EL CRIMEN
C uando habían transcurrido una hora y siete minutos de su último día de vida, el teléfono celular de Roxana Vargas repicó. Sobresaltada en su cama, atendió el móvil sin haber logrado conciliar el sueño. La llamada era del psiquiatra Edmundo Chirinos. «Dígame, doctor», respondió presurosa. A pesar de la intimidad que se había producido entre ambos, Roxana nunca lo tuteaba. Conversaron 4 minutos y 53 segundos.
El diálogo fue tenso, pero alentador. Él insistió en que la quería ver. Y esa procura a ella le halagaba un poco. Acordaron confirmar la hora, avanzando el día. Se encontrarían en el lugar de siempre: el consultorio del médico en La Florida.
Roxana presumía que sería un encuentro sexual, aunque también temía pasar un mal rato. Últimamente su psiquiatra, devenido en amante desde unos cinco meses atrás, se irritaba con ella con mucha facilidad. Roxana dejó por escrito que había llegado a amenazarla, aun cuando después él le aseguró que era incapaz de hacerle daño a alguien.
Chirinos había entablado la relación con Roxana al igual que con varias decenas de mujeres en la clínica Clineuci, de su propiedad. Las narraciones de muchas de ellas coincide como figuras en espejos, en la descripción del estilo que tiene el psiquiatra para establecer intimidad. En una primera cita, a solas, independientemente de la edad de la consultada, según rezan testimonios recabados a través de fuentes de organismos de seguridad y de mujeres que ruegan mantenerse en el anonimato, Chirinos plantea con premura el tema afectivo y sexual.
Dos preguntas le hizo direct o a Roxana: «¿tienes novio?», «¿has hecho el amor con él?» A la primera respondió que sí (era falso, tenía un amor platónico). A la segunda, con la honestidad y debilidad de una paciente psiquiátrica de 19 años, a quien su madre había llevado con el temor de que se suicidara, respondió con la verdad: «No». Chirinos, de 74 años, abordó con destreza una primera aproximación física. Gustaba de hablar muy bajo, y si la mujer no se acercaba, él lo hacía delicadamente. De un modo casi femenino. A Roxana comenzó a tocarle con suavidad el pelo, hasta que fue deslizando su mano a lo largo de la cara, deteniendo sus dedos en el borde de los labios, apenas cubiertos con un brillo con aroma de naranjas. El gesto sorprendió a Roxana, pero terminó por restarle importancia; además, se sintió seducida y eso le gustó. Ella, con su complejo de sobrepeso, había llegado a sentirse muy poco atractiva. Mientras Chirinos paseaba el dorso de su mano por el rostro de Roxana, mostró especial interés por Mariano, el joven por quien ella le confesó sentirse atraída. «¿Te gusta cómo te besa?», preguntó Chirinos en un tono cómplice y ensayado estimulando fantasías excitantes para ella. Por ese día, la relación entre ambos llegó hasta allí.
Después Chirinos cumplió con el protocolo; hizo pasar a la madre, Ana Teresa Quintero, y a su hermana mayor, Mariana, quienes tenían esperanzas de que el médico calmara las angustias de Roxana. Ella no quería ir: «Mamá, yo no estoy loca», se quejó inútilmente. Al final cedió ante el ruego de su madre. Ahora, Ana Teresa no puede con esa culpa. La idea de haberla llevado ante quien considera su victimario, le destroza el alma todos los días.
Ana Teresa había venido a Caracas desde Valle de la Pascua, estado Guárico, para hacer ver a Roxana con el médico. En ese pueblo llanero, al este de Venezuela, ha sobrevivido con bastante humildad. Durante años lo hizo junto a su marido; mas luego de la muerte de Roxana, un accidente cerebrovascular y la tristeza se lo llevaron de esta vida. Ana Teresa con orgullo sostiene a su familia o lo que queda de ella vendiendo tizana y haciendo tortas. Lo hace ahora y lo hacía cuando decidió enviar a sus hijas a la capital, para que avanzaran en sus estudios superiores; tenía la tranquilidad de que quedaban bajo el cuidado de su hermana, quien reside en la modesta parroquia San Martín, al oeste de la ciudad. Todo sacrificio valía la pena cuando veía cómo había logrado enrumbar a sus hijas por el camino de la superación social y del buen futuro. Roxana cursaba el octavo semestre de Periodismo en la Universidad Santa Rosa, y Mariana estaba a punto de graduarse de Ciencias Audiovisuales y Fotografía, en el Instituto Universitario de Tecnología.
