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Genova Lisa - Siempre Alice

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Genova Lisa Siempre Alice
  • Libro:
    Siempre Alice
  • Autor:
  • Editor:
    Ediciones B
  • Genre:
  • Año:
    2015
  • Índice:
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Siempre Alice: resumen, descripción y anotación

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SIEMPRE ALICE

Lisa Genova

Traducción de Francisco Pérez Navarro

Título original Still Alice Traducción Francisco Pérez Navarro 1 - photo 1

Título original: Still Alice

Traducción: Francisco Pérez Navarro

1.ª edición: febrero, 2015

© 2015 by Lisa Genova

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 4868-2015

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-995-4

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright , la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

En recuerdo de Angie

Para Alena

Hacía por lo menos un año que algunas neuronas de su cabeza, no lejos de los oídos, comenzaron a ahogarse y terminaron muriendo tan silenciosamente que no pudo oírlas. Algunos dirían que todo sucedió de una forma tan insidiosa que las propias neuronas iniciaron la cadena de acontecimientos que las condujeron a su autodestrucción. Ya se tratase de asesinato molecular o suicidio celular, antes de morir fueron incapaces de avisarla de lo que estaba ocurriendo.

Septiembre de 2003

Alice estaba sentada a la pequeña mesa de su dormitorio, distraída por los ruidos que provocaba John recorriendo las habitaciones de la planta baja. Antes de ir al aeropuerto necesitaba terminar de revisar aquel artículo para la Revista de Psicología Cognitiva , y acababa de leer la misma frase tres veces sin comprenderla. Según su despertador eran las siete y media, pero creía que iba diez minutos adelantado. Por la hora y el ruido cada vez mayor que le llegaba del piso inferior, dedujo que él tenía que marcharse pero había olvidado algo y no podía encontrarlo. Se dio unos golpecitos con el lápiz rojo en el labio inferior mientras contemplaba los números digitales del reloj y se preparaba para lo que vendría a continuación.

—¿Ali?

Tiró el lápiz sobre la mesita y suspiró. Bajó y lo encontró arrodillado en el salón, rebuscando entre los cojines del sofá.

—¿Las llaves? —preguntó.

—Las gafas. Y por favor, no me regañes. Ya llego tarde.

Ella siguió su frenética mirada hasta la repisa de la chimenea, donde un antiguo reloj Waltham, famoso por su precisión, marcaba las ocho en punto, aunque sabía que no se podía fiar de ese reloj. En aquella casa, los relojes raramente marcaban el tiempo real, a Alice la habían engañado demasiadas veces y desde hacía tiempo prefería confiar en su reloj de pulsera. Al entrar en la cocina retrocedió en el tiempo, ya que el microondas insistía en que sólo eran las 6.52.

Miró por encima de la despejada superficie de la encimera de granito y allí estaban, junto al bol blanco con forma de champiñón y sobre el correo todavía sin abrir. No debajo de algo, ni detrás de algo que impidiera verlas. ¿Cómo podía alguien tan listo como él, todo un científico, no ver lo que tenía delante de sus narices?

Por supuesto, muchas cosas suyas también se ocultaban maliciosamente en pequeños y recónditos escondites, pero jamás lo admitiría ante él ni lo involucraría en la búsqueda. El otro día, por ejemplo, John no se había enterado de que ella pasó una enloquecida mañana buscando el cargador de su Blackberry, primero por toda la casa y después por todo su despacho de la facultad. Al final tuvo que rendirse, ir a la tienda y comprar uno nuevo. Naturalmente, esa noche lo descubrió enchufado junto a la mesita de noche, donde tenía que haber mirado primero. Probablemente podía achacar aquellos despistes a las excesivas tareas de ambos y a que siempre estaban demasiado ocupados. O a que se estaban volviendo viejos.

Él apareció en el umbral de la cocina, mirando las gafas que Alice tenía en las manos pero no a ella.

—La próxima vez, cuando busques algo, imagina que eres una mujer —dijo ella sonriendo.

—Me pondré una de tus faldas. Ali, por favor. Llego tarde, de verdad.

