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John Steinbeck - Por el mar de Cortés

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John Steinbeck Por el mar de Cortés
  • Libro:
    Por el mar de Cortés
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1951
  • Índice:
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Por el mar de Cortés: resumen, descripción y anotación

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1 Cómo organiza uno una expedición Qué equipo es necesario Cuáles son los - photo 1
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¿Cómo organiza uno una expedición? ¿Qué equipo es necesario? ¿Cuáles son los peligros pequeños y los grandes? Nadie ha escrito nunca sobre esto. La información no es útil. Su organización en cambio es sencilla, tan sencilla como el proyecto de un libro bien escrito. La expedición estará incluida dentro del marco físico de partida, rumbo, puertos de escala y regreso. Todo eso se puede prever con alguna exactitud, y en las partes del mundo mejor conocidas, hasta es posible saber qué tiempo hará en determinada estación, cuánto subirán y bajarán las mareas, y la hora en que tendrán lugar. Puede saberse también qué clase de barco llevar, la cantidad de comida necesaria para la tripulación, qué medicinas se requieren normalmente… todo esto sujeto a accidente, desde luego.

Habíamos leído todos los libros disponibles sobre el golfo, pero eran pocos y en la mayoría de los casos confusos. Hacía varios años que la Carta de Navegación de la Costa no había sido corregida adecuadamente. Unos cuantos naturalistas habían ido al golfo, pero no se habían fijado en nada que no fuera su propia especialidad. Clavigero, un jesuíta del siglo dieciocho, vio más cosas que la mayoría e informó sobre ellas con mayor exactitud. Existían también algunas narraciones románticas relatadas por gente joven, que había ido al golfo en busca de aventuras, y las había encontrado. Pero de toda esta información disponible, sacamos muy poco en claro. El mar de Cortés o golfo de California es una porción de agua larga, estrecha y muy peligrosa, donde hay tempestades de gran intensidad. Los meses de marzo y abril son generalmente tranquilos y seguros. En 1940, las mareas fueron, en estos meses, muy buenas para recolectar por el litoral.

Los mapas de la región se mostraban confiados respecto a los cabos, líneas costeras y profundidad, pero al llegar al borde del litoral, se volvían apologéticos. Hay allí muchas lagunas, y su configuración sólo puede ser supuesta. La Carta de Navegación hablaba de ello como si se tratase de un espejismo. En la obra de Clavigero hallamos relatos de barcos que se habían estrellado y de corrientes perdidas. Eran cincuenta millas de un mar más temido que ningún otro. La Carta de Navegación, al igual que un científico cauteloso, hablaba de barcos y hombres extraviados, y de la inanición en las inhospitalarias costas.

En el mundo moderno, en tiempos de paz, si uno es previsor y cuidadoso, resulta bastante más difícil que se muera o quede mutilado en algún lugar extraño del Globo, que en las calles de nuestras grandes ciudades. Pero la atracción hacia el peligro persiste, y su satisfacción se llama aven tura. Sin embargo, un aventurero no siente ningún placer en cruzar el tráfico de la calle Market de San Francisco, y en cambio se toma grandes molestias para morir en los Mares del Sur. Va en canoa por aguas reputadamente desapacibles; cruza desiertos sin comida adecuada, y expone su sangre a virus extraños. Esto es aventura. Es muy posible que sus antepasados, cansados de los fastidiosos ataques de dolor de muelas, suspiraran por los viejos tiempos de los pterodáctilos.

Nosotros no sentíamos atracción por la aventura. Planeábamos recolectar animales marinos en un remoto lugar, aprovechando los días y las horas indicados por los mapas de las mareas. Para hacer esto, teníamos que evitar en lo posible la aventura. Nuestros planos, provisiones y equipo debían ser adecuados; y ninguno sentía dentro el curioso aburrimiento que crea a los aventureros o a los jugadores de bridge.

