Guanlong Cao - El desván: memorias del hijo de un terrateniente chino
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- Libro:El desván: memorias del hijo de un terrateniente chino
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1996
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El desván: memorias del hijo de un terrateniente chino: resumen, descripción y anotación
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El desván: memorias del hijo de un terrateniente chino — leer online gratis el libro completo
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Vayan mis más efusivas gracias para mi amiga Nancy Moskin por su estrecha colaboración y considerables aportaciones al proceso de traducción, reescritura y revisión de este libro. Su creatividad e intenso trabajo están presentes en cada página.
Estoy muy agradecido a mi amigo Sas Carey por su enorme apoyo y aliento durante la redacción del primer borrador en Middlebury, Vermont.
Quiero expresar mi gratitud a Sheila Levine, mi editora, por su fe en este libro.
También me gustaría dar las gracias a las personas que, con total generosidad, han aportado críticas y sugerencias. Son Jean Arrowsmith, Rey Chow, Virginia Earle, Larry Johnson, Lynn y J. Robert Moskin, Doris Moskin, Monica Raymond, Richard Strassberg, y Lauraine y George Warfield.
Por último, aunque fueron los primeros en el tiempo, estoy muy reconocido a los profesores Perry Link, de la Princeton University, y John Berninghausen, del Middlebury College, introductores de mis escritos en Estados Unidos. Sin su esfuerzo mi vida nunca habría sufrido la transformación que se describe en el capítulo final de este libro.
Recuerdos del vientre
Dormí en la misma cama que mi madre hasta que tuve siete años.
Eso fue hace más de cuatro décadas, al comienzo de la de 1950, en Shanghai.
Mi madre era una mujer llenita y hermosa, de ojos muy rasgados y cejas finas, un poco como las damas palaciegas en las pinturas de la dinastía Tang. Madre sonreía rara vez, pero su sonrisa era encantadora, de dientes blancos y parejos. Tenía una cabellera espléndida. Su pelo brillaba de tal modo que estoy seguro de que, si alguna vez hubiera paseado por la Quinta Avenida de Manhattan, se le habrían acercado las chicas más elegantes de Nueva York a preguntarle la marca de su champú.
Sin embargo, madre nunca gastó dinero en jabón para lavarse el pelo. Se agenciaba en el mercado sacos de paja de arroz y los quemaba hasta reducirlos a cenizas. Cuando quería lavarse el pelo, echaba una taza de ceniza dentro de una bolsita y ponía ésta en una gran olla con agua templada. De la bolsa se filtraban unas hebras gris claro que teñían el agua del color del té Wulong. Madre decía que la ceniza tiene sosa y que la sosa es un buen detergente.
Cuando la solución estaba lista, madre introducía la cabellera en la olla. Frotaba, retorcía y estrujaba el pelo, martirizándolo hasta que se cansaba. Pero, después de aclararlo con agua, el cabello seguía tan sedoso y saludable como siempre. Y desprendía un tenue aroma a ceniza de paja que hacía soñar a su hijo menor con la fragancia del arroz.
He dicho que dormía en la misma cama que mi madre, pero en realidad nuestra casa no tenía camas. Mi familia vivía en un desván. Las dos vertientes del tejado formaban con el suelo un triángulo equilátero, una forma geométrica compacta en la que era imposible que cupiera una cama. Pero los dos ángulos agudos creaban espacios idóneos para unos jergones. En cada una de las vertientes del tejado sobresalía una gran buhardilla. El jergón que estaba bajo la buhardilla orientada al norte era para padre y mis dos hermanos mayores, Bao y Ling. Madre, mi hermana menor, Chuen, y yo usábamos el que estaba bajo la buhardilla sur. Los seis miembros de mi familia vivíamos en ese acogedor nido, lejos de nuestra tierra natal, disfrutando tranquilamente del tiempo que la gracia del cielo nos concedía.
Mi padre procedía de la provincia de Jiangxi. Era el tercer hijo de un agricultor que había vivido a orillas del lago Poyang. En los cuentos de hadas chinos el tercer hijo es siempre un poco raro. Mi padre lo era. Muy bien podría haberse quedado junto a la esposa de pies vendados que eligieron sus padres para él, haber trabajado el trozo de tierra heredado de sus antepasados, haber disfrutado en paz de su vida y haber sido enterrado, también en paz, en su tierra natal.
