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Consuelo Vanderbilt Balsan - La duquesa de Marlborough

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Consuelo Vanderbilt Balsan La duquesa de Marlborough

La duquesa de Marlborough: resumen, descripción y anotación

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El testimonio de la novena duquesa de Malborough se convierte en la cróica personal de la riqueza y los usos amorosos de una época de esplendor de la nobleza británica y una perfecta recreació de la vida de la vida en la era Eduardiana. Descubre las memorias de Consuelo Vanderbilt, la mujer que podría haber inspirado a lady Grantham en Downton Abbey. Consuelo Vanderbilt es joven, guapa y se ha convertido por derecho en la heredera de una vasta fortuna. También está enamorada de un americano que la pretende pero su madre tiene otros planes para ella. Ha concertado un matrimonio con uno de los nobles más destacados de la aristocracia inglesa: el duque de Marlborough. En 1895 la joven Vanderbilt parte hacia Inglaterra como duquesa de Marlborough y se instala en el que será su nuevo hogar: Blenheim Palace. Consuelo se convierte en testigo de excepció de una sociedad cargada de luces y sombras, y la agudeza y la perspicacia de su mirada transforman cada una de sus palabras manuscritas en la cróica personal de la riqueza y los usos amorosos de una época de esplendor de la nobleza británica, y son una recreació perfecta de la vida en la era Eduardiana y un retrato fidelísimo de la personalidad de algunos de los nombres célebres de la época, como la reina Victoria, Eduardo VII, el zar Nicolás o el joven Winston Churchill. El relato fascinante de una época, de los de arriba y de los de abajo y de los secretos de la aristocracia británica de entonces.Cuadernos de Memoria es la colecció de memoirs de Aguilar. Testimonios de vida, historias de superació o realidades en primera persona que mueven al lector y lo transforman. Historias reales que se leen como una novela.La crítica y los lectores han dicho: «Consuelo Vanderbilt fue una pobre niña rica muy peculiar. Un maravilloso retrato del glamour y la magnificencia de una época dorada y un ejemplo de cómo el dinero no puede comprar el amor» Daisy Goodwin, autora de The American Heiress.«Un gran libro. Una lectura amena y reveladora acerca de un periodo de tiempo y de una familia muy influyente entonces».«Una obra magnífica que abarca los siglos XIX y XX. Consuelo Vanderbilt tuvo una vida increíble. Definitivamente el libro que te gustaría tener cerca en una isla desierta».«Un clásico genuino».

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Alfombra roja y protocolo

El 18 de septiembre de 1897 nació mi primer hijo. Habíamos arrendado Spencer House, que daba a Green Park, para el acontecimiento. Lo que correspondía era que los Churchill nacieran allí, ya que eran descendientes de la familia Spencer. Como los dos hijos varones del primer duque de Marlborough murieron sin haberse casado, una ley especial del Parlamento otorgó el derecho de sucesión a la línea femenina; y al final el hijo mayor de una de las hijas del duque, que se había casado con el conde de Sunderland, heredó el ducado.

Spencer House era una mansión del siglo XVIII decorada parcialmente por los hermanos Adam. Como los dormitorios eran pequeños, ocupé una sala que hacía esquina y desde la cama podía ver la espléndida galería con vistas a otra habitación pintada al estilo de Pompeya. Hubo noches en que me despertó una corriente repentina de aire frío; era como si se hubiera deslizado un espíritu por la habitación. Mi madre, que había venido desde América para estar conmigo, afirmaba haber visto un fantasma.

Después de que mi hijo hubiera nacido me dijo que se había quedado sorprendida por lo que ella describía como ineptitud por parte del obstetra que me había atendido; no obstante, gozaba del máximo reconocimiento en su profesión. Si comparamos los anticuados métodos que se practicaban entonces con los partos sin dolor que las mujeres tienen el privilegio de disfrutar ahora, parece como si Eva, a pesar de la maldición que cayó sobre ella, hubiera podido redimirse de su pecado original. Al despertar después de estar inconsciente una semana descubrí, para mi sorpresa, que el médico de familia estaba a mi cabecera. Lo habían mandado llamar desde Escocia, donde se encontraba de vacaciones, y había llegado justo a tiempo para ordenar la perdiz con salsa de pan y leche que sería mi primera comida, prescripción que nos costó cara, pues tenía derecho a cobrar una libra por kilómetro. Sólo entonces me di cuenta de que mi estado debía de haber sido motivo de ansiedad durante un tiempo, pero la recuperación fue rápida y el gozoso beneplácito de la familia hizo más intensa la felicidad que la maternidad me había producido.

El príncipe de Gales se había ofrecido a ser el padrino de nuestro hijo, al que, por consiguiente, se le dieron los nombres de Albert Edward (tratamos de evitar el Albert en vano), William por mi padre y John en memoria del gran duque. A pesar de todos estos nombres lo llamábamos Blandford, pues en la familia había costumbre de nombrar al heredero por su título.

El bautizo se celebró en la capilla real, en el palacio de Saint James. El sol, que entraba por la ventana del mirador, iluminaba los cálices de oro del altar, los lirios blancos en torno a la pila bautismal y las túnicas escarlata que llevaban los miembros del coro real. El príncipe de Gales, que llevaba una levita ajustada, esbozó una gentil sonrisa; mi padre, que parecía demasiado joven para asumir su nueva responsabilidad, y lady Blandford, con el bebé en los brazos, completaban el grupo de padrinos. En el banco enfrente de Marlborough, sus hermanas y yo, estaba sentada la hermana de lady Blandford, la duquesa de Buccleuch. Como camarera mayor de la reina Victoria, era muy consciente de la dignidad de su rango y de su posición. Cuando a nuestra ama de llaves, que estaba espléndida vestida de satén negro, la acomodaron en un asiento junto al suyo, vi con preocupación su reacción de sorpresa, porque jamás hubiera supuesto que nadie con un rango inferior a una duquesa compartiría su banco en la iglesia, y trató en vano de situar a la recién llegada entre las veintisiete familias ducales que se enorgullecía de conocer. Su estupefacción era tan visible que a duras penas pudimos contener las risas. Sólo nuestra ama de llaves, exhibiendo una gran dignidad, se mantuvo impasible.

