Elogio del olvido
Las paradojas de la memoria
histórica
DAVID RIEFF
Traducción de
Aurelio Major
David Rieff (Boston, 1952), licenciado en Historia por la Universidad de Princeton, es analista político, periodista y crítico cultural estadounidense. Sus artículos se han publicado en importantes medios como The New York Times, The Washington Post, The Wall Street Journal, Le Monde, The Atlantic Monthly, Foreign Affairs o El País. Es hijo de Susan Sontag y autor de Una cama por una noche (Taurus, 2003), Crímenes de guerra (Debate, 2003), A punta de pistola (Debate, 2007), Un mar de muerte (Debate, 2008) y El oprobio del hambre (Taurus, 2016).
Índice
Título original: : In Praise of Forgetting
Edición en formato digital: marzo de 2017
© 2016, David Rieff
Reservados todos los derechos
© 2017, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2017, Aurelio Major, por la traducción
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial
Fotografía de portada: © Getty Images
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ISBN: 978-84-9992-755-8
Composición digital: M.I. Maquetación, S.L.
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Agradecimientos
A lo largo de su gestación este libro ha contado ya con más y mejores amigos de los que podría esperar todo escritor, si bien su trayectoria ha sido un poco irregular. En el año 2009 Louise Adler y Elise Berg, del servicio de publicaciones de la Universidad de Melbourne, tuvieron la gentileza de invitarme a escribir un ensayo en contra de la memoria política, que publicaron al cabo de dos años con el título de Contra la memoria. El presente volumen, Elogio del olvido, desarrolla la obra que emprendí entonces, así que les doy las gracias a Louise, Elise y a sus colegas «en nombre» de ambos libros.
En los últimos años he pasado largas temporadas en Irlanda siempre que me ha sido posible. Pero mi hibernofilia apenas me califica como experto en la historia y la política de ese país, y para esas cuestiones he tenido la suerte de beneficiarme de la erudición y la perspicacia de Rosemary Byrne, Kevin O’Rourke, Cormac Ó Gráda, Tom Arnold, Paul Durcan, Denis Staunton y John Banville en Dublín, y de Jim Fahy en Galway. Por supuesto, ellos no son de ningún modo responsables de los usos a los que he sometido su erudición.
Idéntico descargo de responsabilidad se aplica a la «tutoría» sobre historia judía, incluida la obra de Yosef Yerushalmi, que mi viejo y querido amigo Leon Wieseltier ha intentado impartirme, sospecho que él diría que con desigual éxito, a lo largo de varios decenios. También están libres de responsabilidad dos amigos recientes, R. R. Reno, de Nueva York, y fray Bernard Treacy, de Dublín, de quienes he aprendido mucho sobre el punto de vista católico de la relación entre la historia y la memoria, aunque me parezca que sus opiniones difieren en aspectos importantes de interpretación. Ellos serán quienes mejor podrán juzgar si los he comprendido correctamente, aunque, reitero, los errores son solo míos.
Desde la época en que fui alumno de Norman Birnbaum en el Amherst College, casi en lo que ya parece otra era geológica, pues fue hace casi cuarenta años, me he beneficiado de su sabiduría y su amistad. Si más o menos he comprendido a Löwith, Halbwachs, Renan y otros pensadores en los que me he apoyado, se debe tanto a Norman como a mí, incluso aunque, después de tantos años, aún no haya conseguido penetrar la obra de Tönnies.
Y la redacción de este libro me habría derrotado de no ser por la extraordinaria ayuda que me prestaron Megan Campisi durante el tiempo en que me dediqué a investigar, y durante su edición después de terminarlo, Megan y Elisa Matula.
Por último, la existencia misma de Elogio del olvido se la debo a Steve Wasserman, mi editor en Yale University Press, cuyo regalo fue permitirme morder otra vez la manzana de la memoria y el olvido. Steve y yo nos conocemos de toda la vida. Fuimos jóvenes juntos, maduramos juntos y ahora envejecemos juntos. Puesto que no hay cura para eso, no puedo pensar en un mejor amigo con el cual compartir y seguir compartiendo el viaje.
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Huellas en las arenas del tiempo y todo lo demás
El poema de Laurence Binyon, «Por los caídos», se publicó por primera vez en el Times de Londres el 21 de septiembre de 1914, seis semanas después del comienzo de la Primera Guerra Mundial. A veces se insinúa que Binyon, un destacado poeta e historiador (conservador de grabados y dibujos orientales del Museo Británico cuando estalló la guerra), había escrito el poema desconsolado por cuantos habían muerto y cuantos más estaban condenados a idéntico destino. Pero dicha interpretación carece de fundamento. Binyon simplemente no podía saberlo, aunque solo fuera porque hasta dos meses más tarde del final de la primera batalla de Ypres, donde casi todo el ejército profesional británico murió o resultó herido, la gente del país no comenzó a comprender que la guerra auguraba el gravamen de un terrible número de víctimas.
En realidad, «Por los caídos» es un poema patriótico clásico, mucho más próximo al espíritu de dulce et decorum est pro patria mori («es dulce y honorable morir por la patria») de Horacio —un precepto en efecto grabado en uno de los muros de la capilla de la Real Academia Militar de Sandhurst en 1913— que a la obra de los grandes poetas militares británicos como Wilfred Owen, quien a su vez se apropiaría del lema en una de sus mejores composiciones, aunque solo para calificarlo de «vieja mentira».
Binyon no presagió semanas antes del estallido de la guerra lo que iba a sobrevenir, pero eso no constituye en modo alguno motivo de deshonra. Demasiado mayor para servir en las trincheras, no tuvo reparos en ofrecerse como ordenanza voluntario en un hospital del frente occidental en 1916; una obligación nada sencilla. Y su poema ha perdurado. Mientras escribo estas líneas, en el centésimo primer aniversario de la primera batalla de Ypres, «Por los caídos» sigue siendo el poema conmemorativo casi oficial, sin cuya lectura no quedan consumadas las ceremonias en memoria de los caídos, tanto de la Primera como de la Segunda Guerra Mundial, en Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. La cuarta estrofa, la más conocida, dice: