Susan Elizabeth Phillips
Nacida Para Seducir
No todos los días se encontraba uno con un castor sin cabeza, caminando por el arcén de la carretera, ni siquiera Dean Robillard.
– Hijo de… -Pisó de golpe el freno de su Aston Martin Vanquish recién estrenado y detuvo el coche justo al lado.
La castora caminaba en línea recta, con la gran cola plana rebotando en la carretera y la respingona naricita apuntando bien alto. Parecía bastante enfadada.
Y, definitivamente era una castora, porque al tener la cabeza descubierta, podía ver que llevaba el sudoroso pelo oscuro recogido en una descuidada coleta corta. Como Dean llevaba rato rezando para que apareciera alguna pequeña distracción, abrió la puerta y bajó con rapidez a la carretera de Colorado. Su último par de botas de Dolce & Gabbana fue lo primero que salió, luego siguió el resto, todo un metro noventa de duro músculo, reflejos muy afilados y esplendorosa belleza… o, al menos, eso le gustaba decir a su agente publicitario. Y si bien era cierto que Dean no era tan vanidoso como la gente se pensaba, dejaba que lo creyeran para evitar así que se le acercaran demasiado.
– Señora, eh… ¿necesita que le eche una mano?
Las patas no bajaron el ritmo.
– ¿Tiene un arma?
– Aquí no.
– Entonces usted no me sirve de nada.
Y siguió caminando.
Dean sonrió ampliamente y echó a andar tras ella. Con sus larguísimas piernas sólo necesitó un par de zancadas para ponerse a la altura de las cortas patas peludas.
– Bonito día -dijo él-. Demasiado calor para estas alturas de mayo, pero no me puedo quejar.
Ella le fulminó con unos grandes ojos de pirulí violeta, por lo visto una de las pocas cosas redondas que observaba en esa cara. El resto, según pudo apreciar, era todo planos y delicados contrapuntos: unos pómulos marcados en contraposición a una pequeña nariz respingona y una barbilla tan afilada que bien podría cortar el cristal. Pero después de todo, tampoco parecía tan peligrosa. Un voluptuoso arco llamaba la atención sobre un labio carnoso. El labio inferior era incluso más exuberante y daba la impresión que de alguna manera ella se había escapado de un libro de rimas infantiles de Mamá Ganso, no apto para menores.
– Una estrella de cine -dijo ella con un deje de burla-. Vaya suerte la mía.
– ¿Por qué piensa que soy una estrella de cine?
– Usted es todavía más guapo que mis amigas.
– Es una maldición.
– ¿No le da vergüenza?
– Son cosas que uno termina por aceptar.
– Tío… -gruñó contrariada.
– Me llamo Heath -dijo él, mientras ella seguía andando-. Heath Champion.
– Parece un nombre falso.
Lo era, pero no de la forma que ella pensaba.
– ¿Para qué necesita un arma? -preguntó Dean.
– Para cargarme a mi ex novio.
– ¿ Fue él quien le escogió el vestuario?
Su gran cola golpeó la pierna de Dean cuando se giró hacia él.
– Piérdase, ¿vale?
– ¿Y perderme la diversión?
Ella dirigió la vista al coche deportivo; el sinuoso y letal Aston Martin Vanquish negro con un motor de doce válvulas. Esa preciosidad le había costado doscientos mil dólares, una fruslería para sus bolsillos. Ser el quarterback de los Chicago Stars era muy parecido a ser dueño de un banco.
Ella casi se sacó un ojo al apartarse un mechón de pelo de la mejilla con un gesto brusco de la pata, que no parecía ser desmontable.
– Podría llevarme en el coche.
– ¿Me roería la tapicería?
– Deje de meterse conmigo.
– Usted perdone. -Por primera vez en el día, se alegró de haber decidido salir de la interestatal. Señaló el coche con la cabeza-. Venga, suba.
Aunque había sido idea suya, ella vaciló. Finalmente, lo siguió arrastrando los pies. Debería haberla ayudado a entrar -incluso le abrió la puerta-, pero se limitó a observarla divertido.
