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Varios - Historias Secretas De La Ultima Guerra Mundial

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Varios Historias Secretas De La Ultima Guerra Mundial
  • Libro:
    Historias Secretas De La Ultima Guerra Mundial
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    1960
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Historias Secretas De La Ultima Guerra Mundial: resumen, descripción y anotación

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Fascinante recopilación del Readers Digest en la que encontramos relatos en primera persona de miembros de la resistencia e historias como la caza del Bismarck, Pearl Harbor, la clave de la invasión de Normandía, el ídolo de San Vittore, la batalla de Okinawa, como murió realmente Rommel, etc. Entre las firmas de estos artículos tenemos a historiadores y personajes de la talla de Indro Montanelli, J.Edgar Hoover, la condesa de Waldeck, Ewen S.Montagu. Un libro para los amantes de la historia y de la segunda guerra mundial. Es una obra bastante polémica que sospechosamente fue retirada de librerías y quioscos (dicen que la historia de las guerras la escriben los ganadores, en este caso no es así)

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SELECCIONES DEL READER S DIGEST - MADRID

Historias secretas de la última guerra mundial

Publicado por Selecciones del Reader's Digest (Iberia) S. A.

Núñez de Balboa, 45 dup. Madrid.

Impreso por T. G. ARTE, A.-Bilbao

PRINTED IN SPAIN

Propiedad literaria reservada.

Prohibida la reproducción total o parcial.

Derechos reservados en todo el mundo.

SELECCIONES DEL READERS DIGEST, 1960.

El ídolo de San Vittore
por Indro Montanelli

La verdadera historia que originó el gran film "El general Del la Rovereprotagonizado por De Sica.

PRINCIPIA mi historia el día de marzo de 1944 en que su excelencia el general Del a Rovere, íntimo amigo del mariscal Badoglio y consejero técnico del general británico Alexander, fué llevado a la prisión de San Virtore y colocado en una celda frontera a la mía. Se empeñaba el movimiento italiano subterráneo por enronces en desorganizar la corriente de reservas alemanas que marchaban al frente del Sur. Según supe, el general había sido capturado por los nazis en una provincia del Norte en momentos en que lo ponía en tierra un submarino aliado, para asumir allí las funciones de comandante de las operaciones de guerrilla. Me causó impresión el porte aristocrático del hombre. Hasta Franz. el brutal inspector germano de la prisión, se cuadró en actitud militar de atención ante él.

De todas las "fábricas de confesiones" que tenían los alemanes en Italia, la peor era la de San Virtore. Allí se llevaba a los prisioneros del movimiento secreto italiano que habían resistido el primer interrogatorio "de rutina". Allí el comisario Mueller, de la Gestapo, y un puñado de especialistas de la SS -valiéndose de métodos celebrados en los anales de la tortura refinada-, arrancaban generalmente la información deseada hasta a los más obstinados.

Seis meses habían corrido desde el día en que me arrestaron. I labia sido "interrogado" varias veces y me hallaba ya exhausto y desalentado, siempre pensando hasta cuándo podía resistir. Fin tal situación estaba, cuando un día uno de los guardianes italianos. Ceraso. descorrió el cerrojo de la celda y me dio una sorpresa anunciándome que el general De lia Rovere deseaba verme.

La puerta de la celda del general estaba, como de costumbre, sin cerradura ninguna. Además, el distinguido prisionero disponía de un catre, en tanro que nosotros dormíamos en tablas desnudas. Inmaculadamente vestido y con su monóculo en el ojo derecho, el general me saludó corrésmente:

- ¿El capitán Montanelii? Ya sabía antes de desembarcar que lo encontraría a usted aquí. El Gobierno de Su Majestad se interesa profundamente por la suerte de usted. Confiemos en que. aun al caer delante del pelotón alemán de fusilamiento, usted sabrá cumplir con su deber, el más elemental de sus deberes como oficial. Pero, por favor, no se incomode usted.

Sólo entonces me di cuenta de que había permanecido ante él en posición de "firmes".

- Nosotros, los oficiales todos, vivimos vidas provisionales ‹;no es así? -me dijo el general-. Un oficial es, como dicen los españoles, un novio de la muerte.

Se detuvo aquí. Mientras lo veía pulir el monóculo con un pañuelo blanco, pensé que en ocasiones los apellidos reflejan la personalidad de quien los lleva. Del la Rovere significa "del roble". Y este hombre, estaba claro, era de madera muy sólida.

