© LaVyrle Spencer, 1989
Título original: Morning Glory
Traducción de Laura Paredes
A mis autores favoritos, Tom y Sharon Curtis,
que han enseñado, entretenido e inspirado con su obra.
Con mi más profunda admiración.
1917
El tren entró en la estación de Whitney, Georgia, una triste tarde de noviembre. Las nubes descargaron, y las primeras gotas de lluvia bombardearon la capota negra de un carruaje que esperaba con las cortinas negras de las ventanillas corridas. Cuando el tren se detenía, alguien levantó un poco una de las cortinillas y asomó un ojo por la rendija.
– Ya ha llegado -susurró una voz de mujer-. ¡Ve!
La portezuela se abrió y salió un hombre; como el carruaje, iba de negro: negros eran el traje, los zapatos y el sombrero de ala plana, que llevaba completamente recto. Sin mirar previamente a ambos lados, avanzó con decisión hacia el estribo del vagón, donde apareció una joven con un bebé en brazos.
– Hola, papá -dijo la muchacha con una sonrisa tímida.
– Ven conmigo y trae a tu bastardo. -La sujetó con brusquedad por un codo y la condujo hacia el carruaje sin mirarlos a ella ni al bebé.
La portezuela se abrió de golpe en cuanto llegaron junto a ella. La joven se echó hacia atrás y atrajo al bebé hacia su hombro para protegerlo. Sus ojos color avellana se encontraron con los verdes que la miraban con dureza, enmarcados por un sombrero negro y un vestido de luto.
– Mamá…
– ¡Sube!
– Mamá, yo…
– ¡Sube antes de que todo el pueblo vea nuestra vergüenza!
El hombre dio un empujoncito a su hija, que entró tropezando en el carruaje, sin apenas ver nada entre las lágrimas. Luego, la siguió rápidamente y empuñó las riendas, que llegaban al interior del vehículo por una abertura que sólo dejaba pasar un rayo de luz velada.
– Date prisa, Albert -ordenó la mujer, rígida como una lápida, con la vista fija frente a sí.
El hombre puso los caballos al trote.
– Es una niña, mamá. ¿No quieres verla?
– ¿Verla? -La mujer frunció la boca sin dejar de mirar hacia delante-. Tendré que hacerlo el resto de mi vida mientras el fruto de tu pecado es el centro de todas las habladurías, ¿no?
La joven estrechó a la niña con más fuerza entre sus brazos. La pequeña gimoteó y se echó definitivamente a llorar a todo pulmón cuando se oyó un trueno enorme.
– ¡Haz que se calle!
– Se llama Eleanor, mamá, y…
– ¡Haz que se calle antes de que la oiga todo el mundo!
Pero la niña berreó desde que salieron de la estación, y siguió haciéndolo mientras recorrían la plaza y la calle principal que conducía hacia el extremo sur del pueblo, y también mientras pasaban ante una hilera de casas y llegaban a una rodeada por una valla de madera, hasta cuya entrada crecían las maravillas. El carruaje entró, cruzó el gran jardín delantero y se detuvo cerca de la puerta trasera. La mujer vestida de negro llevó dentro a la madre y a la hija, e inmediatamente bajó el estor verde oscuro de una ventana, y luego otro y otro más, hasta que todas las ventanas de la casa estuvieron tapadas.
La joven madre nunca volvió a salir de la casa, ni nadie volvió a subir jamás los estores.
Agosto de 1941
Sonó el silbato del almuerzo y las sierras dejaron de rechinar. Will Parker retrocedió, se quitó el sombrero sudado y se secó la frente con una manga. Los otros peones hicieron lo mismo mientras se ponían a la sombra soltando un montón de quejas sobre el calor o sobre la clase de bocadillos que la mujer les había puesto en la fiambrera.
Will Parker había aprendido a no quejarse. El calor todavía no lo había afectado, y no tenía ni mujer ni fiambrera. Sólo tenía un tarro de cristal con un litro de suero de leche que había encontrado en una nevera desprotegida junto a un pozo y tres manzanas que había robado del árbol del jardín trasero de alguien, tan verdes que supuso que más tarde lo pasaría mal.
