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Indro Montanelli - Garibaldi

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Indro Montanelli Garibaldi

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Capítulo primero: Niza, 1807

CAPÍTULO PRIMERO

NIZA, 1807


Cuando Garibaldi se convirtió en un personaje importante, los genealogistas alemanes se dispusieron inmediatamente a anexionárselo.

La señora Esperanza von Schwartz, conocida literariamente por Elpis Melena, lo que en griego quiere decir «Esperanza Negra», descubrió en las venas del héroe un flujo de sangre que procedía del barón Von Neuhof, una especie de Münchausen del Setecientos, que había logrado hacerse coronar —aunque fuera por poco tiempo— rey de Córcega. Una sobrina de dicho barón, según aseguraba Frau Esperanza, se había casado en Rüggeberg con un Garibaldi, abuelo de Giuseppe en quien, evidentemente, renacían las virtudes guerreras de la estirpe teutónica.

Desgraciadamente, el preboste de Rüggeberg, a quien se interpeló oportunamente, no logró descubrir en los registros de la parroquia traza alguna de dicho matrimonio. Y nadie supo nunca de dónde pudo haber recibido tal noticia la señora Von Schwartz, que sostenía con el héroe correspondencia amorosa y fue la primera en reunir sus apuntes autobiográficos. Así, pues, no nos parece del todo desatinada la sospecha de que fuese él mismo quien diera tal información. Y no por esnobismo, sino por apasionamiento por la historia. ¿Acaso no contó cierto día a Alejandro Dumas que había nacido en Niza, en la misma casa —más aún, en la misma habitación— en que cuarenta y nueve años antes viera la luz el mariscal Massena? Y tampoco esto era verdad.

Sin desanimarse en absoluto por el fallado intento de Elpis Melena, otros heraldistas germanos descubrieron que, amén del tipo físico —aquellos rubios cabellos y aquellos ojos que todos se han empeñado en ver cerúleos cuando, en realidad, eran color castaño—, Garibaldi tenía de nórdico incluso el nombre, que resultaba compuesto de Garo y bald, que en alemán arcaico significan respectivamente «guerrero» y «audaz». Fisgoneando en los archivos, uno de ellos se sacó de la manga un Garibaldi, duque de Baviera, cuya hija Teodolinda se casó con Agilulfo de Turín, que llegó a ser rey de los lombardos.

Sabido es que, si se quiere, es posible encontrar algún punto de apoyo en los ascendientes de un italiano, con todos los huéspedes que hemos tenido de paso por casa. Mas, para quedarnos en los hechos comprobados, hemos de decir que, en el caso de Garibaldi, nuestros conocimientos no van más allá del abuelo, que se llamaba Angelo María, había nacido en Chiavari y era capitán de la mar. Contrajo matrimonio con Margherita Puccio, llamada Isabella, de la cual tuvo seis hijos: cuatro varones y dos hembras. Más tarde, se trasladó con toda la nidada a Génova, en cuya ciudad se casó su primogénito (se ignora si en 1802 o en 1803) con Rosa María Nicoletta Raimondi, también ligur.

No tenemos muchas noticias acerca de este «padron Domenico», como lo llamaban en el puerto. La leyenda garibaldina ha hecho de él un viejo lobo de mar, habituado a toda clase de fatigas y riesgos. Sin embargo, parece que no fue exactamente así. Estuvo siempre al mando de barcazas que no se alejaban mucho de la costa. Domenico conocía muy bien aquellas costas, especialmente las de Liguria. Pero su «itinerario» era fijo y bastante casero: la Riviera de Levante, la Riviera de Poniente y, quizás, algunas veces, Cataluña. Pero nunca se asomó al estrecho de Gibraltar, ni parece que haya rebasado el de Mesina. Por lo que sabemos, en su carácter no había sitio para sueños de aventuras ni para incentivos corsarios. «Padron Domenico» era un marinero sedentario, un honesto practicón de agua salada, un buen hombre de escasa fantasía, de ideas estrechas, rutinario, timorato y piadoso. En el mástil de su tartana, de una sola vela, había izado un estandarte con san Jorge a caballo, y todas las mañanas se quitaba el gorro ante el pendón y hacía la señal de la cruz. Cuando, después de tantos años al servicio de los demás, consiguió tener una embarcación propia, de veintinueve toneladas, le dio el nombre de Santa Reparata, la patrona de Niza, adonde a la sazón se había trasudado. Desgraciadamente, debía de tratarse de una santa un tanto ingrata, porque nada hizo por salvar la barca confiada a su protección, la cual se hundió durante una tormenta.

