Introducción
Después de muchos años escribiendo sobre la familia real, entre las preguntas que con más frecuencia se me plantean están: «¿Cómo son como pareja la reina y el duque de Edimburgo? ¿Cómo es su matrimonio? ¿Cómo son como padres y abuelos?». En resumen, si uno les despoja de toda la formalidad de la realeza y del protocolo que acompaña a esta, ¿cómo son de verdad? Con el éxito de la serie televisiva The Crown, a toda una nueva generación se le ha despertado el interés por la parte personal de sus vidas.
Al haber estado cerca de la reina y del duque durante los últimos treinta años, y haberme encontrado con ellos en muchas ocasiones, me siento capaz de proporcionar una perspectiva única de sus vidas, lo que espero haber logrado a través de las siguientes páginas. Ahora que celebran setenta años de matrimonio, no ha habido nunca mejor momento para situar su historia en el contexto del cambiante mundo que han vivido juntos.
Y es que su historia es tan fascinante como improbable. ¿Cómo logró un príncipe de Grecia, prácticamente arruinado, conquistar el corazón de la princesa más pretendida del mundo? ¿Cómo consiguió ella convencer a su padre, un rey emperador sobre cuyos dominios nunca se ponía el sol, para que diera su consentimiento? Ella era una joven casta, que pasó del cuarto de juegos al lecho marital. Él era un apuesto oficial naval de veinticinco años, independiente y carismático, pero sin dinero ni propiedades a su nombre. Él había nacido sobre la mesa del comedor de una casa de campo en la isla griega de Corfú; ella, en una gran mansión del barrio londinense de Mayfair, en un parto al que asistió sir William Joynson-Hicks, ministro del Interior.
En un mundo en el que las apariencias lo eran todo, la educación de Felipe de Grecia fue una de marcado trastorno por la realeza. Cuando se anunció su compromiso con la princesa Isabel dos años después del final de la guerra, el pueblo británico albergaba sentimientos encontrados. Muchos veían a Felipe como un cazafortunas extranjero, con claros vínculos alemanes a través de sus hermanas. En 1947, en el Reino Unido se fruncía el ceño ante cualquier atisbo de sangre extranjera, a menos que su propietario viniera envuelto en riquezas, como las grandes herederas estadounidenses que emparentaron con la aristocracia británica. El príncipe Felipe no cumplía ninguno de estos requisitos, pero, aunque la princesa era joven y hasta cierto punto ingenua, también era terca y estaba decidida a doblegar cualquier oposición a la unión con el hombre al que amaba. Debió librar una lucha ardua, pues en aquella época la clase dirigente era capaz de ejercer gran influencia, y Felipe no formaba parte de ella.
Durante los últimos setenta años, el príncipe Felipe, el más competitivo de los hombres, ha tenido que caminar dos pasos por detrás de su mujer en público. Podría haber sido un papel imposible para un hombre de su carácter, pero afortunadamente la reina es una de esas tradicionales que cree que un hombre ha de ser el señor de su casa. Siempre ha reconocido lo difícil que es, para alguien tan obsesionado con su imagen masculina como su marido, estar casado con una esposa que en todo momento tiene preferencia sobre él. Si el compromiso es el ingrediente esencial del matrimonio, este ha sido especialmente vital para la reina y el príncipe Felipe. El suyo es un mundo sorprendentemente pequeño del que no hay escapatoria. En sus asuntos personales, solo se tienen el uno al otro para buscar consuelo y apoyo. Y, al vivir siempre el uno pegado al otro, ambos deben hacer concesiones mutuas si no quieren que la vida se vuelva tan claustrofóbica que sería insoportable.
La reina y el príncipe Felipe se adaptaron en los primeros años de unión y su matrimonio ha sido un éxito gracias a ello. Siguen estando cercanos e, incluso después de siete décadas, el rostro de la reina se ilumina cuando Felipe entra en la sala. Cuando en 1952 debió tomar inesperadamente las riendas de la monarquía, se encontraba abrumada por las presiones masculinas de la corte, al tiempo que luchaba por aceptar la prematura muerte de su padre. En ese momento, sin que pareciera estar haciéndolo, el príncipe Felipe asumió el insólito papel de defensor de su mujer y se convirtió en padre y madre de sus hijos, permitiendo a la reina hacerse cargo de las obligaciones de su cargo.