Lo más difícil era meter la cola. Esa cosa estaba llena de muelles y al intentar sentarse en el asiento de cuero del copiloto, le rebotó en la cabeza. Se sintió tan frustrada que intentó arrancársela de un tirón y, al no conseguirlo, empezó a patalear.
Él se rascó la barbilla.
– ¿No está siendo un poco ruda con el viejo castor?
– ¡Ya está bien! -Y comenzó a alejarse por la carretera.
Dean sonrió ampliamente y le gritó:
– ¡Lo siento! No me extraña que las mujeres no respeten a los hombres. Me avergüenzo de mi comportamiento. Vamos, deje que la ayude.
La observó debatirse entre el orgullo y la necesidad, y no se sorprendió al darse cuenta de cuál de las dos emociones había ganado. Al regresar a su lado, permitió que la ayudara a doblar la cola. Mientras ella se la apretaba firmemente contra el pecho, él la ayudó a sentarse. Tuvo que hacerlo sobre una nalga y mirar por un lado de la cola para poder ver por el parabrisas. Él se puso detrás del volante. El disfraz de castor desprendía un olor almizcleño que le recordaba al olor del vestuario del instituto. Abrió un par de centímetros la ventanilla antes de dar marcha atrás e incorporarse de nuevo en la carretera.
– ¿Adónde nos dirigimos?
– Siga hacia delante unos dos kilómetros. Luego gire a la derecha hacia la Iglesia Bíblica del Espíritu y la Vida.
Ella sudaba como un linebacker bajo todo ese pelaje maloliente y él puso el aire acondicionado a tope.
– ¿Es fácil encontrar trabajo como castor?
La mirada burlona que ella le dirigió le indicó claramente que sabía que se estaba divirtiendo a su costa.
– Estaba haciendo una promoción para la tienda de bricolaje El Gran Castor de Ben, ¿vale?
– ¿Cuando dice promoción quiere decir…?
– Al parecer el negocio no marcha todo lo bien que debiera, o por lo menos, eso es lo que me dijeron. Llegué a la ciudad hace nueve días. -Señaló con la cabeza-. Esta carretera conduce a Rawlins Creek y a la tienda de bricolaje de Ben. Esa autopista de ahí atrás, la de los cuatro carriles, conduce a la tienda de bricolaje Home Depot.
– Ya empiezo a entenderlo.
– Exacto. Cada fin de semana, Ben contrata a alguien para que se pasee por la carretera con carteles que anuncian los negocios que hay de camino a su tienda y así atraer compradores. He sido la última en picar.
– La recién llegada a la ciudad.
– Es difícil encontrar a alguien lo suficientemente desesperado como para hacer el trabajo dos fines de semana seguidos.
– ¿Y el cartel? No importa. Lo habrá dejado con la cabeza.
– Era imposible regresar a la ciudad con la cabeza puesta.
Lo dijo como si él fuera corto de entendederas. Dean sospechaba que esa mujer ni siquiera habría intentado regresar al pueblo con el disfraz puesto si llevara ropa debajo.
– No he visto ningún coche por la carretera -dijo él-. ¿Cómo llegó hasta allí?
– Me llevó la mujer del dueño después de que mi Camaro escogiera precisamente este día para pasar a mejor vida. Se suponía que tenía que venir a buscarme hace una hora, pero no apareció. Estaba tratando de decidir qué hacer cuando de pronto vi al rey de los gilipollas en el Ford Focus que yo misma le ayudé a pagar.
– ¿Su novio?
– Ex novio.
– El que quiere asesinar.
– No estoy bromeando. -Miró por el lado de la cola-. Allí está la iglesia. Gire a la derecha.
– ¿Si la llevo al lugar del crimen, me convertiré en su cómplice?
– Sólo si quiere.
– Claro. ¿Por qué no? -Giró en la calle llena de baches que conducía a un barrio residencial de clase media donde la mayoría de las destartaladas casas estilo rancho estaban rodeadas de hierbajos. Aunque Rawlins Creek estaba sólo a unos treinta kilómetros al este de Denver, no corría peligro de convertirse en una ciudad dormitorio popular.
– Es esa casa verde con el cartel en el patio -dijo ella.
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