Indro Montanelli - Historia de la Edad Media
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- Libro:Historia de la Edad Media
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1965
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Historia de la Edad Media: resumen, descripción y anotación
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Se retrata a los protagonistas y explica, a través de ellos, las señales de sus costumbres y de su evolución. La sociedad feudal, la vida en los castillos y en los pueblos, las relaciones entre la ciudad y el campo, la nobleza guerrera y terrateniente contra la naciente burguesía urbana, la mujer, el sentimiento religioso, el grueso párroco y el monje ascético, las costumbres, la alimentación, la violencia o las supersticiones, les han interesado a los autores más que las guerras y la política.
Indro Montanelli & Roberto Gervaso
ePub r1.2
smonarde 31.08.15
Título original: L’Italia dei Secolo Bui
Indro Montanelli & Roberto Gervaso, 1965
Traducción: Francisco J. Alcántara
Editor digital: smonarde
Corrección de erratas: kraken61
ePub base r1.2
La historia de Europa empieza en China.
En aquel remoto y desconocido país se había establecido un imperio que, como el romano en Occidente y poco más o menos en los mismos siglos, había unificado el Oriente; más tarde, en su decadencia, se encontró expuesto al mismo peligro: el de los bárbaros que acechaban sus fronteras. La única diferencia era que en Roma la amenaza venía del este, en tanto que en China lo hacía del oeste.
Contra estas poblaciones nómadas y salvajes que vagaban desde el Don a Mongolia en las estepas del Asia Central, los emperadores chinos elevaron la Gran Muralla, lo mismo que los romanos habían levantado el limes; pero las murallas sirven para algo si existe un ejército que las defienda. Por sí solas, no valen nada. Hacia finales del siglo III, el ejército chino se parecía al francés de 1940, y la Gran Muralla se convirtió en un simple obstáculo de concurso hípico para los temerarios jinetes mongoles que la tomaron al asalto. Los historiadores chinos llamaron Jong-Nu a aquellos indisciplinados y atrevidos saqueadores que penetraron en su país llevando consigo el desorden, destruyéndolo todo sin construir nada, hasta que fueron expulsados por otros bárbaros. Estos, que se llamaban Juan-Juan, reunificaron poco a poco China y rechazaron más allá de la muralla a todos los invasores.
Para los Jong-Nu, condenados al nomadismo porque no tenían ninguna noción de agricultura, no quedaba otro remedio que volver a intentar en el oeste la empresa que había fracasado en el este. En aquella dirección no había grandes murallas que superar y mucho menos ejércitos que vencer. Desde Mongolia, su cuna, hasta el Elba y el Danubio no se extendían más que estepas y llanuras habitadas por escasas tribus germanas de pastores, y hacia mediados del siglo IV comenzó el gran aluvión.
En Occidente, los Jong-Nu se habían dejado ver unos dos siglos y medio antes y habían sido llamados Hunos; pero entonces eran pocos, reunidos en grupos desligados que se habían encontrado en el Don con los alanos, a los que no habían conseguido imponerse. En Roma seguramente ni siquiera tuvieron noticias de ello. En aquellos tiempos, los emperadores y el Senado se preocupaban poco de cuanto sucedía al otro lado del limes que aislaba al mundo civilizado del mar de barbarie que lo circundaba.
En el año 395, sin embargo, comenzaron a circular unos rumores alarmantes. Un oficial del ejército imperial, destinado en Tracia, llamado Amiano Marcelino, contó la aterradora aparición a orillas del Danubio de unos hombres «pequeños y toscos, imberbes como eunucos, con unas caras horribles en las que apenas pueden reconocerse los rasgos humanos. Diríase que más que hombres son bestias que caminan sobre dos patas. Llevan una casaca de tela forrada con piel de gato salvaje y pieles de cabra alrededor de las piernas. Y parecen pegados a sus caballos. Sobre ellos comen, beben, duermen reclinados en las crines, tratan sus asuntos y emprenden sus deliberaciones. Y hasta cocinan en esa posición, porque en vez de cocer la carne con que se alimentan, se limitan a entibiarla manteniéndola entre la grupa del caballo y sus propios muslos. No cultivan el campo ni conocen la casa. Descabalgan solo para ir al encuentro de sus mujeres y de sus niños, que siguen en carros su errabunda existencia de devastadores».