Pero esto sucedió bastante después.

En Niza, el matrimonio Garibaldi encontró alojamiento en el quai Lunel, frente al puerto Lympia, en el segundo piso de una casita cuyos propietarios eran sus propios primos Gustavin, y en la que, desde luego, no había nacido Massena. Y aquí, a las seis de la mañana del 4 de julio de 1807, la señora Rosa dio a luz un hijo varón, ciudadano francés, porque Niza era entonces francesa.

El 4 de julio era ya una fecha destinada a entrar en la Historia: aquel día. Napoleón firmaba en Tilsit, a orillas del Mediterráneo, una armisticio con el zar de Rusia. La señora Rosa, que ya contaba con un varón en la familia, Angelo, hubiera preferido una niña. Y cuando le mostraron al niño, comentó: «Paciencia. Esperemos que acabe en cura. Al menos, los curas no sirven en el Ejército».

El recién nacido fue llevado al municipio doce horas después, es decir, a las seis de la tarde. Abría el reducido cortejo la comadrona con el porte-enfant y el enfant; tras ella, los dos testigos: el abuelo Angelo, ya viejo, y un amigo suyo, Honoré Blanqui, exsacerdote. La declaración fue dispuesta por el asesor François Constantin, en función de oficial del registro civil.

El bautizo fue celebrado en la iglesia de San Martín, por el rector Pío Papacin. Padrino fue un Giuseppe Garibaldi. Madrina, Giulia María Garibaldi, su hermana. Entre los presentes: el padre de la criatura, Domenico, y los primos Felice y Michele Gustavin, propietarios de la casa del quai Lunel. Entre los ausentes se hicieron notar el abuelo Angelo y su amigo Honoré que, por lo que se ve, no querían contactos con curas y parroquias. No quisiéramos seguir el ejemplo de los genealogistas alemanes, aventurando hipótesis difícilmente controlables; pero tal vez en casa de Garibaldi, como en todas las casas italianas de aquellos tiempos (y de los que han venido después), junto al filón clerical había otro de tragacuras.

Mamá Rosa formaba parte del primero, tal vez un poco por vocación y un poco por mimetismo con el marido. Tampoco acerca de ella tenemos muchas noticias. Pero las pocas que tenemos nos la pintan como una típica madre italiana, toda ternura e indulgencia. Procedía de una familia de Saboya, pero no participaba del carácter montañero, resentido y tacaño. Al contrario, era célebre por su efusiva generosidad y por la necesidad que siempre sentía de proteger a alguien. Cuando a causa de la pérdida de la Santa Reparata, su marido se halló en la calle, Rosa montó una pequeña tienda donde los clientes encontraban indefectiblemente en el puesto de la buena mujer un letrero que decía: «Vuelvo en seguida». Pero lo que ocurría era que, si volvía alguna vez, lo hacía más bien tarde. Unas veces se hallaba en el puerto repartiendo menestra a los sin trabajo; otras, estaba en casa de alguna vecina enferma, para asistirla y estar un rato de cháchara. O bien iba a la iglesia a rezar el rosario. La acusaban de tener «agujeros en las manos». Y aunque no es frecuente en las dinastías ligures que haya que ser manirrotos para ganarse esa fama, parece ser que mamá Rosa la mereció plenamente.

Treinta y un años tenía cuando vino al mundo Giussepe, nombre que, naturalmente, fue convertido a las pocas de cambio en Peppino. Angelo, el primogénito, tenía tres, y la Santa Reparata aún no había ido a parar entre los peces. El «patrón». Domenico, por lo tanto, con una familia modesta a sus espaldas, veía el porvenir bastante rosado, a pesar de Napoleón. Lo peor que podía ocurrirles a él y a los suyos era volver a ser piamonteses, si Niza, en su destino pendular, fuera readmitida alguna vez en el reino de Cerdeña. Pero, en realidad, no hubiera supuesto una gran diferencia.

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