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LaVyrle Spencer - Los Dulces Años

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Los Dulces Años: resumen, descripción y anotación

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Cuando Linnea llega a Alamo, no imagina que el hombre irritado que la recibe en la estación de tren se convertirá en su gran amor. Con sólo dieciocho años, la vehemente y alegre Linnea es la nueva profesora y está decidida a conquistar un lugar en la familia que la acose, así como dentro de la comunidad. Theodore es un granjero de treinta y cuatro años que vive con su madre y su hijo de dieciséis años. Al igual que los demás granjeros, Teddy se ocupa fundamentalmente de la cosecha, y cuando Linnea llega a vivir a su casa, se siente invadido e irritado porque la joven no respeta las reglas tácitas de la comunidad. Lentamente, en medio de las tareas cotidianas, surge entre ellos un amor profundo. Atemorizado por la diferencia de edad entre ambos, Teddy intenta alejarse de Linnea. Pero ella está dispuesta a aceptar el desafío porque sabe que él es su destino.

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LaVyrle Spencer Los Dulces Años Este libro está dedicado con amor a todos - photo 1

LaVyrle Spencer

Los Dulces Años

Este libro está dedicado con amor

a todos mis lectores, a los muchos que he conocido

y a los muchos más que no conozco pero, especialmente,

a aquellos cuyas fieles cartas siguen llegándome.

Mi sincero agradecimiento a Arvid Gafkjen

y a Meredifh Sogard Gafkjen,

cuyos recuerdos de Álamo, en Dakota del Norte,

inspiraron este libro.

1

1917

No estaba dormida ni despierta: Linnea Brandonberg se hallaba en un extraño estado de fantasía inducido -esta vez- por el traqueteo rítmico que se transmitía a través del suelo del tren. En posición recatada, con las rodillas juntas, se miraba a menudo los pies para admirar los zapatos más hermosos que hubiese visto, con punteras de cuero brillantes y terso empeine de cabrito negro cubriendo no sólo el pie sino también unos quince centímetros de pantorrilla. Lo asombroso era que no tenían botones ni lazos, sino que se ajustaban por medio de una ancha tira de elástico fuerte que iba desde la mitad de la espinilla hasta debajo del hueso del tobillo, a cada lado. Pero lo más importante era que se trataba de los primeros zapatos de tacón alto que tenía. Sólo sumaban dos centímetros y medio a su estatura, pero muchos más años a su madurez.

Eso esperaba.

Ahí estaría él en la estación, esperando para recibirla: un subyugante inspector de escuela, conduciendo un elegante carruaje Stanhope para dos, tirado por dos relucientes bayos…

– ¿Señorita Brandonberg?

Su voz era rica y cultivada y una sonrisa deslumbrante iluminaba el apuesto rostro. Se quitó el sombrero alto, dejando ver un cabello del color del centeno al atardecer.

– ¿Señor Dahí?

– A sus órdenes. Estamos encantados de tenerla, por fin, con nosotros. ¡Oh, por favor, permítame… yo llevaré esa maleta! -Cuando colocó el equipaje en el baúl del coche, ella advirtió lo bien que ajustaba la chaqueta negra del traje a los hombros bien formados y cuando se volvió pura ayudarla a subir, notó que llevaba un. cuello de celuloide flamante en honor de la ocasión-. Ahora, tenga cuidado.

Tenía unas manos maravillosas, de largos y pálidos dedos, que sujetaron, solícitos, los suyos cuando la ayudó a subir.

– Señorita Brandonberg, a su izquierda verá la ópera, nuestro establecimiento más nuevo, y espero que, a la primera oportunidad, podamos asistir juntos a una función.

Un látigo delgado chasqueó sobre la cabeza de los animales y arrancaron. El codo del hombre chocaba levemente con el suyo.

– ¡Una ópera!-exhaló, con femenina sorpresa, apoyando con delicadeza los dedos sobre el corazón-. ¡No imaginé que hubiese un teatro de ópera!

– Un físico como el suyo sería capaz de avergonzar a las actrices.

– La sonrisa del hombre pareció disminuir la luz del sol. mientras examinaba el traje nuevo de lana que llevaba puesto Linnea, y el primer sombrero de mujer que tenía. – Espero que no me considere atrevido si le digo que tiene un excelente gusto para vestir, señorita Brandonberg…

– ¿Señorita Brandonberg? -La voz de la fantasía se apagó, ahuyentada por la del conductor, que se asomaba por el compartimiento del asiento para tocarle el hombro-. La próxima parada es en Álamo, North Dakota.

La muchacha se irguió y le dedicó una sonrisa – ¡Oh, gracias!