Sin embargo, prefirió romper con esa existencia gris y probar fortuna en diversos negocios. Por suerte o por desgracia, le fue bien e hizo dinero. Compró hectárea y media de tierra de cultivo y volvió a casarse, esta vez con una mujer de pies grandes que se convirtió en mi madre. Tuvieron cuatro hijos. Nos trasladamos a Shanghai cuando llegó la Revolución Comunista. Desde entonces padre pasó su vida, sus treinta últimos años, en el desván.
En su familia, mi madre era la hija mayor. Su padre había montado una fábrica de jabón en la provincia de Hunan. A los dieciocho años se casó con un apuesto oficial del ejército local. Un par de años después de la boda descubrió el insaciable putañeo de su marido y retornó a casa de sus padres. El oficial intentó hacerla volver, pero no lo consiguió. Mi madre vivió en casa de sus padres hasta que su marido murió en combate en Jiangxi. Fue entonces, ya con treinta años, cuando se casó con mi padre.
Madre no nos habló de esa parte de su vida hasta que yo crecí y tuve que rellenar un currículum vitae oficial, un informe biográfico que era necesario actualizar periódicamente. Para que su hijo pudiera ser veraz con el gobierno, hizo un breve relato de su propia historia. Me quedé impresionado.
Si miro hacia atrás, me parece que nunca vi dormir juntos a padre y a madre. Nunca vi siquiera la menor muestra de intimidad entre ellos. Para sus cuatro hijos, madre y padre fueron eternamente asexuales. Su función consistía en sacar adelante a unas criaturitas que venían de ninguna parte, darles comida, darles ropa y, en ocasiones, darles una buena paliza.
Madre me pertenecía.
Me pertenecía su pelo fragante a sosa. Su espalda, sus pechos, su tripa, incluso el sudor de su cuerpo en verano, todo me pertenecía.
Mi hermana, Chuen, es seis años menor que yo. Cuando yo tenía siete años ella sólo tenía uno. Al dormir, madre abrazaba siempre a Chuen y a mí me daba la espalda, pero eso no impedía en absoluto que fuera mía.
Hay unos peces llamados rémoras que viven en el mar. Las rémoras están dotadas de un disco de succión en el abdomen. Con él se sujetan al lomo de las ballenas y ya no se mueven de allí. La ballena nunca puede librarse de ellas; tampoco mi madre podía librarse de mí.
Yo me pegaba todas las noches a la espalda de mi madre. Era una espalda blanda, sin huesos. Pasaba una mano alrededor de la cintura de madre para agarrar su vientre, aún más blando.
Gordo, blando, suave y caliente, el vientre de madre concentraba todos los encantos femeninos. Cuando acunaba a mi hermana, madre doblaba las piernas y se le formaban rodetes de carne en la tripa, sólo para que mi manita los estrujara una y otra vez. Madre siempre me aguantaba. Por mucho que mortificara su vientre, incluso cuando le hundía los dedos en el ombligo, me aguantaba.
Después de juguetear un rato con su vientre me internaba hacia arriba.
Ahora está de moda la delgadez. Cuando el pecho es tan plano como la pista de un aeropuerto hacen falta señales de colores que marquen sus coordenadas exactas. Madre nunca llevó sujetador porque tenía unos pechos opulentos. Me acercaba a ellos en la oscuridad y siempre acertaba con la zona de aterrizaje.
El diámetro y peso de sus pechos sobrepasaban con mucho los de los rodetes de su estómago. Los dedos se me cansaban tras unas pocas incursiones. Entonces colocaba la mano entre ambos, y dejaba que la palma y el dorso absorbieran en sueños el calor de mi madre.
A veces mi cuerpo hacía un movimiento rítmico. El estómago se apretaba una y otra vez contra la espalda de mi madre. Entre las piernas me brotaba una especie de calor y sensación de hinchazón.
En esa época todavía mojaba la cama alguna vez, pero madre nunca me gritó ni me regañó. Al levantarse por la mañana, ponía una botella de agua caliente en la mancha de humedad de la sábana. Se elevaba un poco de vapor, mezclado con un ligero olor a orina. Es probable que mis dos hermanos lo notaran, pero nunca me sentí avergonzado. Chuen era menor que yo y todavía no había aprendido a defenderse. No tenía escapatoria. Era mi chivo expiatorio natural.
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