Me avergüenza confesar que sentí alivio cuando colgamos.
Más tarde intenté no pensar en nada mientras miraba las pistas de Heathrow, contemplando el aterrizaje y despegue de los aviones, hasta que oí la llamada de embarque de mi vuelo. Una vez a bordo me embriagué, aunque daba igual, pues siempre hago lo mismo. Después de aterrizar me dirigí a mi casa. Al llegar, llamé al apartamento de mi madre, pero fue una de sus amigas la que respondió para informarme de que estaba dormida. Contesté que lo mismo haría yo. Y así fue, en efecto. La alternativa era gritar de dolor al suponer que acaso en esa ocasión no habría indulto. No puedo siquiera concebir cómo habrá sido el trance para ella.
A la mañana siguiente fui a recoger a mi madre a su apartamento. No solo distaba de haber descansado, sino que se hacía de inmediato evidente que no había dormido. Ahora recuerdo su desesperada animación y mis esfuerzos poco satisfactorios por imitarla. Escribo «poco satisfactorios» porque, si bien fui capaz de permanecer tranquilo, parecía haber ya una brevísima pausa entre lo que yo decía y lo que me oía decir a mí mismo. Recuerdo que me hubiera gustado abrazarla con fuerza o haber cogido su mano. Pero ninguno había sido afectuoso con el otro nunca, y si bien mucho se ha dicho y escrito sobre cómo la gente supera su faceta más mezquina en una crisis, al menos mi experiencia confirma lo que sucede en realidad: revelarnos más a menudo lo que somos en esencia y bajo la línea de flotación. Lo que mi madre y yo compartíamos eran palabras, pero en ese momento nos parecían sin valor, como dólares confederados o rublos soviéticos. No recuerdo mi propio miedo, pero recuerdo vivamente que imaginaba el suyo. Y, sin embargo, siguió hablando de Oriente Próximo e, incapaz de decir algo de importancia y mucho menos de tocarla, seguí contando anécdotas de Yasir Arafat y su complejo en Ramala; como si ello todavía importara. La conversación continuó hasta que llegamos al consultorio del especialista, o más concretamente al consultorio del especialista en leucemia.
El doctor A —dados los sentimientos que me inspira prefiero no nombrarlo— era corpulento y de trato excesivo (dominante en mi opinión) que se ajustaba a su volumen. O así me lo pareció. Acaso si hubiera tenido mejores noticias que transmitir o un mejor talante para airear las malas, habría conservado una mejor imagen de él, quizá la del fraile Tuck o algún personaje jovial de Dickens. Y para hacerle justicia, ya entonces me encontraba casi catatónico de pavor y cada vez más desorientado psíquicamente. Sentía que todo había cambiado y era ya incapaz de distinguir lo sólido de lo endeble. Todo lo que pude hacer fue estrechar la mano del doctor A, sonreír maquinalmente a propósito de algún comentario sobre los periodistas itinerantes y sentarme junto a mi madre. Sí recuerdo haberlo mirado fijamente al otro lado de su amplio y atestado escritorio mientras nos transmitía las malas noticias. Pues no se trataba de «nada». Al contrario, se trataba, inconcebiblemente, de todo. El doctor A fue muy claro. A partir de las pruebas que había efectuado el viernes anterior —analíticas de sangre y una biopsia de médula ósea— no cabía la menor duda de que mi madre padecía síndrome mielodisplásico.
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