John Steinbeck - Un americano en Nueva York y en París

«Mi amigo Robert Capa ha muerto en el Norte del Viet Nam, triturado por una mina. Un panel de mi horizonte se derrumba. He trabajado con Capa, he recorrido el mundo con él. Juntos, conocimos la guerra. El hombre era valiente, era mi amigo. Con él se apaga mucha de mi alegría».

John Steinbeck. Un americano en Nueva York y en París.

Este libro es una edición argentina compilación de artículos y algún relato bastante variados. La parte de París consta de los artículos que escribió para Le Figaro cuando estuvo viviendo en París y el resto es un poco más heterogéneo incluyendo artículos sobre Nueva York, sobre el turismo, sobre las campañas electorales… en fin un poco cajón de sastre. Pero, claro, cuando el sastre es Steinbeck todo es bueno.

John Steinbeck

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Titivillus 13.04.16

John Steinbeck, 1956

Traducción: Natividad Masanes

Editor digital: Titivillus

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JOHN STEINBECK (Salinas, 1902 - Nueva York, 1968). Narrador y dramaturgo estadounidense, famoso por sus novelas que lo ubican en la primera línea de la corriente naturalista o del realismo social americano, junto a nombres como E. Caldwell y otros. Obtuvo el premio Nobel en 1962.

Estudió en la Universidad de Stanford, pero desde muy temprano tuvo que trabajar duramente como albañil, jornalero rural, agrimensor o empleado de tienda. En la década de 1930 describió la pobreza que acompañó a la Depresión económica y tuvo su primer reconocimiento crítico con la novela Tortilla Flat, en 1935.

Su estilo, heredero del naturalismo y próximo al periodismo, se sustenta sin embargo en una gran carga de emotividad en los argumentos y en el simbolismo que trasuntan las situaciones y personajes que crea, como ocurre en sus obras mayores: De ratones y hombres (1937), Las uvas de la ira (1939) y Al este del Edén (1952).

La prosa de Steinbeck tiene un fuerte componente alegórico y espiritual, y se sustenta en la piedad e interés del autor por los desfavorecidos de todo tipo, por lo que una parte de la crítica lo ha acusado de sentimentalismo e incluso de cierto ejercicio didáctico más o menos velado en algunos de sus personajes, sobre todo en las mujeres. Pese a ello, se lo ha clasificado dentro del realismo naturalista marcado por las novelas de T. Dreiser, como Una tragedia americana, naturalismo basado en la idea filosófica del determinismo histórico.

Otros le han adjudicado el mote de «novelista proletario» por su interés en las experiencias de las poblaciones de inmigrantes y los problemas de la clase obrera, añadido a su postura socialista o redentora. Por ejemplo, Las uvas de la ira ha sido catalogada como la novela más revulsiva de la década de 1930, pues provocó la reacción fervorosa y humanista de un amplio público opuesto a las clases conservadoras. Las ideas socialistas de Steinbeck estaban no obstante más relacionadas con la emancipación reformista evangélica del siglo XIX que con la literatura marxista; de ahí que su prosa, a pesar de sus mensajes humanistas, no pueda ser identificada con el realismo socialista que ya asomaba en esa época.

[1] «Estrella clara, estrella brillante, la primera estrella que he visto esta noche, haz que consiga el deseo que deseo esta noche» (oración infantil inglesa).

NUEVA York es la única gran ciudad en la que he vivido. He vivido en el campo, en una pequeña ciudad de California y en Nueva York. Desde luego, he tenido departamento en San Francisco, Méjico, Los Angeles y París, he estado en ellos meses seguidos, pero no era lo mismo. Si he de hablar de las ciudades que me han visto vivir, no puedo tratar más que de aquella pequeña ciudad californiana y de Nueva York. Es una cuestión de entrañas.

La transición entre la pequeña ciudad y Nueva York es un lento y duro nacimiento. Y si quiero escribir lo que fue para mí, no es porque crea que mi experiencia sea única, todo lo contrario. Creo que los millones de neoyorquinos que no han nacido en la ciudad, han conocido poco más o menos la misma experiencia que yo. Y estas líneas reanimarán quizás en ellos horas angustiosas y alegres de sus vidas.

Cuando, en 1925, desembarqué por primera vez en Nueva York, no había conocido nunca, todavía, una gran ciudad. En mis tiempos de estudiante, en la Universidad de Stanford, había hecho algunas visitas a San Francisco y, naturalmente, creía saberlo todo y conocerlo todo, sobre todo en el terreno del vicio en la escala de mis medios. Ahora bien, tenía veintitrés años y mis medios eran insignificantes. Llegaba por barco, turista, cien dólares. Era en el mes de noviembre. Al salir de San Francisco, tenía aún cien dólares para realizar la soldadura a mi llegada a Nueva York. Si hubiera sido algo más rico, en experiencia o en dinero, no habría invitado a mi bonita compañera de viaje a visitar La Habana de arriba abajo, en un coche de punto, y habría resistido mejor al encanto disipador de los grandes refrescos de ron, esos banquetes desbordantes de frutas sumergidas. Ya no recuerdo muy bien con qué estupendos proyectos había adornado, para conseguir aquella hermosa muchacha, nuestra llegada a Nueva York; teníamos que casarnos, seguramente, e instalarnos en un pequeño hotel particular de Park Avenue, donde tendríamos, en nuestra lista de invitados, solamente a los célebres, los bellos y los libertinos. Sea como fuere, la convencí. Ella había visto las mismas películas que yo, de las que yo había sacado mis modales. Se prestó a mi juego de mundaneidad, mientras fui solvente. Y cuando, al costear el cabo Hatteras, nuestro barco empezó a balancearse en el seno del océano ondulado, el aire perfumado del sur se transformó en cierzo helado, y yo tenía una razón más para sentirme seriamente enfriado. No tenía en el bolsillo, para lanzarme a Nueva York, más que tres dólares. Y eso significaba que el hombre de mundo que yo era no tenía siquiera con qué dar las propinas a los mozos de camarote. Me encerré con doble llave. A intervalos regulares, la chica venía a llamar a la puerta. También a ella le costaba renunciar a nuestro pequeño hotel particular.

Por un ojo de buey, vi la ciudad, y sentí un escalofrío de miedo. Tenía algo de monstruosa, con sus altos edificios como sombras chinescas contra el cielo y sus luces que atravesaban, cimbreantes, los copos de la nieve que caía. Descendí a tierra, desamparado, inquieto, con el estómago encogido de pánico.

El asunto no era realmente trágico. Tenía una hermana en Nueva York que se ganaba bien la vida. Ella tenía marido, que también se ganaba bien la vida. Pues bien, cuando, en California, viene un pariente de visita, siempre hay una buena cama esperándole, aunque sea en el desván, y se le retiene mientras quiera quedarse. Mi hermana ocupaba un departamento muy distinguido. Pero he ahí que se componía de una amplia habitación y una alcoba donde, si uno quería, y uno no quería, se podía cocinar algo sencillo. No podía pensarse en vivir con ellos. Un diván doble que, replegado, servía de sofá durante el día, ocupaba toda la superficie para cama. Mi cuñado me prestó treinta dólares y me pagó un hotel la primera noche. Al día siguiente me procuró un puesto de peón de albañil en una gran obra en construcción y encontré una habitación de un tercer piso de Fort-Green-Place, en Brooklyn. Estar más solo de lo que estuve yo entonces, es difícil. La obra era el