Estos hombres no amenazaron de inmediato y de manera directa al Imperio, sino que se detuvieron en el limes, ocupando solo un rincón de la Panonia, la actual Hungría. Su rey, Rua, se declaró dispuesto a quedarse allí si el emperador de Constantinopla se comprometía a entregarle cada año trescientas cincuenta libras de oro, y el de Occidente, a quien pertenecía la Panonia, reconocía su soberanía sobre aquel pedazo de tierra. Quizá Rua se sorprendió al ver que sus peticiones eran aceptadas con tanta prontitud. A medida que se acercaba al limes en su arrolladora cabalgada, debía de haber oído a las poblaciones germanas con las que había entrado en contacto y a las que había sometido, elogiar la fuerza del Imperio romano y de sus legiones.
Antes de encontrarse con él quiso ver desde más cerca, en aquel cómodo puesto de observación, de qué se trataba.
A primera vista, el Imperio parecía sólido y compacto como en los tiempos de Augusto. Una red de magníficas calzadas unía las frías fronteras de Escocia con los desiertos de Arabia, y en ella se desenvolvía un intenso tráfico, como el mundo no había conocido hasta entonces. Las provincias occidentales proporcionaban productos agrícolas y materias primas a las orientales, que poseían industrias florecientes. Eran el vino y el aceite de Provenza, los minerales de Hispania, el cuero, la lana y las maderas de la Galia, que salían hacia Damasco, Antioquia y Alejandría para volver en forma de tejidos, alfombras, perfumes, cosméticos, vidrio, armas y utensilios domésticos. La distribución de estos productos, es decir, el comercio, estaba prácticamente en manos de los sirios, que en cierto sentido fueron los «intermediarios» de la época y, en pequeños grupos muy bien relacionados entre sí, habían invadido Occidente. Los griegos y los egipcios proporcionaban, por su parte, el nervio de la intelligentsia y de las profesiones liberales.
Con el tiempo, esta división del trabajo entre el este y el oeste se había alterado en parte, dado que también Occidente había empezado a desarrollar una industria propia. Los grandes latifundistas, sobre todo en el Mediodía de Francia y en el valle del Rin, pensaron en invertir en manufacturas las enormes riquezas que habían acumulado.
La intensidad del tráfico y la unidad de la moneda, basada en el denario de oro que gozaba del mismo crédito en todas partes, desde Portugal a Crimea, contribuyeron poderosamente a la nivelación de las diversas provincias. Y como en todas partes reinaba la ley romana, los usos y costumbres iban haciéndose más o menos iguales. En muchos países, el idioma vernáculo —o mejor, el dialecto— había desaparecido en el uso diario para dejar paso al latín en Occidente y el griego en Oriente. El centralismo romano había triunfado sobre las resistencias locales, y Caracalla, al conceder el año 212 la plena ciudadanía a casi todos los habitantes del Imperio, no regalaba nada, sino que se limitaba a reconocer una situación de hecho.
¿Cuántos eran estos habitantes? No existe un censo concreto y preciso, pero por varios testimonios es posible deducir una cifra sorprendentemente baja: no más de ciento veinte millones, distribuidos de forma desigual, porque Oriente estaba superpoblado con respecto a Occidente. En Italia no había más de seis millones, lo que la reducía casi a un desierto, sobre todo si se tiene en cuenta que la mayoría de la población se concentraba en las ciudades: los campos estaban vacíos. Y esos seis millones de italianos ya no gozaban de ningún privilegio desde que había sido abolido el estatuto de «provinciano» y el ciudadano de Aquisgrán había sido equiparado en derechos y deberes al de Cremona, que a su vez estaba igualado al de Roma.
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