Rachel Gibson
Debe Ser Amor
Título original: It Must Be Love
Traducción: María José Losada Rey y Rufina Moreno Ceballos
© 2000 by Rachel Gibson
Este libro está dedicado con todo mi amor
a mis hermanos y hermanas:
María Kae Larson,
Un gran corazón en tan pequeño frasco,
una conductora experta y una amazona entusiasta.
Tenías los mejores pendientes que una
hermana pequeña podía mangar.
Keith Reed,
Gracias por los 25 pavos con los que pagué
La peluquería en el '77 para poder parecerme a Farrah.
Cuando te fuiste dejaste un gran vacío en mi corazón.
Te echo de menos todos los días.
Ferry Rogers,
Una bella persona por dentro y por fuera
con un talento especial para las canciones sin sentido.
Al Reed,
Un ávido cazador y un buen hombre.
Siempre me he enorgullecido de llamarte hermano,
salvo cuando encontré a la Barbie Malibú
colgando del techo con agujas clavadas en los ojos.
Crecer en la calle Resseguie con todos vosotros
fue absolutamente maravilloso.
Me gustaría expresar mi más profunda gratitud a las siguientes personas por su aportación en este libro: al detective Shane Hartgrove que me ayudó desde el principio y contestó a mis preguntas sin reírse demasiado; a Candis Terry, un excepcional escritor, por ayudarme a redactar preguntas de poli; al oficial John Terry, que me dejó tocar sus esposas y me enseñó su chaleco antibalas; al doctor Paul Collins por dedicar tiempo para hablarme sobre las heridas de bala y la presión barométrica; y, especialmente, a mi mejor amiga, Stef Ann Holm, que me dice la verdad (incluso cuando no quiero oírla). Y mil gracias a Lucia Macro que entendió que necesitaba más tiempo y no dudó en proporcionármelo.
El detective Joseph Shanahan odiaba la lluvia. La odiaba casi tanto como a los sucios maleantes, a los acicalados abogados defensores y a los gansos estúpidos. Los primeros eran escoria, los segundos las más bajas alimañas y los terceros, una vergüenza para el resto de las aves.
Colocó el pie en el parachoques delantero de un Chevy beis, se inclinó hacia delante y estiró los músculos. No necesitaba ver las nubes de color plomo que se formaban sobre Ann Morrison Park para saber que estaba a punto de caer un buen aguacero. El dolor sordo del muslo derecho era un claro indicio de que hoy, simplemente, no iba a ser su día.
Cuando sintió que los estiramientos habían calentado sus músculos, cambió de pierna. La mayoría de los días el único recuerdo del disparo de la 9 mm que le había desgarrado la carne cambiándole la vida para siempre, era la cicatriz de quince centímetros que le atravesaba el muslo. Después de nueve meses, e incontables horas de intensa fisioterapia, pudo olvidar al fin la placa y los tornillos del fémur. A no ser que la lluvia o los cambios en la presión barométrica le diesen la lata.
Joe se enderezó y giró la cabeza de un lado a otro como un boxeador. Luego buscó en el bolsillo de los pantalones que él mismo había cortado- un paquete de Marlboro. Sacó un cigarrillo y lo encendió con un Zippo. Por encima de la llama del mechero vio que, a menos de medio metro, un ganso blanco clavaba los ojos en él. El ave se acercó bamboleándose, estiró su largo cuello y graznó mostrando su lengua rosada a través del pico anaranjado.
Con un golpe de muñeca Joe cerró el Zippo y metió el paquete y el mechero en el bolsillo. Exhaló una larga bocanada de humo mientras el ganso agachaba la cabeza fijando sus pequeños y brillantes ojos en las pelotas de Joe.
– Ni se te ocurra, bicho, o te patearé como a un balón de fútbol.
Durante unos tensos segundos se sostuvieron la mirada, luego el ave echó la cabeza hacia atrás, giró sobre los pies palmeados y se alejó bamboleándose, lanzando una última mirada a Joe antes de saltar la cuneta para reunirse con los demás gansos.