Durante mi convalecencia Marlborough había conocido a una joven llamada Gladys Deacon, que había llegado a Londres de visita desde París, donde vivía con su madre y hermanas. Gladys Deacon era una muchacha hermosa que poseía una inteligencia magnífica. Dotada de una extraordinaria capacidad de conversación, podía extenderse sobre cualquier tema de forma interesante y divertida. Enseguida me cautivó su compañía e iniciamos una amistad que duraría años.

Cuando me recuperé, volvimos a Blenheim y a la rutina de las fiestas en casa, y yo volví a las obligaciones propias de la dueña de un castillo. La responsabilidad añadida de la maternidad se hizo fácil por la robusta salud de mi bebé; y la felicidad que me aportaba aligeraba la melancolía que proyectaba nuestro hogar palaciego. Pero a continuación pasamos otro crudo invierno en Leicestershire mientras esperaba el nacimiento de mi segundo hijo.

Ivor nació el otoño siguiente. Habíamos arrendado Hampden House al duque de Abercorn y mi suegra me saludó allí, cuando estaba tumbada en la cama, exhausta pero contenta, con un «Estás hecha una pequeña roca. Las mujeres americanas parecen tener hijos varones con más facilidad que nosotras». Así pues, tras haber cumplido mi tarea, sentí que ahora me debería estar permitido disfrutar de algunos placeres de la vida.

Aquel tercer invierno en Leicestershire pude ir de caza, se acabaron los paseos por la calzada principal. Siempre recordaré mi primer encuentro con los sabuesos de Quorn cuando, perfectamente equipada con un traje de equitación de Busvine, sombrero de copa y velo, monté a Greyling, temblando por dentro de emoción y miedo. Marlborough, como ya he dicho, era un buen jinete y dependía de mí seguirlo. En aquella época las damas montaban a mujeriegas y las mujeres de Leicestershire eran grandes amazonas. La señora de Willie Lawson, a la que se conocía por el apelativo de Piernas por la longitud de las suyas, la señorita Doods Naylor, lady Angela Forbes y muchas otras me observaban críticamente y hasta entonces, gracias a mi sastre y a mi buena montura, no habían encontrado nada errado. Pero la gran prueba todavía estaba por llegar. Los perros de caza se adentraron en la espesura. Entonces vino la espera, con un viento frío que me dejó amoratada y entumecida, mientras Greyling temblaba con las orejas levantadas en alerta, pendiente del momento de descubrir la pieza. De repente llegó ese momento con el emocionante aullido de los sabuesos que participaban en la caza y nos dimos cuenta de que estábamos en el lado apropiado de los matorrales. Había una verja hacia la cual se agolpaba la multitud; también había una valla debajo de unas ramas que formaban un arco con una caída hacia el otro lado. Marlborough eligió la valla. Lo seguí con el corazón en la boca. Greyling saltó a la perfección y yo me agaché a tiempo para evitar las ramas. Cuando miré hacia atrás y oí a Angela Forbes decir: «No voy a pasar por ese sitio tan horrible», sentí que el día había empezado con buenos auspicios. Qué lástima que tuviéramos que hacer semejante carrera o más bien que mi fortaleza no durara. Debía de haber saltado ya al menos una veintena de esas vallas de estacas sobre las que Greyling parecía volar, rozándolas apenas como el inteligente caballo de caza que era cuando, exhausta por ese ejercicio inusual, lo frené y vi pasar la partida de cacería con pesar. Recuerdo a lord Lonsdale que, alabando de pasada mi gallardo debut, creyó necesario explicar que lo habían retenido un caballo sin jinete y una dama sin caballo. Pero fue nuestro mozo de cuadra el que me dio más satisfacción con sus elogios y con el orgullo que mostró por el comportamiento de Greyling . «Lo dejó realmente libre», dijo, «y es un magnífico caballo de saltos».

Jamás me hice adicta a las cacerías, y durante aquellos inviernos de Leicestershire, privada de compañía afable, mi interés principal fue la lectura. Mis bebés eran demasiado pequeños para pasar conmigo más horas de las que una niñera inglesa da a una madre el privilegio de disfrutar de la compañía de sus hijos. Me rodeaba una soledad horrible. Los informes de nuestro agente en Blenheim daban cuenta del desempleo existente y del hambre y la miseria que conllevaba. Cuando anuncié mi deseo de dar trabajo a los desempleados, mi anhelo fue etiquetado de socialismo sentimental; pero incapaz de reconciliar nuestra vida desahogada con las penurias de aquellos que, aunque no eran empleados nuestros, no dejaban de ser nuestros vecinos, envié fondos para instituir una labor de socorro. Por desgracia los hombres, agradecidos por la ayuda que se les había dado, enviaron una carta de agradecimiento a mi marido, que para su sorpresa e indignación descubrió que las carreteras de su propiedad habían sido arregladas y su generosidad, ensalzada. Sólo entonces descubrí lo mucho que le molestaba que yo hubiera actuado de forma tan independiente, y si hubiera cometido un delito de lesa majestad, no habría sido tenido por más grave. Por fin terminó el largo invierno y regresamos a casa.

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