Annotation
Ernesto Durán sabe que está enfermo. Aunque los resultados clínicos digan lo contrario, desde que se ha separado de su mujer y vive solo, padece todos los síntomas de un mal que, según sospecha, puede ser mortal. Su obsesión va más allá de la mera hipocondría, y tiene la certeza de que sólo hay un médico que puede salvarlo. Pero el elegido, el doctor Andrés Miranda, en esos mismos momentos se enfrenta a una tragedia personal: un diagnóstico irrefutable que señala que su padre tiene cáncer, y le quedan pocas semanas por vivir. Mientras Durán necesita desesperadamente hablar de su caso y de él mismo, el doctor Miranda se siente rehén del silencio, es incapaz de hacer con su padre lo que siempre ha hecho con sus pacientes: decir la verdad.
La vivencia de la enfermedad en estas dos personas que ocupan posiciones tan distintas, el médico que sabe acerca de la vida y de la muerte y no quiere o no puede hablar, y el enfermo de angustia que sólo sabe que su sufrimiento no le deja vivir, es la columna vertebral que sostiene a esta hermosa novela, madura, adulta, reflexiva y refinada, que nos susurra desde su primera página algo que está en nuestra naturaleza: vivir mata.
ALBERTO BARRERA TYSZKA
La enfermedad
Anagrama
Sinopsis
Ernesto Durán sabe que está enfermo. Aunque los resultados clínicos digan lo contrario, desde que se ha separado de su mujer y vive solo, padece todos los síntomas de un mal que, según sospecha, puede ser mortal. Su obsesión va más allá de la mera hipocondría, y tiene la certeza de que sólo hay un médico que puede salvarlo. Pero el elegido, el doctor Andrés Miranda, en esos mismos momentos se enfrenta a una tragedia personal: un diagnóstico irrefutable que señala que su padre tiene cáncer, y le quedan pocas semanas por vivir. Mientras Durán necesita desesperadamente hablar de su caso y de él mismo, el doctor Miranda se siente rehén del silencio, es incapaz de hacer con su padre lo que siempre ha hecho con sus pacientes: decir la verdad.
La vivencia de la enfermedad en estas dos personas que ocupan posiciones tan distintas, el médico que sabe acerca de la vida y de la muerte y no quiere o no puede hablar, y el enfermo de angustia que sólo sabe que su sufrimiento no le deja vivir, es la columna vertebral que sostiene a esta hermosa novela, madura, adulta, reflexiva y refinada, que nos susurra desde su primera página algo que está en nuestra naturaleza: vivir mata.
Autor: Barrera Tyszka, Alberto
©2006, Anagrama
ISBN: 9788433971401
Generado con: QualityEbook v0.72
I
—¿Y A están listos los resultados?
Apenas pronuncia la pregunta, se arrepiente de inmediato. Andrés Miranda quisiera detenerla en el aire, devolverla a su lugar de origen, esconderla de nuevo debajo de un silencio. Pero no puede, ya es muy tarde. Ahora sólo tiene delante el rostro del jefe del departamento de radiología: sus labios son un nudo en mitad de la boca, sus ojos negros parecen dos manchas; sólo le ofrece una sonrisa de forzada solidaridad mientras le extiende un sobre grande, color tabaco. No dice nada pero su expresión casi es una sentencia: múltiples lesiones sugestivas de una enfermedad metastásica, por ejemplo. Algo así dice esa mueca. Los médicos casi nunca utilizan adjetivos. No los necesitan.
—¿También están aquí las placas de las tomografías?
El jefe de radiología niega con la cabeza, mientras desvía la mirada hacia el pasillo.
—Me dijeron que te las iban a mandar a ti directamente.
Andrés se siente envuelto en una extraña incomodidad, como si en el fondo ambos estuvieran haciendo un gran esfuerzo para no romper el frágil equilibrio del momento. Da las gracias y comienza a caminar de regreso a su consultorio. No se lo han dicho, no ha visto las placas, no conoce los resultados y, sin embargo, ya sabe que su padre tiene cáncer.
¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que la vida es una casualidad? Ésa es la pregunta que siempre hace Miguel cuando están por comenzar cualquier intervención. Todos llevan sus batas verdes, sus guantes y sus mascarillas quirúrgicas; la luz blanca del quirófano parece flotar sobre el frío del aire acondicionado. Y entonces Miguel alza el bisturí, mira a Andrés y pregunta: ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que la vida es una casualidad? A algunas enfermeras les disgusta esa manera de empezar. Tal vez perciben que no es un buen prólogo, que casi es una justificación previa por si algo sale mal. Andrés sabe que no es así, conoce bien a Miguel, desde que estudiaban en la universidad. Sabe que la pregunta no guarda ningún cinismo. Más bien le parece una expresión autocompasiva, una oración piadosa; una forma de reconocer los límites de la medicina ante al infinito poder de la naturaleza, que es lo mismo que reconocer los límites de la medicina ante al infinito poder de la enfermedad.
Apenas entra a su consultorio, apenas cierra la puerta, comienza a temblar. Siente que, de pronto, su cuerpo empieza a respirar de otra forma, con otros sonidos y otros movimientos. Como si tuviera adentro otra criatura, desarmada, dando traspiés; como si estuviera pariendo un derrumbe. Se apura en alcanzar la silla detrás del escritorio, se sienta. Todavía tiene el sobre en sus manos. En su interior deben estar dos placas de tórax. Fotos azules, transparencias duras, cortantes. El cuerpo de su padre convertido en un dibujo difuso donde, sin embargo, se puede retratar la muerte con cruel nitidez. Andrés tiene miedo, aunque no es un miedo nuevo: lleva años ahí, rondándolo. Debe ser el mismo temor que sin explicaciones y, con tanta frecuencia, lo asalta brincando desde su propia sombra. Es la angustia que se detiene en su pecho algunas noches, impidiéndole dormir. Probablemente todos nacemos con un miedo así, tan impreciso como contundente. Vaga dentro de nosotros, sin saber adonde ir pero sin abandonarnos nunca. Se prepara, se educa, esperando el instante puntual en que debe aparecer. Es un presagio, una voz que todavía no sabe con claridad qué es lo que tiene que comunicarnos. Pero suena. Y es un sonido indescifrable, incomprensible, que gotea insistente, una llamada de alerta. Lleva años oyéndolo, huyendo de él, tratando de espantarlo. Nunca tuvo éxito. Ahora, esa ansiedad por fin tiene una primera forma: el rostro del jefe de radiología, esa mirada esquiva, esa expresión resignada. Andrés ha visto demasiadas veces esa mueca. Él mismo ha debido ajustársela sobre el rostro en más de una ocasión. Es la ilustración que acompaña a una mala noticia clínica, la primera cuota de un pésame ¿Está preparado para esto? No lo sabe.
Suena el teléfono. Es Karma, su secretaria. Le informa que su padre está de nuevo en la línea, ha vuelto a llamar, pregunta si ahora sí podrá atenderlo.
—¿Tan mal estoy que ya ni siquiera deseas hablar conmigo?
Así saluda su padre. En tono jocoso, por supuesto. Andrés también conoce esa forma de nerviosismo. Es todo un clásico. Muchos pacientes acuden a esa estrategia, se sitúan sobre una débil línea donde todo es medio en broma y medio en serio a la vez; intentan demostrar normalidad cuando en realidad están aterrados y no han dejado de pensar, ni un segundo, en el posible resultado de sus exámenes. Han pasado horas perseguidos por el temor a enfermedades mortales; han encontrado un dolor inédito en cada movimiento; han presentido manchas sospechosas donde antes sólo veían su piel... Pero entonces se acercan al médico tratando de fingir una peculiar naturalidad: sonríen pero parece que estuvieran a punto de llorar. Dejan caer preguntas como la que acaba de hacer su padre.
—No te llamé antes porque justo ahora me acaban de traer tus exámenes —dice Andrés.
—En principio todo está bien —dice, tocando con sus dedos el borde cerrado del sobre.