– Cobarde -masculló sin apartar la mirada del ave.
Incluso más que la lluvia, la presión atmosférica, o los astutos abogados a Joe le desagradaban los chivatos de la poli. Conocía a más de uno que no dudaría en joder a su esposa, madre o mejor amigo por salvar su lamentable culo. Le debía la cicatriz de la pierna a su último informante, Robby Martin.
La duplicidad de Robby le había costado a Joe un pedazo de su cuerpo y el trabajo que más le gustaba. En cambio al joven camello le había costado la vida.
Joe se apoyó contra el lateral de un Caprice de color indefinido y dio una honda calada al cigarrillo. El humo le quemó la garganta llenándole los pulmones de alquitrán y nicotina. La nicotina calmó su ansiedad como la caricia suave de una amante. Sin embargo, en lo que a él concernía, sólo había una cosa mejor que llenar los pulmones de toxinas.
Por desgracia, no había disfrutado de eso desde que había roto su relación con Wendy, su última novia. Wendy había sido una gran cocinera y la ropa ceñida le quedaba genial, pero no podía compartir el futuro con una mujer que se había puesto histérica por haberse olvidado del día que cumplían dos meses juntos acusándolo de ser «poco romántico». Caramba, era tan romántico como el que más, aunque eso no quería decir que tuviera que comportarse como un bobo y un estúpido todo el tiempo.
Joe dio otra larga calada. Incluso aunque no hubiera ocurrido la cagada del aniversario, la relación con Wendy no habría llegado a ninguna parte. No había entendido que necesitaba pasar tiempo con Sam. Se había sentido muy celosa de su loro, pero si Joe no prestaba atención a Sam, éste acabaría por comerse los muebles.
Joe exhaló lentamente y observó el humo suspendido frente a su cara. Había dejado de fumar hacía tres meses y ya había vuelto a caer en el vicio. Pero hoy no podía dejarlo. Ni probablemente mañana. Tenía un buen motivo para ello.
Luchetti, su capitán, lo había jodido bien, razón de más para volver a fumar.
Entrecerró los ojos tras el humo clavándolos después en una mujer con una abundante melena de rizos cobrizos hasta la mitad de la espalda. La brisa le agitó el pelo que flotó sobre los hombros. No necesitaba verle la cara para saber que estaba parada en mitad de Ann Morrison Park estirando los brazos hacia arriba como una diosa adorando el cielo gris.
Su nombre era Gabrielle Breedlove y poseía una tienda de curiosidades en el distrito histórico de Hyde Park junto con su socio, Kevin Carter. Ambos eran sospechosos de utilizar la tienda como tapadera de otros negocios más lucrativos como la venta de antigüedades robadas.
Ninguno de los dos estaba fichado y nunca habrían atraído la atención de la policía si hubieran seguido operando a pequeña escala, pero les había podido la avaricia. La semana anterior habían robado una famosa pintura impresionista al hombre más rico del estado, Norris Hillard, más conocido como «El Rey de las Patatas». En Idaho su poder e influencia sólo eran inferiores al poder de Dios. Sólo alguien con un buen par de cojones [1] le robaría un Monet al Rey de las Patatas. Hasta ahora, Gabrielle Breedlove y Kevin Carter eran las mejores pistas del caso. Un informante de la cárcel había dado sus nombres a la policía y cuando los Hillard revisaron sus registros habían descubierto que seis meses antes Carter había estado en casa de los Hillard examinando una colección de lámparas Tiffany.
Joe aspiró el humo y lo exhaló lentamente. La pequeña tienda de antigüedades en Hyde Park era la tapadera perfecta y se hubiera apostado el huevo izquierdo a que el señor Carter y la señorita Breedlove sólo esperaban a que se enfriaran las cosas para entregar el Monet a algún traficante de arte a cambio de un montón de pasta. La mejor manera de recuperarla era encontrar la pintura antes de que pasara al traficante y desapareciera.
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