Q uiero darle las gracias a Micki Nuding y a todo el equipo de Gallery por creer en mí y en mi trabajo. También me gustaría expresar mi más sincero agradecimiento a Omnific Publishing por darme la oportunidad de convertir el sueño de toda una vida en una realidad. Gracias a mi agente, Amy Tannenbaum, y a la agencia de Jane Rotrosen por su infinito apoyo y orientación. Quiero trasladar mi aprecio y afecto a los muchos amigos que tengo en la Red, cuyo apoyo me ayudó a hacer realidad mi sueño. También estoy en deuda con mi familia, que me enseñó, a través del ejemplo, que el humor está en todas partes, incluso en las situaciones más inesperadas; en especial, en las más inesperadas. Y por último, pero no por ello menos importante, quiero dar las gracias a mis hijos: vosotros siempre seréis el logro del que me siento más orgullosa. Gracias por hacerme reír, por volverme loca y por haberme hecho comprender que nunca debo dejar de probar cosas nuevas.
¿ V eis a ese despojo humano que está hecho un ovillo en el sofá? ¿El que no se ha duchado y está sin afeitar? ¿El tipo que lleva esa camiseta sucia de color gris y los pantalones de chándal rotos?
Ése soy yo, Drew Evans.
Normalmente no soy así. Me refiero a que éste no es mi verdadero yo.
En la vida real siempre voy bien arreglado, mi barbilla luce un afeitado perfecto y llevo el pelo negro peinado hacia atrás de una forma que, según me han dicho, me hace parecer peligroso pero profesional. Mis trajes están hechos a mano. Y llevo unos zapatos que cuestan más que vuestro alquiler.
¿Mi apartamento, decís? Ah, sí, es donde estoy ahora. Las persianas están bajadas y los muebles cubiertos por el brillo azulado que proyecta la televisión. Las mesas y el suelo están salpicados de latas de cerveza, cajas de pizza y terrinas de helado vacías.
Sin embargo, mi apartamento no es así en realidad. El espacio en el que yo vivo está impecable; la chica de la limpieza viene dos veces a la semana. Y en él se puede encontrar hasta la última novedad, todos los juguetes de niño grande que os podáis imaginar: sistema de sonido envolvente, altavoces periféricos y un plasma enorme que pondría de rodillas a cualquier hombre. La decoración es moderna, hay mucho acero inoxidable de color negro, y todo el que pone los pies aquí comprende enseguida que está pisando territorio masculino.
Así que, como ya he dicho, lo que estáis viendo en este instante no es mi verdadero yo. Tengo la gripe.
Influenza.
¿Os habéis dado cuenta de que algunas de las peores enfermedades de la historia tienen cierto tono lírico? Palabras como malaria, colitis, cólera... ¿Creéis que lo hacen a propósito, que han buscado formas agradables de decir que te sientes como algo que ha salido del culo de tu perro?
Influenza. Si lo dices varias veces seguidas acaba sonando bien.
Por lo menos estoy bastante seguro de que eso es lo que tengo. Por eso llevo siete días encerrado en mi apartamento. Por eso he apagado el móvil y sólo me levanto del sofá para ir al baño o para recoger la comida que me trae el repartidor.
De todos modos, ¿qué? ¿Cuánto puede durar una gripe? ¿Diez días? ¿Un mes? La mía empezó hace una semana. La alarma sonó a las cinco de la mañana, como siempre. Pero en lugar de levantarme de la cama para ir a la oficina, donde soy una estrella, estampé el despertador contra la pared.
Siempre ha sido un fastidio. Un reloj estúpido con sus estúpidos pitidos.
Me di media vuelta y seguí durmiendo. Cuando por fin conseguí sacar el culo de la cama, me sentía débil y tenía náuseas. Me dolía el pecho, me dolía la cabeza... ¿Lo veis? Es la gripe, ¿no? No podía seguir durmiendo, así que me planté aquí, en mi fiel sofá. Estaba tan cómodo que decidí quedarme aquí toda la semana viendo las mejores películas de Will Ferrell en mi plasma.
Ahora mismo estoy viendo El reportero: La leyenda de Ron Burgundy. Ya la he visto dos veces, pero aún no me he reído. Ni una sola vez. Digo yo que a la tercera irá la vencida, ¿no?
Alguien llama a la puerta.
Maldito portero. ¿Para qué narices está aquí? Lo va a lamentar mucho cuando le dé el aguinaldo de Navidad este año, podéis estar seguros.
Ignoro el ruido, pero llaman otra vez.
Y otra más.
—¡Drew! ¡Drew, sé que estás ahí! ¡Abre la maldita puerta!
«Oh, no.»
Es la Perra; también conocida como mi hermana Alexandra.
Cuando digo la palabra Perra lo hago en el sentido más afectuoso posible, lo juro. Pero es exactamente lo que es: mandona, obstinada e inflexible. Voy a matar a mi portero.
—Drew, si no abres la puerta llamaré a la policía para que la echen abajo, te lo juro por Dios.
¿Veis a qué me refiero?
Agarro la almohada que llevo sobre mi regazo desde que empezó la gripe, entierro la cabeza en ella e inspiro profundamente. Huele a vainilla y a lavanda. Fresco, limpio y adictivo.
—¡Drew, ¿me oyes?!
Me cubro la cabeza con la almohada. No porque huela a... ella, sino para acallar los golpes que siguen sonando en la puerta.
—¡Estoy cogiendo el teléfono! ¡Voy a marcar! —La voz de Alexandra está preñada de advertencia, y sé que no va de farol.
Inspiro hondo y me obligo a levantarme del sofá. Tardo un buen rato en llegar hasta la puerta; cada paso que doy con mis rígidas y doloridas piernas supone un gran esfuerzo para mí.
Maldita gripe.
Abro la puerta y me preparo para la ira de la Perra. Tiene pegado a la oreja el último modelo de iPhone y lo sujeta con unos dedos coronados por una manicura perfecta. Lleva la melena rubia recogida en un simple pero elegante moño y de su hombro cuelga un bolso verde oscuro del mismo color que su falda. Lexi es una firme defensora de las combinaciones cromáticas.
Junto a ella, con un aspecto aparentemente arrepentido y un traje azul marino arrugado, está mi mejor amigo y compañero de trabajo, Matthew Fisher.
Te perdono, portero. Es Matthew quien debe morir.
—¡Dios mío! —grita Alexandra horrorizada—. ¿Qué narices te ha pasado?
Ya os he dicho que éste no es mi verdadero yo.
No le contesto. No dispongo de la energía suficiente. Me limito a dejar la puerta abierta y me lanzo boca abajo sobre mi sofá. Es suave y calentito, pero firme.
Te quiero, sofá. ¿Te lo había dicho alguna vez? Bueno, pues te lo digo ahora.
A pesar de tener los ojos enterrados en la almohada, noto cómo Alexandra y Matthew entran muy despacio en mi apartamento. Me imagino lo sorprendidos que deben de haberse quedado al ver el estado en el que se encuentra. Abandono mi capullo y me doy cuenta de que el ojo de mi mente ha dado en el blanco.