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Juliette Benzoni - El Prisionero Enmascarado

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A la muerte de su esposo en duelo con François de Beaufort, Sylvie, duquesa de Fontsomme, jura no volver a ver nunca a éste y se retira a las propiedades de su familia a criar a su hija 1tilarie y al pequeño Philippe, el secreto de cuyo nacimiento guarda celosamente. Entre los amigos que la visitan está Nicolas Fouquet, que se ha convertido en superintendente de las Finanzas del reino.Es entonces cuando el joven rey Luis XIV, que no olvida, ordena a Sylvie que se incorpore a la corte en Saint-Jean-de-Luz: va a casarse con la infanta Marie-Thérése y ella debe formar parte de las damas de la nueva reina. Durante las fiestas de celebración de la boda tiene la oportunidad de sacar de una situación comprometida a un mosquetero enamorado pero pobre, y ello le vale la amistad de D`Artagnan.. .De nuevo en París, no puede evitar a Beaufort, que parece haber recuperado el favor real, y que también ha trabado amistad con el superintendente. La ayuda de ambos resultará inestimable al sobrevenir un peligro que amenaza la vida del pequeño Philippe. Para colmo, Fouquet cae en desgracia, y el vengativo ministro Colbert se dedica a perseguir a los amigos del vencido.El peso de los secretos de Estado se hace sentir de nuevo. ¿Guardará el último de ellos una esperanza de felicidad para Sylvie?

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Juliette Benzoni

El prisionero enmascarado

ÍNDICESecreto de Estado III

Entre nosotros, el secreto está encerrado

con fuertes cadenas cuya llave está perdida, y

en una casa tapiada.

Las mil y una noches

PRIMERA PARTE

El Prisionero Enmascarado - image 1La infanta1 Las viudas Es nuestro placer y nuestra voluntad que la señora duquesa de - photo 2

1. Las viudas

«Es nuestro placer y nuestra voluntad que la señora duquesa de Fontsomme, nuestra amiga, sea agregada a la persona de nuestra futura esposa, la infanta María Teresa, como dama de palacio y como eventual sustituía de la señora duquesa de Béthune, dama de compañía. La señora duquesa de Fontsomme se reunirá con la corte en Saint-Jean-de-Luz a finales del mes de mayo para asistir allí a las fiestas de nuestra boda. Luis, por la gracia de Dios…»

Sylvie dejó que el grueso papel con las armas reales se enrollara por sí mismo. El mensajero había ido a tomar un bocado y descansar después del largo camino recorrido, porque el joven rey Luis XIV, la reina madre Ana de Austria y la corte se encontraban entonces, desde hacía varios meses, en Aix-en-Provence. Su sorpresa había sido enorme, y también su emoción. El enviado era un mosquetero -un gentilhombre, por tanto-, no un simple correo, y ese detalle daba mayor peso todavía a aquellas dos palabras, «nuestra amiga», trazadas por la pluma real. Aquella atención del joven soberano, al que había visto muy poco en los últimos años, corregía el tono seco de la orden. Porque era más que una invitación. No era concebible una respuesta distinta a la obediencia.

Pensativa, Sylvie se dispuso a reunirse con sus invitados en uno de los nuevos salones del castillo ancestral que había acabado de reconstruir hacía dieciocho meses. La duquesa se había consagrado a aquella tarea, sabedora de la importancia que tenía para su marido, desde el momento mismo en que se dio cuenta de la pesada carga que había recaído sobre ella. Gracias a Dios, ya estaba hecho, y tenía que admitir que le había gustado ver elevarse, al borde de un estanque un tanto melancólico, la elegante mansión de ladrillos rojos y piedras de un suave color cremoso que el lápiz mágico de los hermanos Le Vau había dibujado en armonía con los verdes profundos y los cielos cambiantes del viejo Vermandois. Los vestigios conservados, y remozados de la antigua fortaleza dormitaban a poca distancia, junto a la capilla donde reposaban los antepasados Fontsomme y en la que Jean, el esposo de Sylvie, dormía su último sueño.

La construcción, carente de la excesiva suntuosidad del extraordinario palacio campestre de Nicolas Fouquet, uno de los mejores amigos de la familia, poseía en cambio líneas puras, materiales nobles y sobre todo mucha, mucha luz en las grandes estancias de dorados apagados, pinturas delicadas y tapices sedosos. El conjunto revelaba un gusto exquisito, digno en todos los aspectos tanto de sus dueños en el pasado como de los del futuro.

Precisamente quien encarnaba ese futuro corría hacia ella en camisón y con los pies descalzos para lanzarse a sus faldas con tanto ímpetu que hubo de abrazarse a ellas para no caer.

— ¡Mamá, mamá! Era un mosquetero el que acaba de marcharse, ¿verdad? ¿Qué venía a hacer?

— ¡Philippe! -le riñó ella-. ¿Qué haces vestido de esa manera? ¡Tendrías que estar durmiendo desde hace rato!