El anciano se tocó la visera de la gorra azul, la saludó con la cabeza y se alejó.

Afuera la pradera ondulaba, vasta y llana. Miró por la ventana y no vio señal alguna de ciudad. El tren aminoró la velocidad, sonó el silbato, se apagó y sólo se oyó el traqueteo de las ruedas sobre los raíles de acero.

El corazón le latió con fuerza, expectante, y esa vez no fue ficción cuando apoyó los dedos. Pronto vería ese lugar que sólo había sido, hasta entonces, un nombre en el mapa; pronto conocería a las personas que se convertirían en parte de su vida cotidiana como alumnos, amigos, quizás hasta confidentes. Cada nuevo rostro con el que se topase sería el de un desconocido y, por centésima vez, deseó conocer a alguien de Álamo, aunque sólo fuese una persona.

No hay nada de qué asustarse. Es sólo el nerviosismo del último momento.

Se pasó una mano por la nuca, controlando el peinado que todavía no tenía habilidad para hacerse. Al parecer, dentro del recogido en forma de medialuna, el postizo se había soltado. Colocó varias horquillas con dedos trémulos, se acomodó el alfiler del sombrero, se alisó la falda y echó un vistazo a los zapatos para conseguir una dosis extra de confianza en el preciso momento en que el tren lanzaba un último bufido y se detenía estremeciéndose.

– Caramba, ¿dónde está el pueblo?

Arrastrando la maleta por el corredor, miró por las ventanas y no vio más que la acostumbrada estación de un pueblo perdido: un edificio de madera con ventanas estrechas a ambos lados de la puerta que daban al andén, cuyo lecho se apoyaba sobre cuatro postes.

Mientras emergía de las polvorientas profundidades del vagón de pasajeros al luminoso sol de otoño, sintiendo el canturreo de los peldaños de metal bajo sus tacones nuevos, examinó otra vez.

Miró a su alrededor, buscando con la vista a alguien que se pareciera a un inspector de escuelas y el descubrir a una única persona, un hombre de pie a la sombra de la galería de la estación, sofocó su decepción. A juzgar por su modo de vestir, no era el que buscaba, aunque podría ser padre de alguno de sus alumnos y por eso le dedicó una sonrisa- Pero el hombre permaneció como estaba, con las manos en la bata de trabajo rayada y con un sombrero de paja manchado de sudor en la cabeza.

Adoptando un aire confiado, cruzó el andén y entró, pero sólo encontró al vendedor de pasajes, que se ocupaba de telegrafiar un mensaje tras su ventanilla enrejada.

– Discúlpeme, señor.

El sujeto se volvió, se levantó el visor de celuloide verde y sonrió:

– ¿Señorita?

– Debo encontrarme aquí con Frederic Dahí. ¿Lo conoce?

– Sé quién es, pero no lo he visto por aquí. Pero siéntese: sin duda, pronto llegará.

El estómago de la muchacha se oprimió. ¿Qué haré ahora?

Como estaba demasiado nerviosa para sentarse, decidió esperar fuera. Se instaló en el lado opuesto de la galería a aquel en que estaba el granjero, dejó la maleta en el suelo y esperó.

Pasaban los minutos y no llegaba nadie. Echó un vistazo al desconocido y lo sorprendió observándola; incómoda, volvió la atención al tren. que bufaba y siseaba, echando chorros de vapor a cada exhalación. Tenía la impresión de que tardaba demasiado tiempo en ponerse en marcha otra vez.

Aventuró otro vistazo al hombre, pero, en cuanto volvió la vista, él fijó la suya en la puerta del tren.

Theodore Westgaard observaba los peldaños del tren, esperando que bajara el nuevo maestro, pero habían pasado ya tres minutos y la única persona que se apeó fue una muchacha delgada que fingía ser grande con los zapatos y el sombrero de la madre. Atrajo su vista por segunda vez, pero cuando la muchacha lo miró de nuevo se sintió incómodo y volvió la atención a la puerta del tren.

"Vamos, Brandonberg, aparezca, que tengo que ocuparme de la cosecha."

Sacó un reloj del bolsillo de la pechera, miró la hora y movió los pies, impacientó. La muchacha lo miró otra vez, pero, en cuanto las miradas se encontraron, se concentró de nuevo en el tren, con las muñecas cruzadas sobre un abrigo que llevaba plegado sobre un brazo.

La examinó con disimulo.

Supuso que tendría unos dieciséis años, que estaba atemorizada de su propia sombra y que pretendía que nadie lo notara. A pesar de ese ridículo sombrero con alas de pájaro y de que todavía tendría que estar luciendo trenzas y zapatos de tacón bajo, era una preciosidad.

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