© 1991 by LaVyrle Spencer
Título original: Forgiving
Traducción: Carmen Bordeu
A Steven Axelrod, mi agente
¡Eres el mejor, Steve!
Mi agradecimiento a Nita Celeya y Fred Brian por la información y ayuda prestada, inapreciable en la investigación llevada a cabo para escribir este libro.
L. S.
Territorio de Dakota, septiembre de 1876
La diligencia de Cheyenne llegó con seis horas de retraso y dejó a Sarah Merritt en Deadwood a las diez de la noche, y no a media tarde como estaba previsto. El coche de caballos se alejó con estruendo y la mujer quedó en la oscura calle embarrada delante de una tosca cantina. Delante de varias toscas cantinas. ¡Toda la calle estaba llena! El ruido era ensordecedor… una mezcla de gritos, risas, música de banjo y disputas. ¡Y aquel olor… Dios mío! ¿Es que nadie recogía el estiércol de los animales en aquel pueblo? Caballos y mulas se alineaban en el amarradero; uno de ellos roncaba.
Sarah retrocedió unos pasos y miró con el ceño fruncido el letrero que había sobre su cabeza. Bar Eureka. Observó el lugar… un edificio de madera sin pintar, erigido toscamente y flanqueado por una estructura similar a la izquierda y una construcción de troncos a la derecha. La puerta de la taberna estaba cerrada, pero la sombría luz que arrojaba el farol de queroseno a través de la ventana se derramaba sobre algunos de los escalones de madera que conducían directamente de la cantina al barro, ya que no había acera de tablas.
Sarah contempló los baúles y la sombrerera a sus pies, preguntándose qué hacer.
Antes de que pudiera decidir, sonaron tres disparos, una mula rebuznó, la puerta del Eureka se abrió y un grupo de alborotadores salió precipitadamente del interior y bajó en desorden los peldaños. Sarah agarró la sombrerera y se ocultó todo lo rápido que pudo a la sombra de la pared de la cantina.
– ¡Mata a ese ladrón de minas, Soaky! -bramó alguien-. Desfigúralo para que ni su madre lo reconozca.
Un puño impactó contra un mentón.
Un hombre se tambaleó y perdió el equilibrio al topar con los baúles de Sarah. Se puso en pie y se abalanzó sobre suoponente sin advertir con qué había tropezado. La multitud turbulenta se movía de un lado a otro, arremolinándose, gritando y blandiendo los puños y las jarras de cerveza. Alguien tropezó pesadamente con una mula, que rebuznó y se apartó de un brinco.
– ¡Mata a ese hijo de perra!
– ¡Sí, mátalo!
Dos espectadores se subieron a los baúles de cuero de Sarah para poder ver mejor.
– ¡No! ¡Bájense de ahí! -gritó ella. Cuando se movió, uno de los borrachos la vio.
– ¡Por el amor de Dios, una mujer! ¡Me oís, muchachos, una mujer!
La pelea se interrumpió como si hubiera sonado una alarma de incendio.
– Una mujer…
– Una mujer… -La palabra pasaba de un hombre a otro mientras formaban un corro a su alrededor, como la niebla.
Sarah permanecía con la espalda pegada a la pared de la taberna, los pelos de la nuca erizados y aferrada a las cintas de la sombrerera mientras los hombres observaban embobados su falda, el sombrero y la cara como si nunca hubieran visto a una mujer.
– Buenas noches, caballeros -dijo Sarah a modo de saludo, haciendo alarde de valor.
Silencio. Los hombres seguían escrutándola boquiabiertos.
– ¿Alguien podría indicarme dónde está la casa de la señora Hossiter?
– ¿Hossiter? -repitió una voz ronca-. ¿Alguien conoce a una mujer llamada Hossiter? -Sobre el grupo se elevó un murmullo y todos sacudieron la cabeza-. Lo siento, señorita. ¿Cómo se llama su esposo?
– Me temo que no lo sé, pero el nombre de mi hermana es Adelaide Merritt y trabaja para ellos.
– Nadie llamado Merritt vive por aquí. Ni tampoco Hossiter. No hay más de veinticinco mujeres en este cañón y las conocemos a todas, ¿verdad, muchachos?
Los hombres asintieron con la cabeza.