—Según el reloj del microondas, te sobra tiempo —respondió, tendiéndole las gafas.

—Gracias.

Las cogió como un atleta cogería el testigo en una carrera de relevos, y se lanzó hacia la puerta principal.

—¿Estarás en casa el sábado cuando vuelva? —le preguntó a la espalda de John mientras lo seguía por el pasillo.

—No lo sé, el sábado tengo un día muy ocupado en el laboratorio. —Y recogió a la carrera la cartera, el teléfono móvil y las llaves de la mesita del recibidor.

—Que tengas un buen viaje. Dale abrazos y besos a Lydia de mi parte, e intenta no pelearte con ella.

Ella contempló sus reflejos en el espejo del pasillo: él, aspecto distinguido, alto, cabello castaño con algunas canas y gafas; ella, pelo rizado y brazos cruzados sobre el pecho; y ambos dispuestos a esgrimir sus propios e insondables argumentos. Alice apretó los dientes y se tragó el suyo, prefiriendo no complicar las cosas.

—Hace mucho que no coincidimos. Por favor, intenta estar en casa —rogó ella.

—Lo sé y lo intentaré.

La besó y, aunque se le notaba ansioso por marcharse, se demoró en el beso un instante más. Si Alice no lo conociera tan bien, podría haber idealizado ese beso y haberse quedado allí de pie, pensando que le había dicho: «Te quiero y te echaré de menos.» Mientras John desaparecía rápidamente calle abajo, estuvo casi segura de que él le hubiera respondido: «Yo también te quiero. Pero, por favor, no te enfades mucho si el sábado no llego a casa temprano.»

Todas las mañanas solían atravesar juntos los jardines de Harvard. Entre las muchas cosas que le gustaban de que ambos trabajaran en la misma universidad, a un kilómetro escaso de su casa, la que más disfrutaba era compartir el camino con él. Siempre se detenían en Jerri’s —café solo para él, té con limón para ella, caliente o helado según la estación—, y después seguían hasta la plaza Harvard, charlando sobre sus clases e investigaciones, los temas de sus respectivos departamentos, los hijos o los planes para la tarde. Cuando estaban recién casados, incluso caminaban cogidos de la mano. Ella disfrutaba la relajada intimidad de aquellos paseos matutinos, antes de que la exigencia diaria de sus trabajos y ambiciones los agotara.

Ya hacía tiempo que iban a Harvard por separado. Alice había pasado todo el verano con su maletín a cuestas, asistiendo a conferencias de psicología en Roma, Nueva Orleáns y Miami, y formando parte de un comité examinador en la defensa de una tesis en Princeton. En primavera, los cultivos celulares de John necesitaron de una creciente atención a horas intempestivas de la mañana, pero como él no confiaba en que sus alumnos los atendieran debidamente, lo hacía él. No se acordaba de los motivos anteriores a aquella primavera, pero sí que siempre parecían razonables y únicamente temporales.

Volvió a su artículo, todavía distraída y ahora también ansiosa por la pelea que no había tenido con John a causa de Lydia, su hija pequeña. ¿Tan difícil era que la apoyase a ella y no a su hija por una vez en la vida? Dedicó al resto del artículo un esfuerzo superficial, suficiente dado su fragmentario estado mental y la escasez de tiempo, pero lejos de su típico estándar de excelencia. Terminados sus comentarios y sugerencias, lo metió en un sobre que cerró a continuación, culpablemente consciente de que podía haber cometido algún error en la concepción o interpretación del artículo, maldiciendo a John por comprometer la integridad de su propio trabajo.

Reorganizó el maletín, que ni siquiera había vaciado de su anterior viaje. En los meses siguientes viajaría menos, sólo tenía un puñado de conferencias confirmadas en su calendario semestral de otoño, y la mayoría era en viernes, día que no tenía clases. Como la de mañana. Mañana sería la conferenciante invitada que cerraría la serie de coloquios otoñales sobre psicología cognitiva. Y después iría a ver a Lydia. Intentaría no pelearse con ella, pero no podía prometer nada.

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