Maan Meyers
El médico de Nueva York
Traducción de Elena Llorens
Título original: The Kingsbridge Plot
Dedicamos este libro a Joseph Meyers y Sara Goldberg Meyers, a Paul Brafman y Esther Weiss Brafman, quienes llegaron antes: inmigrantes de la isla Ellis, con pleno derecho a ser recordados en esta nación, y todos ellos héroes.
Un recuerdo afectuoso.
Damos las gracias a Lola Fiur, Rabbi Joseph Telushkin, al doctor Z. Paul Lorec, Ann Bushnell, Chris Tomasino, a la Biblioteca Pública de Nueva York, al magnífico personal de la Biblioteca de la Sociedad Histórica de Nueva York, y a William S. Ayers, antiguo director del museo Fraunces Tavern. Damos las gracias especialmente a nuestra editora, Kate Miciak, un alma amiga que alimentó nuestro sueño.
Martes 14 de noviembre. Amanecer
Había empezado a nevar temprano, antes del amanecer. Eran las primeras nieves de la temporada. Kate Schrader olió la nieve antes de verla. Despedía una fragancia que no podía explicar, que no había encontrado en ninguna otra parte.
Ya había cesado de nevar. Una espesa niebla se cernía sobre el estanque del Collect. Acaso la proximidad de éste con el pantano tenía algo que ver con el olor de la nieve.
Kate tiritaba de frío mientras encendía la chimenea. Todo estaba húmedo. Se frotó los codos y el cuello con manteca de cerdo y se ciñó el chal.
Cuando hubo conseguido encender el fuego, llenó la tetera con el agua que había quedado en el cubo. Tendría que ir a buscar más agua y, naturalmente, también más leña. Sacudió la cabeza. Se lo merecía por confiar en ese diablillo de Jonás Wheeling. Ya había amanecido hacía un rato, y aún no había aparecido. Su pobre madre, con tantos hijos y sin marido -que Dios lo tenga en su gloria-, dependía de los huevos y la leche que Jonás vendía.
Kate se envolvió el cuello con el chal, se puso un momento de espaldas a la lumbre y luego abrió la puerta trasera.
Espesa como una nube de algodón, la niebla se cernía sobre el agua cual paño mortuorio. Volvió a temblar, pero esta vez no de frío. Pensar en la muerte traía mala suerte. Debería saberlo.
Nanna lanzó un balido desde el cobertizo.
– Ya voy, ya voy.
Kate recogió el cubo de la leche que colgaba de un clavo detrás de la puerta y salió arrastrando los zuecos.
– Titas, titas, titas -llamó, y luego chasqueó la lengua.
Las gallinas estaban fuera, pero en lugar de acudir enseguida a su llamada, se entretuvieron picoteando algo que debió de parecerles mejor que el maíz.
Podían esperar. Kate entró en el cobertizo. Nanna la recibió calurosamente. Kate colocó el cubo debajo de las ubres hinchadas de la cabra y se sentó en un taburete. Nanna permaneció inmóvil mientras Kate la ordeñaba. El cubo se llenó pronto de leche caliente.
Kate regresó a la cabaña con el cubo humeante, tomó un buen trago de leche, y luego dejó el cubo en la mesa de madera. Antes de desayunar tenía que dar de comer a las gallinas. Se llenó el delantal con maíz.
Volvía a nevar; caía un finísimo polvo blanco.
– Titas, titas, titas.
Esparció el maíz por el suelo. Las gallinas seguían sin prestarle atención. Normalmente se arremolinaban a sus pies. Se acercó un poco más.
– Titas.
Quería desayunar. Les arrojó nieve de un puntapié y exclamó:
– ¡Venid aquí de una vez!
¿Qué demonios les ocurría a las gallinas? Agarró con fuerza los extremos del delantal y luego los dejó caer, derramando así el maíz en la nieve.
Las gallinas ni se inmutaron, demasiado absortas picoteando ferozmente los restos de una cabeza humana.