Nuestro primer problema consistía en fletar un barco. Tenía que ser lo bastante fuerte y grande como para navegar, cómodo para vivir en él seis semanas, amplio para permitirnos trabajar, y suficientemente poco profundo para entrar en las pequeñas bahías. Los jabegueros de Monterey eran ideales para este propósito. Son unos barcos de trabajo en los que se puede confiar; cuentan con dependencias cómodas y amplias habitaciones de almacenaje. Además, en marzo y abril, la estación de la sardina ha terminado, y están en paro. Pensamos que sería fácil fletar un barco así; debía de haber cerca de cien, anclados detrás de la escollera. Fuimos al muelle, e hicimos correr la voz de que estábamos buscando un barco de aquella clase. El rumor se extendió, pero no recibimos muchas ofertas. En realidad, ninguna. Poco a poco, descubrimos el estado de ánimo de sus propietarios. Se sentían inquietos por nuestro proyecto. Aquellos italianos, eslavos y japoneses, eran primordialmente pescadores de sardinas, y no aprobaban a los hombres que pescaban otras cosas. Tampoco creían en las actividades de tierra, tales como construir una carretera, trabajos de fábricas y albañilería. Esto no era cuestión de ignorancia por su parte, sino de energía. Todas las ideas y emociones de que esos hombres eran capaces se concentraban en la pesca de la sardina; no había sitio para nada más. Un ejemplo de esto ocurrió cuando estábamos en el mar. Hitler había invadido Dinamarca y se dirigía hacia Noruega. No se sabía cuándo iba a empezar la invasión de Inglaterra. Pero a pesar de que el mundo se estaba convirtiendo en un infierno, nuestra radio no funcionaba. Por fin, en medio de todo el ruido y confusión de la onda corta, uno de nuestros hombres logró establecer contacto con otro barco. La conversación fue la siguiente:

—Aquí el Western Flyer. ¿Estás ahí, Johnny?

—Sí. ¿Eres tú, Sparky?

—Sí, aquí Sparky. ¿Habéis pescado mucho?

—Sólo quince toneladas. Hemos perdido un banco. ¿Y vosotros?

—No vamos de pesca.

—¿Por qué?

—Nos dirigimos al golfo, a recoger estrellas de mar, sabandijas y bichos por el estilo.

—¿Ah, sí? Bueno, O. K. Sparky. Voy a cortar.

—Espera, Johnny. ¿Dices que sólo habéis pescado quince toneladas?

—Sí. Si hablas con mi primo, se lo dices, por favor.

—De acuerdo, Johnny. Adiós, corto.

Hitler había invadido Dinamarca y Noruega, Francia había caído, la línea Maginot estaba perdida… Nosotros no nos habíamos enterado de nada, pero en cambio sabíamos la pesca que realizaban diariamente todos los barcos en cien millas a la redonda. Así son las cosas. Cuando quisimos fletar un barco, los propietarios no desconfiaban de nosotros; ni siquiera nos escucharon, porque no podían creer que existiéramos.

Se nos estaba terminando el tiempo, y empezamos a preocuparnos. Por fin, uno de los propietarios que tenía dificultades económicas, nos ofreció su barco a un precio razonable, y cuando ya estábamos dispuestos a aceptarlo, lo subió de un modo inadmisible. Se sentía aterrorizado por lo que había hecho, y subió el precio, no para estafarnos, sino para que desistiéramos.

El problema del barco se estaba poniendo muy serio, cuando Anthony Berry entró en la bahía de Monterey con el Western Flyer. Nuestra idea no sorprendió a Tony Berry; él había alquilado su barco al Gobierno para la pesca del salmón en aguas de Alaska, y estaba acostumbrado a estos disparates. Además, era un hombre inteligente y tolerante. Nos dejaría cometer cualquier locura, siempre que: 1) pagáramos un buen precio; 2) le dijéramos adónde íbamos; 3) no insistiéramos en poner el barco en peligro; 4) volviéramos a tiempo, y 5) no le mezcláramos en ningún lío. Su barco estaba disponible, y él quería acompañarnos. Era un joven tranquilo, muy serio, y un buen capitán. Sabía algo de navegación, cosa rara en la flota pesquera, y poseía una prudencia natural que nosotros admirábamos. Su barco era nuevo, cómodo, limpio, y las máquinas estaban en perfectas condiciones. Fletamos, pues, el Western Flyer.

Tenía setenta y seis pies de eslora y veinticinco de manga; su motor, un «Diesel» de ciento sesenta y cinco caballos de vapor, le permitía navegar a una velocidad de diez nudos. En la cubierta había la habitación del capitán, la estación de radio, unos camarotes muy cómodos, y, detrás de todo esto, la cocina. Una compuerta daba al almacén de pescado, y llevaba dos botes salvavidas. Su motor daba gloria verlo, tan limpio, brillando de aceite y recién pintado de verde. La sala de máquinas tenía un aspecto impecable, y todos los instrumentos estaban colocados en su sitio. Sólo con verla, se sentía confianza en el capitán. Habíamos visto otras salas de máquinas de la flota pesquera, y ninguna igualaba la perfección de la del

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