- A mí ya me han sentenciado -continuó el general-. ¿A usted también?

- Todavía no, excelencia -contesté casi como si quisiera excusarme.

- Ya lo condenarán -dijo-. Los alemanes son rígidos cuando esperan arrancar una confesión, pero también son caballeros en su estimación por los que se niegan a confesar. Usted no ha hablado. ¡ Muy bien hecho I Eso significa que se le hará el honor de fusilarlo de frente y no de espaldas. Le pido que persista en el silencio. Si se le somete a la tortura -no pongo en duda su fortaleza moral, pero la resistencia física tiene sus límites- le insirtúo que les dé un nombre: el mío. Sea cualquiera el acto que haya usted ejecutado, dígales que procedía en cumplimiento de órdenes mías… A propósito ¿cuáles son los cargos que le hacen?

. Se lo conté todo, sin reserva ninguna. Su excelencia me oía como me oiría un confesor. De vez en cuando movía la cabeza en señal de aprobación.

- Su caso es tan claro como el mío -dijo en cuanto hube terminado-. A ambos se nos sorprendió mientras cumplíamos órdenes superiores. El único deber que me resta por cumplir es morir luchando en el campo del honor. No ha de ser difícil, creo yo, morir decorosamente.

Cuando Ceraso me encerraba otra vez en mi celda le rogué que me mandara un barbero al siguiente día. Y aquella noche doblé con cuidado mis pantalones y los realcé el pliegue longitudinal con el listón de la ventana antes de tenderme a dormir sobte mi camastro.

Durante los días que siguieron vi que muchos prisioneros visitaban la celda del general. Al salir, todos parecían como erguidos; ninguno se mostraba ya abatido.

El ruido y el desorden en nuestro aislado sector habían disminuido. El número 215 dejó de dar los desgarradores gritos con que se lamentaba por la suerte de su mujer y sus hijos, y mostró gran compostura cuando lo llamaron al interrogatorio. Ceraso me contó que después de hablar con el general casi todos solicitaban un barbero y pedían peine y jabón. Los guardas de la prisión dieron en afeitarse a diario y aun trataban de hablar italiano castizo en vez del dialecto napolitano o siciliano. Hasta el mismo Mueller, cuando pasaba revista a la sección encomiada, refunfuñaba la mejora general en cuanto 'a disciplina y decoro.

Lo mejor de todo era que la "fábrica de confesiones" ya no las producía. Los prisioneros persistían en su obstinado silencio. Del la Rovere les daba a todos fuerzas para resistir, como si las sacara de la gran provisión de su valor. Y su experiencia de prisionero le permitía darles, además, valiosos consejos.

- Las horas más peligrosas suelen ser las primeras de la tarde -les prevenía-. El solo anhelo de distracción puede hacerles confesar.

O bien les decía:

- No se queden ustedes con la vista fija en las paredes. Cierren los ojos de cuando en cuando y las paredes perderán el poder de ahogarlos.

Censuraba a quienes descuidaban el arreglo de la persona. "La limpieza", les decía, "influye sobre la moral". Sabía que las fórmulas militares que usaban con él les afirmaban el orgullo. Por último, nunca dejó de recordarles sus deberes hacia Italia.

Alguno inquirió prudentemente cuál había sido la acritud del general durante el interrogatorio. El general se echó a reír y le contestó:

- Me interrogó mi viejo amigo el mariscal de campo Kesselring. Mi tarea era cosa sencilla porque Kesselring sabía de antemano todo lo que había que saber, con excepción, eso sí, de que me hallaba yo en un submarino británico cuando me cogieron.

- ¿Y realmente usted se fiaba de los ingleses? -dicen que le había preguntado Kesselring.

- ¿ Por qué no? -le había contestado-. ¡ Si nosotros nos hemos fiado antes de los alemanes!

En general parecía gozar mucho recordando la escaramuza.

Después de poco tiempo comenzó a correr por la prisión el rumor de que el cal general era un contraespía, un delator al servicio de los alemanes. Los guardas de la prisión, aunque salidos de la escoria del régimen de Mussclini, sintieron que ya eso traspasaba los límites de la humillación. Acordaron entre sí vigilar al general constantemente; si resultaba ser el felón que se decía estaban resueltos a estrangularlo.

En la mañana siguiente Della Rovere recibió al número 203, un comandante a quien se tenía por sabedor de infinidad de claros, pero que no había soltado palabra ninguna. Ceraso se quedó junto a la puerta de la celda y los otros guardas italianos vigilaban de cerca.

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