Confiada, Ana Teresa entregó su hija a Chirinos para su diagnóstico. Ella misma había sido su paciente años atrás. Venía arrastrando una depresión después de sus dos partos, y su cuñada le recomendó acudir a quien llamó «el padre de la psiquiatría» en el país. Chirinos, en cambio, no la recordaba de manera particular. Reconstruyó una historia que muestra algunas contradicciones con la versión de la mamá de Roxana. A grandes rasgos describe en un informe, a Ana Teresa, así: «Con antecedentes preeclámpsicos; según historia 3605, con fecha de primera consulta julio 28/97; refirió que sufría desde hacía 6 meses de mareos, vértigos y miedo a caerse. El EEG (electroencefalograma) fue anormal, hecho en serie con Carlina y José Gregorio (asistentes); estaba bajo Premarin, y se le indicó Tegretol 400 mg diarios, Benutrex l2, y Tepazepan dos veces al día. Se hizo psicoterapia cognitivoconductual; tiene severos rasgos impulsivos y dominantes». En general, le aplicó un tratamiento antidepresivo.
El recuerdo de Ana Teresa es más sencillo. Chirinos, además de dormirla bajo lo que definió como una cura de sueño, le recetó Tegretol de 200 mg. El medicamento, el psiquiatra, o la fe, la sacaron del hueco emocional en que se encontraba, aunque las pastillas piensa tomarlas toda la vida.
Convencida de que su hija podría arrastrar el mismo problema de depresión, sin dudarlo hizo la cita. Ana Teresa había recibido días atrás una carta muy dura de Roxana, después de que la joven se había cortado los antebrazos. Esa carta se la mostró a Chirinos en la consulta. Su situación Roxana la había contado en su blog, en el que se identifica como Roxbrujita, el 30 de septiembre de 2007, dos días antes de su primer encuentro con el psiquiatra: «Me siento sola, frustrada, triste; mi vida está llena de vacío y lo único que quiero es desaparecer. Todos me dicen que me quieren, pero siento que son solo palabras. Mi madre me vino a visitar este fin de semana. Me pidió que le prometiera que no me iba a seguir mutilando, pero no puedo cumplirle. Siento necesidad de cortarme, de ver correr la sangre en mi brazo, acordarme de lo porquería que soy. Hay muchas cosas que me atormentan demasiado. Mariano me pide que lo deje de hacer, cuando yo le pedía muchas cosas y él se negaba. ¿Cómo puede pedirme él a mí? Lo amo pero ya no estoy viva por dentro. Soy un ser ambulante que camina pero no está viva, quiero morirme de cuerpo, pero no lo logro; y no lo hago por mi madre, sólo por ella, porque sé que si atento contra mi vida ella va a sufrir, puede recaer en su enfermedad, de tal modo que prefiero seguir sufriendo, no siendo feliz; estar muerta en vida con tal de que mi mamá esté bien.»
Así que cuando Chirinos le dijo a Ana Teresa que Roxana era esquizofrénica, ella sólo preguntó qué tenía que hacer para curarla. A Mariana sí le pareció raro que un diagnóstico tan severo fuese emitido en apenas una hora de conversación con su hermana. Así, sin requerir ningún tipo de análisis. Además, mientras Chirinos hablaba, ella leía un texto montado en un cuadro de vidrio, desplegado en una de las paredes del consultorio, sobre la esquizofrenia. Y lo que allí decía no se parecía en nada a lo que observaba en su hermana, ron quien compartía muchas horas al día.
El psiquiatra les expresó que hubiera querido iniciar el h atamiento enseguida, y según su criterio, Roxana debía ser hospitalizada. «Pero yo no tengo plata», fue la queja angustiada de Ana Teresa. «Lo haremos ambulatorio», respondió a regañadientes el psiquiatra. El tratamiento consistiría en curas de sueño. Tentado estuvo el médico de sedarla ese mismo día, pero Roxana contó que se había tomado una gran taza de chocolate. Lo hizo con placer, a pesar del remordimiento constante por su peso, la razón verdadera del motivo de su amargura. Los 85 kilos en l,60 de estatura hacían desvalorizar a Roxana sus verdaderos encantos, entre otros, lo cariñosa que era.