Martes 14 de noviembre. Muy entrada la noche
El jinete solitario tiró de la rienda de la yegua negra para que se detuviera. Apenas nevaba. A su izquierda, al otro lado del camino, vio las luces de la taberna Cross Keys; a la derecha, el establo. A unos tres metros del establo resplandecía el fuego de una hoguera, donde la gente se detenía para calentarse antes de entrar.
El caballo y su jinete eran unos desconocidos en Kingsbridge. Los aldeanos raras veces veían unas jaeces de ese estilo; el cuero y latón de la montura relucían más de lo normal. El hombre era moreno y, aunque no era aristócrata, tampoco parecía un campesino. El abrigo tenía cierto aire militar.
Después de escrutar los rostros de la gente alrededor de la hoguera, el jinete condujo el caballo hacia el establo. La yegua, contenta de apartarse de la nieve, relinchó, mostrando la dentadura. Los pesebres de la izquierda estaban ocupados. La yegua no se detuvo; siguió entusiasmada una estela de heno que había en el suelo lodoso hasta que se topó con un hombre y a punto estuvo de pisar la caja de herramientas.
El carpintero agarró la caja, pero la sierra cayó al sucio suelo. La recogió y acto seguido se volvió enojado.
– Deja esa asquerosa jaca fuera -protestó mientras retiraba el barro de la lona que cubría la sierra.
El hombre moreno no se inmutó. El animal estaba mojado, exhausto y acalorado. La yegua moriría si la dejaba fuera, sin secarla ni permitir que descansara. Tras quitarse la nieve de la cara, dio unas palmaditas en la helada ijada de la yegua.
– Tranquila, Vixen.
El animal siguió masticando estoicamente el heno.
Un jovencito robusto se interpuso en su camino, con la palma de la mano abierta.
– Dos peniques.
– Vete.
La voz y el acento del desconocido delataron su origen irlandés.
– Dos peniques para entrar, señor.
El irlandés miró ferozmente al chico. No le importaba estafar a los demás, pero nada detestaba más que le estafaran a él. Sacó un monedero de piel verde del bolsillo de la chaqueta y dejó caer una moneda en la palma de la mano del chico.
El lugar apestaba. Hombres y mujeres agitaban pañuelos perfumados en un vano intento por disipar el penetrante hedor que procedía de un montón de estiércol en descomposición situado en la parte trasera del establo.
La luz de las velas que colgaban de las paredes creaba extrañas sombras. En medio del sucio suelo se abría un ancho círculo, cercado por una verja de ramas mal entrelazadas de apenas un metro de altura. Alrededor de ella se habían dispuesto unos bancos de madera toscamente labrada. Allí había unas lámparas de aceite que proporcionaban más luz a los jugadores.
En el establo había unas veinticinco personas, entre ellas un par de mujerzuelas, una con tetas caídas, y la otra muy flaca, sin apenas pecho, y cuya tos seca se oía por encima del resto de ruidos. Los hombres y otras furcias semejantes a esas dos bebían ron o cerveza.
Un perfume penetrante se mezclaba con los olores más viles propios de la condición humana, el alcohol, el tabaco, el humo de las velas y lámparas, el estiércol en descomposición, los excrementos de aves y la sangre. Una fiesta olfativa.
Junto a las dos anchas puertas había un hombre, solo, vestido con las toscas ropas de un campesino. Un pañuelo grande atado alrededor de la cabeza ocultaba la mayor parte de su rostro colorado. Por los gemidos apagados que emitía de vez en cuando y la manera en que se golpeaba la mejilla, parecía evidente que sufría dolor de muelas.
Rechoncho, de ojos pequeños y viperinos, llevaba sombrero, aunque no peluca. Acaso no se escondía por el dolor de muelas, sino porque era muy feo. Tenía la piel viscosa como la de una serpiente.
El irlandés, al descubrirle en su escondite, se lo quedó mirando fijamente sin disimulo. Le habría dicho algo de no haber sido porque a su paso el hombre sacudió la cabeza con violencia. Indiscutiblemente, tal movimiento debió provocarle más dolor.
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