Los hombres estaban sentados a la sombra, con la espalda apoyada en los troncos rugosos de los pinos taeda de la explanada del aserradero, hablando sin parar mientras comían. Pero Will Parker se mantenía alejado de los demás; él no se mezclaba con la gente, ya no.
– ¡Madre mía, qué calor hace! -se quejó un tal Elroy Moody secándose el cuello, colorado y arrugado con un pañuelo colorado y arrugado.
– ¡Y qué cantidad de polvo! -añadió un tal Blaylock. Se sacudió dos veces y escupió en las agujas de pino-. Tengo serrín suficiente en los pulmones como para rellenar un colchón.
El capataz, Harley Overmire, siguiendo su ritual de la hora del almuerzo, metió la cabeza bajo la bomba de agua y la sacó gritando para llamar la atención. Overmire era un mequetrefe con la nariz chata, las orejas diminutas y el cuello corto. Tenía un casco de cabello oscuro, muy corto, que se le enroscaba en mechones como muelles de reloj y continuaba creciéndole en la base del cuello. La única concesión de aquella mata era que el pelo se hacía más fino antes de seguir descendiendo, lo que confería a su dueño el aspecto de un simio cuando no llevaba camisa. Y a Overmire le encantaba ir descamisado. Siempre que tenía ocasión lucía su corpulencia y su vello, como si compensaran su minúscula estatura.
Overmire cruzó el patio secándose con la camisa para reunirse con los hombres. Abrió la fiambrera, levantó una puntita de la rebanada superior del bocadillo y rnurmuró:
– Maldita sea, ha vuelto a olvidarse de la mostaza. -Dejó caer la rebanada de golpe, disgustado-. ¿Cuántas veces tendré que decir a esa mujer que el cerdo va solo y la ternera lleva mostaza?
– Tienes que educarla, Harley -bromeó Blaylock-. Dale una colleja.
– Educarla, dice. Llevamos diecisiete años casados. A estas alturas cabría esperar que supiera que me gusta comer la ternera con mostaza.
Dicho esto, tiró el emparedado a las agujas de pino que cubrían el suelo y soltó otro taco.
– Ten uno de los míos -le ofreció Blaylock-. Hoy son de salchicha con queso.
Will Parker dio un mordisco a la manzana amarga, que le hizo salivar tanto que le dolieron las mandíbulas. Evitó mirar el emparedado de ternera de Overmire y el de salchicha y queso que le sobraba a Blaylock, y se obligó a pensar en otra cosa.
En el jardín trasero con el césped bien cuidado donde había saqueado la nevera. En un bonito ramillete de flores rosa que había en una tetera de esmalte blanco, en un tocón, junto a la puerta trasera. En el llanto de un niño en el interior de la casa. En un tendedero con sábanas blancas, con pañales blancos, con paños de cocina blancos y con los suficientes pantalones vaqueros como para que no se notara si faltaban unos, y con la correspondiente cantidad de camisas de batista azul, de las que se había llevado, en un gesto de nobleza, la que tenía un agujero en el codo. Y en un arco iris de toallas, de las que había elegido una verde porque en algún lugar recóndito de su memoria había una mujer de ojos verdes que había sido amable con él, lo que le había llevado a preferir para siempre el verde a todos los demás colores.
La toalla verde estaba húmeda y envolvía el tarro de cristal. La desenrolló, abrió la tapa de cinc, bebió procurando no hacer ninguna mueca. El suero de leche estaba demasiado dulzón; ni siquiera la toalla mojada había logrado mantenerlo fresco.
Con la cabeza recostada en el tronco de un pino, Parker vio que Overmire se ponía de pie mirándolo con una expresión de regodeo en la cara. Se apartó el tarro de la boca despacio. Igual de despacio, se secó los labios con el dorso de la mano. Overmire se pavoneó hacia él y, cuando llegó junto a sus pies, se detuvo con las piernas abiertas y los brazos en jarras.
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