Hasta ahora, año en que ha decidido anunciar que abandonaría sus funciones oficiales, la contribución del príncipe Felipe al matrimonio real y a todo lo que este implica ha pasado ampliamente desapercibida, y espero que este libro ayude a corregir esa omisión.
A lo largo de los años, la reina y el príncipe Felipe han intentado controlar la especulación e intrusión en sus vidas privadas y en las de su familia. Sin embargo, a menudo han debido enfrentarse a una prensa a la que rara vez parecía importarle si las historias eran ciertas... mientras les proporcionaran unos titulares llamativos.
El fracaso del matrimonio de su hijo y heredero, el príncipe Carlos, con la inocente lady Diana Spencer desde luego lo hizo. Fue el peor momento de su largo reinado. Ella nunca había previsto estar en la situación de tener que escribir tanto a su hijo como a su nuera para decirles que era conveniente que se divorciaran. Aquello iba contra todo lo que le habían enseñado y chocaba con sus fuertes creencias religiosas y su cargo de defensora de la fe cristiana. Las cosas empeoraron aún más con la muerte de Diana un año y un día después de que terminara el proceso de divorcio. Sin el fuerte apoyo moral de su marido, la reina bien podría haberse venido abajo, pero no lo hizo. En noviembre de 1997, tres meses después de la muerte de Diana, ambos celebraron sus bodas de oro, y ella homenajeó a su marido diciendo que había sido «su fuerza y apoyo durante todos estos años». De forma más personal, se refirió por primera vez a su «constante amor y dedicación».
El septuagenario matrimonio de Isabel y Felipe ha sobrevivido a algunas de las épocas más turbulentas de la historia de Gran Bretaña. Desde los oscuros tiempos de la posguerra a los igualmente sombríos de la época del terrorismo que ahora vivimos, la reina y el príncipe Felipe lo han visto todo. Presenciaron llenos de tristeza cómo el matrimonio de no uno sino tres de sus hijos acababa en divorcio, pero han vivido lo suficiente para ver cómo todos ellos seguían adelante. Han disfrutado de bastante salud como para ver crecer a muchos de sus nietos y pueden comenzar el mismo proceso ahora con sus bisnietos. Nadie puede pedir más. La historia de cómo lo han logrado es lo que se cuenta en este libro.
Capítulo 1
La celebración de la boda
«Lilibet es lo único en este mundo que me resulta auténtico, y mi propósito es que ambos formemos una nueva vida juntos...». Esto escribía el príncipe Felipe a los veintiséis años a su suegra dos semanas después de su matrimonio, celebrado el 20 de noviembre de 1947. Sería el modelo de su vida juntos y era tanta su pasión en aquel momento que siguió desarrollando el tema.
«¿Apreciar a Lilibet? Me pregunto si ese término basta para expresar lo que siento dentro. ¿Se aprecia simplemente el sentido del humor de alguien, o su oído musical, o sus ojos? No estoy seguro, pero sé que doy gracias a Dios por ellos y también, muy humildemente, doy gracias a Dios por Lilibet y por que estemos juntos».
Dos noches antes de la boda, siguiendo la tradición de la realeza, el rey y la reina ofrecieron un gran baile en el palacio de Buckingham. Lady Pamela Mountbatten, prima de Felipe, que se encontraba entre los mil doscientos invitados, admitió que sus recuerdos de adolescente del día de la boda habían quedado deslumbrados por aquel baile. Sin duda, fue algo memorable tras todos los años de austeridad de la posguerra. Las fincas de la familia real proporcionaron muchas piezas de caza, preparadas por los chefs, y de las bodegas se sacaron los mejores vinos y champanes. El menú, que incluyó langosta, pavo, suflé de vainilla y cerezas en brandy, se degustó sobre la vajilla de gala, y en el centro de cada mesa redonda de ocho comensales se colocó un jarrón dorado con rosas y claveles amarillos.