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Lluís Pasqual - De la mano de Federico

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Lluís Pasqual De la mano de Federico
  • Libro:
    De la mano de Federico
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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De la mano de Federico: resumen, descripción y anotación

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LLUÍS PASQUAL Reus 1951 es director de escena y uno de los fundadores en - photo 1

LLUÍS PASQUAL (Reus, 1951) es director de escena y uno de los fundadores, en 1976, del Teatre Lliure. Licenciado en Filología por la Universidad Autónoma de Barcelona y en Arte Dramático por el Institut del Teatre.

A lo largo de su carrera compagina el ejercicio de la puesta en escena con la dirección de distintas instituciones teatrales, entre otras el Centro Dramático Nacional de Madrid, el Odéon-Théâtre de l’Europe en París, la Biennale de Venezia o el Teatre Lliure de Barcelona.

Realiza más de un centenar de espectáculos en los teatros que dirige o como director invitado en otros centros teatrales, como el Piccolo Teatro di Milano, el Maly de San Petersburgo, el Teatro San Martín de Buenos Aires o el Festival de Avignon.

Posee también una larga trayectoria como director de ópera en distintos teatros europeos, entre los cuales: el Liceu de Barcelona, el Teatro Real de Madrid, la Opéra de Paris, el Teatro la Scala de Milán y festivales como el Rossini Opera Festival de Pesaro o el Festival de Salzburgo. Entre los muchos premios y distinciones recibidas destacan el Premi Nacional de Teatre de la Generalitat, el Premio Nacional de Cultura o la Legión de Honor, otorgada por el Gobierno francés.

L eo notas de los meses dedicados a los ensayos de El público. De entre todas elijo una: «Escarbar hasta lo más hondo y tener la lucidez para quedarse en el umbral de los misterios que no se pueden explicar. ¿El poeta también se ha parado para no ser devorado como Hamlet o como Edipo por las consecuencias de su propio conocimiento, o ha entrado dentro del misterio?».


P rimera lectura de El público con la compañía. Después de cincuenta y un años de la muerte de Federico García Lorca, su obra sigue tan viva como entonces. Se está conociendo en España, más allá de un círculo reducido, una faceta más rica del poeta, sin el obligado folklorismo con el que alguna vez, en vano, el franquismo trató de apropiarse de su figura. Una imagen más universal: el hecho de poder estrenar El público es otro paso para enseñar las caras más desconocidas de ese prisma que es Federico y que nos llegan con una inmediatez y una actualidad escalofriantes.

El público es el testimonio de un momento glorioso de la cultura española. En vísperas de la proclamación de la Segunda República, la España de la Residencia de Estudiantes era una España joven, abierta al mundo y a las corrientes culturales europeas más avanzadas del momento.

Es también El público un testimonio personal, una búsqueda tormentosa, un viaje a lo más profundo de la noche. Una obra muy nueva con temas eternos: el amor de cualquier tipo, la muerte, el juego del teatro, la necesidad acuciante de romper la barrera que separa al autor del espectador, la infinita y dolorosa soledad de sus personajes que refleja de un modo implacable la nuestra. Temas eternos que proponen un reto dificilísimo tanto para los actores como para los espectadores: El público nos pone delante de un espejo para poder contemplar nuestro propio drama oculto, aquel de cada uno de nosotros. ¿Seremos capaces de llegar a ello?

«Romeo puede ser un grano de arena y Julieta puede ser un mapa». Esta frase, tan cerca de una declaración de principios y reflejo de una opción ante la vida, la escribe Federico García Lorca en El público, en los años treinta, en una España negra, pobre e ignorante, dominada por una Iglesia apenas postinquisitorial y por una oligarquía decimonónica, caciquil y reaccionaria. (La República fue solo un momento de esperanza legítimo y vano, que acabó sirviendo de grotesca excusa para la terrible venganza posterior). ¿Cómo iban a dejar vivir a alguien así? Dentro de cada poeta hay un impulso primero, un motor que tiñe toda su obra por encima de su propia voluntad. El de Federico es el Eros, el amor, pero no el amor metafísico y abstracto, sino el físico y concreto: una necesidad absoluta del otro, con la pasión en su epicentro, con toda su carga de vida y muerte, maldición y milagro, con toda su fuerza para derribar muros y fronteras y prejuicios y ortodoxias mentirosas. Es su relación con el mundo: una necesidad constante de amar y ser amado. Cuando se lee, se dice o se escucha a Lorca, nos llega una energía que huele a sexo y que nos penetra tan certeramente como las balas que acabaron con él. Con él. No con su obra.