— ¡Ya lo sé! Y el abate ha hecho todo lo que ha podido, porque me ha dado a leer ese libro enorme de Quinto Curcio, ¡tan aburrido! Pero no podía dormirme y he oído el galope del caballo…

— ¿Y te has levantado y has visto a un mosquetero? Eso demuestra que tienes buena vista, porque estaba cubierto de polvo. ¡Muy bien, ahora vuelve a acostarte!

Sin soltar a su madre, levantó hacia ella una mirada mimosa:

— ¡Oh, mamá, sabes muy bien que no podré dormirme nunca si no me cuentas nada! ¡No es culpa mía si soy tan curioso!

— No. Será entonces la mía -suspiró Sylvie, que no había olvidado el interés apasionado que sentía en su infancia por todo lo que le rodeaba-. ¡Vaya pues! -añadió al fin-. ¡Lee y vuelve a la cama!

Pero si había creído calmar al pequeño, se equivocaba. De inmediato éste se lanzó, con un entusiasmo desbordante, a improvisar un paso de baile que acabó con una gran reverencia.

— ¡Magnífico! ¡El rey, la corte, las fiestas…! ¡Recibid mis humildes parabienes, señora duquesa! ¡Vamos a ver mundo!

— Tú no vas a ver nada en absoluto, jovencito, más que el paisaje de todos los días y el colegio de Clermont en que ingresarás en cuanto empiece el curso.

El ardor de Philippe se apagó como la llama de una vela en una corriente de aire. Con cara de enfado, los ojos bajos y el entrecejo fruncido, preguntó:

— ¿No vamos contigo?

Estaba tan gracioso que Sylvie se echó a reír.

— ¡Claro que no! Muy pocas personas son invitadas a la boda del rey, y asistir supone un gran privilegio. Sería imposible presentarse con toda la parentela.

— Yo no soy tu parentela, soy tu hijo, como Marie es tu hija. Es bastante distinto, me parece.

Sylvie se arrodilló para abrazar aquel cuerpecillo reacio.

— ¡Tienes toda la razón, corazón mío! Sois mis hijos queridos, y lo sabéis… Pero Marie se quedará en la Visitation hasta las vacaciones, y tú irás a esperarme a Conflans con el abate de Résigny.

— ¿Y con Monsieur de Raguenel?

— No. Quiero que me acompañe. No querrás que tu madre atraviese toda Francia, por así decirlo, sola… Pero si eres bueno, podrás venir a ver la entrada en París del rey y la nueva reina. ¿Te parece bien?

Le parecía bien, pero por nada del mundo iba a rendirse tan pronto, de modo que se dejó abrazar sin devolver el beso, antes de declarar en tono puntilloso:

— Sí… creo que me parecerá bien.

Luego, bruscamente, echó los brazos al cuello de su madre, plantó en su mejilla un beso enorme y desapareció a la carrera.

Sylvie vio como la menuda silueta blanca desaparecía tras la puerta del vestíbulo. Adoraba a aquel hijo de su remordimiento y de su pecado tanto como a su bonita Marie, confiada desde hacía un año a las Damas de la Visitation para completar una educación de la que se habían encargado, a lo largo de doce años, tres gobernantas después de que la fiel Jeannette se declarara desbordada. Sólo Dios sabe, sin embargo, lo que llegó a sufrir la joven duquesa de Fontsomme cuando advirtió que el corto momento de locura y divina felicidad vivido en brazos de François iba a dar fruto. Del mismo François que acababa de matar en duelo a Jean de Fontsomme, el esposo tiernamente amado por Sylvie…

Todavía se estremecía de horror al recordar los meses que siguieron a la muerte de Jean. Primero se sintió abrumada por la pena y por un terrible sentimiento de culpabilidad. Luego llegó la vergüenza, al descubrir que estaba encinta. En ese momento había creído volverse loca. Sin la atenta vigilancia de su padrino, que no se separó de ella desde el momento en que supo el drama de Conflans, tal vez habría atentado contra su vida o contra la de un hijo que no quería. Pero con la ayuda de la maríscala de Schomberg, a la que pidió auxilio, Perceval de Raguenel consiguió que la joven superara la crisis y atendiera a razones. Entre los dos la sostuvieron, pero fue la ex Marie de Hautefort quien encontró las palabras más convincentes, por ser las más brutales:

— Si no queréis ese hijo dádmelo a mí, que nunca los tendré. ¡Pero no lo matéis! ¡No tenéis derecho a hacerlo!

— ¿Pero sí tendré el de criar bajo un nombre ilustre, al que no tiene ningún derecho, al hijo de mi amante?

— ¿Vuestro amante? ¿Por unos minutos de abandono, y cuando habéis amado a ese hombre desde vuestra infancia? La palabra me parece excesiva. Mirad las cosas desde otro punto de vista. Supongamos que ese infortunado duelo (¡otro nombre impropio, puesto que vuestra casa estaba siendo atacada!), que ese infortunado duelo nunca tuvo lugar. De todos modos estaríais embarazada. ¿Y qué diríais al esposo al que no habíais visto desde hacía varios meses?

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