LaVyrle Spencer
Un Puente Al Amor
© 1992, LaVyrle Spencer
Título original: Bygones
Traducción de Lucía de Stoia
Dedico este libro con amor
a algunos de mis más viejos amigos
y algunos de los más nuevos…
Barb y Don Fread
y
Barb y Don Brandt
Por la ayuda que me prestaron durante la investigación de este libro, vaya mi más sincero agradecimiento a las siguientes personas:
Brenda Taylor Katie Holdorph Jennifer Severson Gar Johnson Dr. Don Brandt LaVonne Engesether Cheryl, de la Cámara de Comercio de Stillwater.
Y un agradecimiento especial por permitirme usar sus hermosos hogares como escenarios de este libro a las siguientes personas:
Ted y Lorraine Glasrud Tom y Edna Murphy.
El edificio de apartamentos se parecía a muchos otros de las afueras de St. Paul y Minneapolis; un bloque de ladrillo de tres pisos, con escaleras a cada extremo e hileras de destartaladas puertas alineadas en pasillos mal ventilados, sin ventanas. Los inquilinos eran gente joven que decoraba sus casas con muebles de segunda mano y cortinas de ocasión. Los niños jugaban en los corredores con sus triciclos y se los oía en todas las viviendas cuando lloraban. A las seis en punto de un atardecer frío de enero, el olor a comida se colaba por debajo de las puertas, junto con el murmullo de los televisores que sintonizaban las noticias.
Una mujer alta caminaba por el pasillo. Parecía fuera de lugar debido a su elegante atuendo; un clásico abrigo blanco de invierno que tenía el corte inconfundible de un buen modisto y complementos -guantes de piel, bolso, zapatos y pañuelo- de un rojo intenso. Toda su ropa era cara, desde el echarpe de seda de cincuenta dólares que llevaba sobre sus cabellos hasta los zapatos de piel y tacones de cinco centímetros. Su andar rápido tenía un aire sofisticado.
Bess Curran se quitó el chal de la cabeza y llamó a la puerta señalada con el número 206.
Lisa la abrió.
– ¡Hola, mamá! -exclamó-. Ven, entra. ¡Sabía que llegarías a tiempo! Está todo listo, pero me falta la crema de leche para el lomo Strogonoff, de modo que tengo que ir al colmado. ¿No te importa echar un vistazo a la carne?
Sacó de un armario una cazadora tejana y se la puso.
– ¿Para nosotras dos? ¿Qué celebramos?
Mientras extraía las llaves del bolso, Lisa se dirigió hacia la puerta. La entornó y se detuvo para dar una última indicación.
– Remuévela de vez en cuando, ¿de acuerdo? ¡Ah! Enciende las velas y pon una casete, por favor. Ahí está la de los Eagles, esa que tanto te gusta.
Cuando Lisa se hubo marchado, Bess quedó perpleja. ¿Lomo Strogonoff? ¿Velas? ¿Música? ¿Lisa con vestido y zapatos elegantes? Se desabrochó el abrigo y se dirigió al comedor, donde vio la mesa preparada para cuatro. La examinó con curiosidad: manteles individuales y servilletas azules en servilleteros blancos; los platos de la primera vajilla de Michael y ella, que había dado a Lisa cuando se fue de casa; cuatro de las copas que también le había regalado, y dos velas azules en candeleros que nunca había visto, al parecer comprados para la ocasión con el limitado presupuesto de Lisa.
Fue a la cocina y abrió el horno para revolver el lomo, que olía tan bien que no pudo evitar probarlo. ¡Delicioso! Bess estaba hambrienta, pues ese día había tenido que realizar tres visitas a domicilio y pasar dos horas en el negocio, de modo que sólo le había quedado tiempo para comer a toda prisa una hamburguesa. Se prometió, como hacía siempre en enero, que limitaría las visitas a sus clientes a dos por día.
Se acercó al armario de la entrada para colgar su abrigo y ordenó una pila de zapatos para poder cerrar la puerta de dos hojas. Encontró fósforos y encendió las velas de la mesa de comedor y otras dos que había sobre la auxiliar en unos candeleros esféricos de cristal. Al lado, una fuente de su vieja vajilla contenía una bola de queso.
