Susan Elizabeth Phillips
Este corazón mío
Título original: This Heart of Mine
Gracias a todos aquellos que han colaborado conmigo aportando datos de primera mano y su experiencia personal, especialmente Steve Axelrod, Jill Barnett, Christine Foutris, Ann Maxwell, Bill Phillips, John Roscich, Betty Schulte, las mamás de Windy City RWA y Chris Zars. Gracias también al incomparable equipo Creative Fest de Jennifer Crusie, Jennifer Greene, Cathie Linz, Lindsay Longford y Suzette Vann. Barbara Jepson ha simplificado incalculablemente mi vida. Carrie Feron continúa ganándose mi inextinguible gratitud con su sabiduría, su amistad y sus consejos editoriales. Tengo una deuda enorme con toda la gente de Morrow/Avon, que tanto ha hecho por mí. Gracias, Ty, por prestarle a Molly tu piso, y gracias también a ti, Zach, por escribir canciones de amor tan preciosas para Kevin y Molly. Sobre todo, gracias a mis lectores por insistir en que Kevin tuviera su propia historia. Para poder contarla, me he permitido unas cuantas licencias con el paso del tiempo y las edades de los personajes relacionados con el equipo de fútbol americano Chicago Stars. Espero que todos aquellos que os fijáis en este tipo de detalles sepáis perdonarme.
SUSAN ELIZABETH PHILLIPS
www.susanephillips.com
Daphne la Conejita estaba admirando su reluciente esmalte violeta de uñas cuando Benny el Tejón pasó zumbando montado en su bicicleta de montaña roja y la hizo caer de cuatro patas.
– ¡Maldito tejón fastidioso! -exclamó-.Alguien tendría que desinflarte las ruedas.
Daphne se cae de bruces
El día que Kevin Tucker estuvo a punto de matarla, Molly Somerville renunció para siempre al amor no correspondido.
Estaba esquivando las placas de hielo del aparcamiento de las oficinas de los Chicago Stars cuando Kevin salió rugiendo de la nada en su novísimo Ferrari 355 Spider de color rojo valorado en 140.000 dólares. El coche, envuelto en el sonido chirriante de los frenos y el rugido del motor, dobló la esquina salpicando fango. Mientras intentaba esquivarlo, Molly perdió el equilibrio, topó con el guardabarros del Lexus de su cuñado y cayó entre una nube de gases del tubo de escape.
Kevin Tucker ni siquiera redujo la velocidad.
Molly se quedó mirando cómo se alejaban las luces traseras, apretó los dientes y se puso en pie. Una de las perneras de sus carísimo pantalones Comme des Garlons se había manchado de nieve sucia y barro, su bolso Prada estaba hecho un asco y una de sus botas italianas tenía un arañazo.
– ¡Maldito futbolista fastidioso! -murmuró entre dientes-. Alguien tendría que desinflarte las pelotas.
¡Él ni siquiera la había visto, y por descontado no se había fijado en que había estado a punto de matarla! Aunque, por supuesto, eso no era ninguna novedad. Kevin Tucker no se había fijado en ella desde que empezó a jugar en el equipo de fútbol de los Chicago Stars.
Daphne se sacudió el polvo de la pelusa de su colita de algodón, se limpió el fango de sus brillantes escarpines azules y decidió comprarse el par de patines más rápidos del mundo. Tan rápidos como para poder atrapar a Benny y su bicicleta de montaña…
Molly contempló durante unos pocos segundos la posibilidad de perseguir a Kevin en el Volkswagen Escarabajo de color chartreuse que se había comprado tras vender su mercedes, pero ni siquiera su fértil imaginación podía conjurar una conclusión satisfactoria para aquella escena. Mientras se dirigía a la entrada principal de las oficinas de los Stars, sacudió la cabeza avergonzada de sí misma. Ese tipo era atolondrado y superficial, y sólo le importaba el fútbol. Punto: se habían acabado los amores no correspondidos.
No es que fuera realmente amor lo que sentía por aquel patán. Más bien se trataba de un patético encaprichamiento, cosa que podría ser excusable a los dieciséis años, pero que resultaba ridícula en una mujer de veintisiete años con prácticamente el coeficiente intelectual de un genio.
