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William Somerset Maugham - En un biombo chino

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William Somerset Maugham En un biombo chino

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WILLIAM SOMERSET MAUGHAM París 1874-Niza 1965 Narrador y dramaturgo inglés - photo 1

WILLIAM SOMERSET MAUGHAM (París 1874-Niza 1965). Narrador y dramaturgo inglés, considerado un especialista del cuento corto. Fue médico, viajero, escritor profesional y agente secreto. Comenzó su carrera como novelista, prosiguió como dramaturgo y luego alternó el relato y la novela. Fue un escritor rico y popular: escribió veinte novelas, más de veinte piezas de teatro influidas la mayoría por O. Wilde y alrededor de cien cuentos cortos.

Su éxito comercial como novelista y más tarde como dramaturgo le permitió vivir de acuerdo con sus propios gustos; y así, pudo viajar no sólo por Europa, sino también a través de Oriente y de América. Durante la primera Guerra Mundial llevó a cabo una misión secreta en Rusia. Durante muchos años (salvo durante el paréntesis del segundo gran conflicto bélico) vivió en St. Jean-Cap Ferrat, en la Costa Azul.

Su ficción se sustenta en un agudo poder de observación y en el interés de las tramas cosmopolitas, lo que le valió tantos halagos como críticas feroces: unos lo calificaron como el más grande cuentista inglés del siglo XX mientras otros lo acusaron de escribir por dinero. Servidumbre humana (1915) es la narración con elementos autobiográficos de su aprendizaje juvenil, y en La luna y seis peniques (1919) —también traducida al español con el título de Soberbia— relató la vida del pintor Paul Gauguin. Su obra novelística culminó con El filo de la navaja (1944), el más célebre de sus títulos.

Título original On a Chinese Screen William Somerset Maugham 1922 - photo 2

Título original: On a Chinese Screen

William Somerset Maugham, 1922

Traducción: Miguel Martínez-Lage

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Notas 1 Residencia oficial de un mandarín chino por consiguiente cualquier - photo 3

Notas

[1] Residencia oficial de un mandarín chino; por consiguiente, cualquier departamento del servicio público chino, como el tsung li yamun o «Ministerio de Asuntos Exteriores» chino, fundado en 1860. (N. del T.)

[2] La debo a la amabilidad de mi amigo P. W. Davidson.

[3] La similitud fonética entre «Oh hell!» en inglés y «O ciel!» en francés permite el juego que hace el autor, irreproducible en castellano. (N. del T.)

Los largos inviernos de 1919 y 1920 fueron el marco en el que se desarrolló el viaje que William Somerset Maugham emprendió por la cuenca del río Yangzi. Más interesado en las gentes que iba encontrando a su paso que en los lugares que visitaba, dio rienda suelta a una naturaleza filosófica y sensible.

«En un biombo chino» es la refinada acumulación de los incontables pedazos de papel en los que fue tomando notas a lo largo de su periplo por China. Hilados finamente con la sabia ironía de Somerset Maugham, constituyen un conjunto poliédrico de perspicaces esbozos del comportamiento occidental perdido en la rica e inmensa civilización china. Enclaustrados en las estrechas fronteras de su pequeña parcela colonial, misioneros, cónsules, oficiales del ejército y representantes de empresas, se ven aquí amablemente ridiculizados en la medida en que se empeñan en seguir viviendo, inconscientemente, según los patrones marcados por Occidente.

William Somerset Maugham En un biombo chino Viaje por la cuenca del río Yangzi - photo 4

William Somerset Maugham

En un biombo chino

Viaje por la cuenca del río Yangzi

ePub r1.0

Titivillus 15.08.17

1. Se alza el telón

Se alza el telón

Llega uno hasta las hileras de casuchas que, a uno y otro lado del camino, conducen a las puertas de la ciudad. Son de adobe reseco, y se hallan tan deterioradas que uno tiene la sensación de que un simple soplo de viento las derribará sobre la tierra polvorienta de la que se han levantado. Una hilera de camellos cargados hasta los topes pasa con manifiesta fatiga. Tienen un aire de desdén parecido al de los especuladores que se han visto conminados a atravesar un mundo en el que son muchas las personas que no disfrutan de tanta riqueza como ellos. Un gentío de personas vestidas con andrajos azules se congrega en torno al portón, aunque se dispersa cuando un joven con gorra puntiaguda pasa al galope sobre un caballejo mongol. Una banda de chiquillos persigue a un perro cojo. Le arrojan pedazos de barro seco. Dos robustos caballeros de largas túnicas negras, de seda recamada, con sendas chaquetas de seda por encima, permanecen conversando como si nada sucediera. Los dos portan un palo, posado en el cual, con un cordel sujeto a la pata, descansa un pájaro. Han sacado a sus animalillos a tomar el fresco; amistosos los dos, comentan sus respectivos méritos. De vez en cuando, los pájaros aletean lo que da de sí la longitud del cordel y vuelven enseguida a posarse en la percha improvisada. Los dos caballeros chinos, muy sonrientes, los miran con ojos empañados por el afecto. Unos rudos muchachos gritan al forastero con voces agudas y burlonas. La muralla de la ciudad, desmoronadiza y antigua, almenada, parece la muralla de una vieja estampa que representase una ciudadela palestina tomada por los Cruzados.