L a historia del montaje de El público es la historia de una utopía. Una utopía desenfrenada, si eso puede decirse. Todo partió de algo tan sencillo como la lectura de un texto, un texto de Lorca. ¿Qué tendrá ese texto que te atrae, te agarra y no te suelta, y te introduce en una vorágine insondable? También partió de los deseos compartidos con un actor, Alfredo Alcón, que, como si de alquimia se tratara, era capaz de encarnar la palabra de Lorca como ningún otro actor de habla española. He escrito «encarnar» consciente de que el teatro contemporáneo está haciendo desaparecer la frontera que existe entre el personaje y el actor, pero ese tema sería en sí mismo el argumento de un libro entero. El público provoca y pone al descubierto muchas resonancias en uno mismo y, finalmente, nos condujo al desafío, pero no al desafío metafísico, sino al «duelo» físico entre Lorca y cada uno de los que estábamos metidos en esa aventura, sin padrinos ni testigos, solos frente a él y cada uno con sus armas. «Tú has osado hacerlo —le decíamos a Federico—, tú has buscado en tus zonas más recónditas tus verdades más íntimas, las más profundas, las más escondidas, las más hermosas y las más feas también, para que nadie se llame a engaño de cómo eres, de cómo somos, de qué materia están hechas nuestras pulsiones. Y luego, las has soltado, las has gritado con la rotundidad de una blasfemia, has encontrado tu camino y has vomitado lo que te ha dado la gana y, además, lo has hecho como los toreros, “con arte”. ¡Yo también voy a probarlo! ¿Qué digo? ¡Yo también lo voy a hacer!». Este diálogo es el que yo sostenía con Lorca y el que, a su vez, sostenía Fabià Puigserver, el escenógrafo que no solo se inventó un lugar para que eso ocurriera, sino un teatro, único, extraordinario, desmontable, un teatro soñado que, como La Barraca, paseara de pueblo en pueblo, y que está en el origen del espacio que creó después para El público. Y eso mismo discurría en su locura Frederic Amat mientras empapelaba literalmente las paredes de su estudio con los cientos de dibujos, imágenes y más imágenes que provocaba El público. Yo me daba cuenta en los momentos en que nos permitíamos meter nuestras narices por unas horas en el trabajo del otro, durante los meses que precedieron los ensayos, para intercambiar y discutir con pasión nuestros descubrimientos. Afortunadamente, el reto se había convertido en una obsesión. A esta obsesión se añadieron más tarde otros seres, muchos actores, músicos, técnicos… todos y cada uno se engancharon al juego y mantuvieron su desafío personal con el poeta. El público tenía este poder. Lo que vino después pertenece a la memoria de cada uno de nosotros. La más auténtica es la del espectador. El espectáculo se hizo, triunfó (nunca llegaré a saber si, para que el espectáculo triunfase, tenía que ser un triunfo o, por el contrario, ese triunfo era una ofensa a lo que planteaba el propio texto). Fabià no pudo construir su teatro, pero pudo hacer su extraordinario espacio y sus maravillosos trajes. Y, sin el teatro, que se iba a llamar Federico García Lorca, Frederic Amat no pudo ver a tamaño natural el manto protector, la lona con dibujos color tierra que había preparado en la maqueta, pero estuvo en el espectáculo hasta el final, con sus manos, modelando, pintando (el gran artesano que era Eugenio, «utilero mayor» del María Guerrero, decía entre asustado y curioso: «Ya está aquí el hombre de la gabardina, a repintar otra vez»). El mejor testimonio son esos cientos de hojas de Amat con dibujos y dibujos, la obsesión de convertir en trazos de bisturí el volcán que se le presentaba al ponerse frente o, mejor dicho, dentro de

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