Vaya genio.
Una ráfaga de aire caliente la envolvió mientras se disponía a cruzar la serie de puertas de cristal que, decoradas con el escudo del equipo, consistente en tres estrellas doradas superpuestas sobre un óvalo azul celeste, conducían al vestíbulo. Molly ya no pasaba en las oficinas de los Chicago Stars tanto tiempo como lo había hecho cuando todavía iba al instituto. Incluso entonces se sentía como una extraña. Era una romántica empedernida, y realmente prefería leer una buena novela o perderse en un museo que ver deportes de contacto. Naturalmente era una acérrima aficionada de los Stars, pero su lealtad era más producto de su entorno familiar que de una inclinación natural. El sudor, la sangre y el choque violento de hombreras eran algo tan extraño para su naturaleza como… bueno… como Kevin Tucker.
– ¡Tía Molly!
– ¡Te estábamos esperando!
– ¡No te imaginarías nunca lo que ha ocurrido!
Molly sonrió mientras sus hermosas sobrinas de once años entraban corriendo en el vestíbulo, con sus rubias melenas al viento.
Tess y Julie parecían versiones en miniatura de su madre, Phoebe, la hermana mayor de Molly. Las niñas eran mellizas idénticas, aunque Tess llevaba unos vaqueros y una camiseta holgada de los Stars, y Julie iba enfundada en unos estrechos pantalones negros y un jersey rosa. Ambas eran atléticas, pero a Julie le encantaba el ballet y Tess triunfaba con los deportes en equipo. Gracias a su naturaleza alegre y optimista, las mellizas Calebow eran muy populares entre sus compañeros de clase; sus padres, en cambio, vivían con el corazón en un puño, ya que ninguna de las dos niñas rechazaba jamás un desafío.
Las niñas se detuvieron de pronto soltando un chillido. Fuera lo que fuera lo que querían contarle a su tía Molly, se les fue de la cabeza en cuanto vieron su pelo.
– ¡Dios mío, es rojo!
– ¡Rojísimo!
– ¡Es genial! ¿Por qué no nos lo habías dicho?
– Fue una especie de impulso -contestó Molly.
– ¡Yo también me teñiré el pelo así! -anunció Julie.
– No es una gran idea -dijo Molly enseguida-. Bueno, ¿qué era eso que ibais a decirme?
– Papá está como loco -declaró Tess con los ojos muy abiertos.
Julie abrió los ojos aún más.
– El tío Ron y él han vuelto a discutir con Kevin. Aunque minutos antes le había dado la espalda para siempre al amor no correspondido, Molly aguzó los oídos.
– ¿Qué ha hecho Kevin? Además de estar a punto de atropellarme, claro.
– ¿Eso ha hecho?
– No importa. Contadme. Julie tomó aire.
– Se fue a Denver a saltar en caída libre antes del partido contra los Broncos.
– Dios mío… -dijo Molly con el corazón encogido.
– ¡Papá acaba de enterarse y le ha multado con diez mil dólares!
– Vaya.
Que Molly supiera, era la primera vez que multaban a Kevin. Las temeridades impropias del quarterback habían empezado antes del inicio de la pretemporada, en julio, cuando se había aventurado a participar en una carrera de motocross para aficionados y había acabado con un esguince de muñeca. Era impropio de él hacer nada que pudiera poner en peligro su rendimiento en el campo, así que todo el mundo se había mostrado comprensivo, especialmente Dan, que consideraba a Kevin un consumado profesional.
La actitud de Dan, sin embargo, había empezado a cambiar cuando le habían llegado rumores de que durante la temporada regular Kevin había estado practicando el parapente en Monument Valley. Poco después de eso, el futbolista se había comprado el potentísimo Ferrari Spider que había hecho caer a Molly en el aparcamiento. Al siguiente mes, el Sun-Times había informado de que Kevin había salido de Chicago, tras la charla del lunes posterior al partido, para volar hasta Idaho a practicar el esquí acuático con parapente en Sun Valley. Como Kevin no había sufrido ningún daño, Dan sólo le había advertido. Pero era evidente que el reciente incidente con el salto en caída libre había colmado el vaso de la paciencia de su cuñado.
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