Uno atraviesa el portón y accede a una estrecha calleja que jalonan muchas tiendas, las más con elegantes enrejados y rótulos vistosos en rojo y oro, elaborados relieves, que tienen una peculiar magnificencia en ruinas. Se imagina uno que en sus recónditos rincones se vende toda suerte de mercaderías extrañas, como corresponde al fabuloso Oriente. Por la acera estrecha y desigual, o por la calzada incrustada a un nivel inferior, aparece una densa multitud; los culis, con su pesada carga, piden paso a voz en cuello, con gritos breves y penetrantes. Los vendedores ambulantes pregonan sus mercancías con voces guturales.

A paso comedido, tirado por una mula lustrosa, aparece un carro pequinés. Lleva una capota azul brillante, y las ruedas y los radios, adornados con abundantes clavos. El cochero va sentado en una pértiga con las piernas colgando en el aire. Atardece, se pone el sol rojo tras el tejado amarillo, empinado, fantástico, de un templo. El carro pequinés, con la persiana bajada, pasa en silencio. Uno se pregunta quién transita en él con las piernas cruzadas. Tal vez sea un erudito, con toda la sabiduría de los clásicos en las yemas de los dedos, que acude a visitar a un amigo con el que habrá de intercambiar complicados cumplidos y charlar acerca de la edad de oro de los Tang y los Song, que ya no debe volver; tal vez sea una cantante ataviada con espléndidas sederías y un abrigo bellamente recamado, con adornos de jade en el cabello negro, citada a una fiesta en la que debe actuar e intercambiar palabras elegantes con algunos jovenzuelos suficientemente cultos para apreciar su ingenio. El carro pequinés desaparece en la oscuridad creciente: parece llevarse todos los misterios de Oriente.

10. El Rincón de la Gloria

El Rincón de la Gloria

Es una suerte de cubículo escueto en un rincón al fondo del establecimiento de un proveedor de efectos navales; se llega mediante una escalera que recuerda la de un barco por su angostura. Está dividido del resto de la tienda por una tablazón de metro y medio de altura, de modo que al sentarse en los bancos de madera que rodean la mesa se ven todas las dependencias del establecimiento. Hay rollos de maroma de diversos grosores, impermeables de hule, recias botas de agua, faroles, jamones curados y alimentos enlatados, toda suerte de licores, curiosidades que llevarse al regreso a modo de recuerdo, para regalar a hijos y esposas, amén de ropas variadas y qué sé yo qué más. Hay todo aquello que un barco de bandera extranjera podría necesitar en un puerto de Oriente. Se ve trajinar a los vendedores chinos y a los clientes; exudan un aire a la vez placentero y misterioso, como si estuvieran absortos en transacciones nefandas. Se ve quién entra en el establecimiento y, como se trata de un amigo, uno le pide que se reúna con él en el Rincón de la Gloria. A través del amplio portón se ve el sol que cae a plomo sobre los adoquines de la calle; se ve a los culis que se afanan al pasar deprisa con sus pesadas cargas. A mediodía se reúnen los asiduos: dos o tres pilotos, el capitán Thompson y el capitán Brown, viejos lobos que han surcado los mares de China durante treinta años seguidos y que ahora gozan de un cómodo alojamiento en tierra firme, el capitán de un vapor volandero con amarre en Shanghai, amén de los taipanes de dos o tres importadoras de té. El camarero permanece en silencio a la espera de los pedidos. Al cabo, trae las bebidas y el cubilete de los dados. La conversación transcurre al principio de manera harto prosaica. Se fue a pique el otro día un barco rumbo a Fuzhou. El tal Maclean, ingeniero de la An-Chan, de un tiempo a esta parte se ha forrado con el caucho. La mujer del cónsul regresa de Inglaterra a bordo del Empress. Ahora bien, cuando el cubilete ha dado la vuelta a la mesa y el perdedor ha firmado el vale, las copas están vacías y el cubilete vuelve a comenzar el cambio de manos. El camarero trae la segunda ronda. Y a esos hombres tozudos e impasibles se les suelta la lengua y se ponen a charlar a cuento del pasado. Uno de los pilotos conoció el puerto tal cual era casi cincuenta años antes. Ah, qué tiempos aquellos.

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