La cerilla le quemaba los dedos.
Titubeó y la apagó mientras miraba la bola de queso. ¿Qué diablos significaba todo eso? Echó una mirada en derredor y observó que, para variar, el lugar estaba limpio. Las viejas mesas de bronce y vidrio no tenían ni una mota de polvo, y los almohadones del sofá familiar que Lisa había heredado estaban bien sacudidos. Las casetes estaban apiladas en orden, y los libros, bien ordenados en los estantes. El piano negro azabache que el padre de Lisa le había regalado cuando terminó los estudios secundarios, aparecía bien lustrado. Encima había una foto del novio actual de Lisa junto con una planta y cinco novelas de Stephen King entre un par de sujetalibros de bronce, que la abuela Stella había regalado a Lisa en Navidad.
El piano era el único objeto valioso en la habitación. Cuando Michael se lo compró a Lisa, Bess lo acusó de indulgencia. Carecía de sentido que una chica sin una carrera universitaria, un automóvil decente o muebles poseyera un piano de cinco mil dólares. Además, ¿cuántas veces sería preciso trasladarlo hasta que ella se estableciera de manera permanente?
– Siempre lo conservaré, mamá -había afirmado Lisa-, y creo que me lo merezco por haber aprobado todos los exámenes.
– ¿Quién pagará a los transportistas cada vez que te mudes? -inquirió Bess.
– Yo.
– ¿Con un sueldo de mecanógrafa?
– También trabajo de camarera.
– Deberías ir a la universidad, Lisa.
– Papá dice que siempre hay tiempo para eso.
– Tal vez tu padre esté equivocado. Si no continúas tus estudios ahora, lo más probable es que no lo hagas nunca.
– Tú lo hiciste.
– Sí, lo hice, pero fue muy duro y me costó muchísimo. Tu padre debería ser más sensato.
– Mamá, me gustaría que dejarais de pelearos y aparentarais llevaros bien, por el bien de vuestros hijos.
– Bueno, es un regalo estúpido -había replicado Bess-. Cinco mil dólares por un piano, que podrían financiar todo un año de universidad.
Cada vez que Bess se presentaba en el apartamento de Lisa sin avisar, el piano tenía una capa de polvo y parecía que su hija lo usaba como simple depósito de libros, bufandas y cintas para el pelo. Esta noche, sin embargo, estaba muy limpio, y sobre el atril descansaba la partitura de la canción favorita de Michael, The homecoming. Años atrás, cada vez que Lisa se sentaba para tocar, Michael decía: «Interpreta esa que me gusta», y ella lo complacía con el hermoso tema de la vieja película de televisión.
Bess apartó el recuerdo de esos tiempos felices y puso la casete de Eagles Greatest Hits. Mientras sonaba la música, fue al baño y notó que también estaba muy pulcro. Al lavarse las manos observó que todo relucía.
Tras colgar la toalla se miró en el espejo. Se atusó la melena rubia, que se veía desgreñada. Observó que ofrecía un aspecto desaliñado, pues en todo el día no había tenido tiempo de retocarse el maquillaje. Tenía la frente brillante, el lápiz de labios había desaparecido, al igual que la sombra y el rímel, por lo que sus ojos castaños aparecían apagados. Había arrugas en la falda de lana blanca y una pequeña mancha de grasa resaltaba en la blusa color frambuesa. Frunció el entrecejo, mojó la punta de la toalla, frotó la mancha y sólo consiguió extenderla. Maldijo entre dientes. Sacó un peine del cajón del tocador y, cuando se disponía a pasárselo por el cabello, alguien llamó a la puerta del apartamento.
Asomó la cabeza al pasillo y exclamó:
– Lisa, ¿eres tú?
Volvieron a golpear con los nudillos, esta vez más fuerte. Sin apagar la luz, salió del baño.
– Lisa, ¿has olvidado las…?
Al abrir la puerta enmudeció de pronto. En el pasillo aguardaba un hombre alto, acicalado, de cabellos negros y ojos castaños. Llevaba un abrigo de lana gris y una bolsa de papel marrón con dos botellas de vino.
Página siguiente