– ¿Qué hace su hermana?
– Trabajo doméstico y, sin lugar a dudas, dijo que su patrona se llamaba señora Hossiter.
– ¿Ha dicho patrona? -La voz del hombre mostraba un vivo interés. Extendió los brazos y empujó al grupo hacia atrás-. Vamos, muchachos, no acorraléis a la dama, dejad que salga a la luz para que la podamos ver mejor. Mi nombre es Shorty Reese, señorita, y haré todo lo que pueda para ayudarle a encontrar a su hermana. -Se quitó el sombrero, la cogió del brazo y la llevó hasta el pie de los escalones, donde la luz de la taberna iluminaba la escena. Allí, Sarah vio que era un cuarentón de rostro arrugado, sin un diente y vestido con ropa sucia.
– Si me permiten, en esos baúles tengo una fotografía de mi hermana. Tal vez alguno de ustedes la reconozca.
Los hombres retrocedieron y dejaron que desabrochara la hebilla de uno de los baúles, del que extrajo un daguerrotipo de color sepia de Adelaide y ella hecho cinco años antes. Se lo entregó a Shorty Reese.
– Tiene veintiún años, pelo rubio y ojos verdes.
Shorty volvió el daguerrotipo hacia la luz, ladeó la cabeza y lo observó detenidamente.
– Pero si es Eve -declaró-, una de las chicas de Rose, pero no es rubia. Su pelo es tan negro como el final de la galería Número Catorce.
– ¿Eve?
– Así es. ¿No es verdad, muchachos? -Pasó la fotografía para que los demás la vieran.
– Claro que es Eve.
– Ajá, es ella.
– Es Eve. -El retrato volvió a las manos de Sarah-. Puede encontrarla en Rose's, en el extremo norte de la calle Main, a la izquierda. ¿Le importaría decirme, señorita, si también piensa trabajar para Rose?
– No señor. Pienso editar un periódico.
– ¡Un periódico!
– Eso es. Empezaré en cuanto llegue mi imprenta, si es que aún no ha llegado.
– Pero usted es una mujer.
– Sí, señor Reese, lo soy. -Sarah guardó de nuevo la fotografía en el baúl y ajustó las correas-. Muchas gracias por su ayuda. Ahora, si me indicara la dirección de un hotel, le estaría muy agradecida.
– ¡Ayudadla con los baúles, muchachos! -gritó Reese-. ¡La acompañaremos al Grand Central!
– No, por favor… yo…
– Será un placer, señorita. No tenemos muchas ocasiones de ver a una dama por aquí. Como le he dicho, no hay más que un par de docenas de mujeres en Deadwood, si llegan.
Aunque no le entusiasmaba la idea de hacer su entrada en Deadwood en compañía de la clientela del bar Eureka, Sarah no veía cómo podría llevar sola los dos baúles al hotel. Además, tenía presente que, como editora de un periódico, era prudente evitar enemistarse con cualquier lugareño durante su primera noche en el pueblo. Aquél era un pueblo de buscadores de oro. El oro implica dinero y el dinero intereses poco nobles. Cualquiera de aquellos hombres podía ser el dueño del terreno que ella podía estar interesada en comprar o del edificio que podía querer alquilar o, incluso, miembro del Concejo Municipal.
– Gracias, señor Reese. Le agradezco su ayuda. -Se encontró rodeada por el ruidoso grupo que, cargando sus baúles, la escoltó hasta el final de la manzana.
– Tiene suerte -comentaba Reese mientras subía los escalones de un edificio alto, de fachada simulada y dotado de la primera acera de madera que Sarah veía en todo el pueblo-. El Grand Central se inauguró la semana pasada. -La condujeron al interior, a través de un vestíbulo espartano. Formaron un corro a su alrededor junto al mostrador y le presentaron al recepcionista nocturno-. Te traemos una cliente, Sam. Es la señorita Merritt; acaba de llegar en la diligencia de Cheyenne.
– Se… señorita Me… Merritt. -Enrojeció y extendió su mano, flaccida y húmeda como un repollo cocido. Era un hombrecillo sin barbilla, usaba gafas redondas y sus modales eran afeminados. Vestía un traje marrón a cuadros y llevaba el pelo peinado con la raya en medio-. Es un placer co… conocerla.
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