Danielle Steel
Destinos Errantes
El sol penetraba a raudales a través de las grandes vidrieras, arrancando destellos de luz de todos los objetos de la casa. La repisa de nogal labrado de la chimenea de uno de los dos salones frontales brillaba como un espejo, y sus rosetones y bustos femeninos habían sido perfectamente lustrados con aceite. La alargada mesa de marquetería del centro de la estancia era no menos hermosa, aunque apenas se la podía ver bajo los montones de tesoros pulcramente apilados encima de ella desde hacía varias semanas: figuras de jade, enormes bandejas de plata, manteles de encaje, dos docenas de soberbios cuencos de cristal tallado y por lo menos, tres docenas de saleros y pimenteros de plata y catorce candelabros de plata. Los regalos de boda estaban pulcramente alineados sobre la mesa como en espera de una inspección, y al final de la mesa había un cuaderno y una pluma estilográfica negra para escribir el nombre del donante y su correspondiente regalo a fin de que la novia pudiera dar las gracias cuando tuviera tiempo. Una de las doncellas quitaba diariamente el polvo de los regalos y el mayordomo se encargaba de que la plata se limpiara con la misma asiduidad que todo el resto de la mansión Driscoll. Se respiraba una atmósfera de comedida opulencia, de riqueza evidente, pero jamás ostentosa. Los pesados cortinajes de terciopelo y las cortinas de encaje del salón frontal impedían las miradas de los curiosos al igual que el alto muro que rodeaba la casa, los árboles y los bien cuidados setos. El hogar de los Driscoll era algo así como una fortaleza.
Una voz femenina llamó desde el vestíbulo principal, justo al otro lado de la escalinata. La voz, apenas un susurro, pertenecía a una esbelta joven de finas caderas, largas piernas y hombros delicadamente esculpidos que, en aquel momento, acababa de entrar en el salón. La joven lucía una bata de raso de color de rosa, llevaba el cabello cobrÍ2o recogido en un moño y no aparentaba más de veintitantos años. La suavidad del raso contrastaba con la severidad de su semblante. Permaneció de pie, contemplando la mesa cargada de regalos mientras sus ojos recorrían muy despacio los tesoros, y después se acercó a la mesa para leer los nombres que ella misma había anotado: Astor, Tudor, Van Camp, Sterling, Flood, Watson, Crocker, Tobin… Eran la flor y nata de San Francisco, de California…, de todo el país. Nombres magníficos, gente estupenda y regalos impresionantes que, sin embargo, la dejaron completamente fría mientras se acercaba a la puerta vidriera para echar un vistazo al jardín. Estaba tan impecablemente cuidado como cuando ella era pequeña. Siempre le habían gustado los tulipanes que solía plantar su abuela cada primavera, con su abigarrada mezcla de colores, tan distintos de la vegetación de Honolulú. Siempre le tuvo mucho cariño a aquel jardín. Exhaló un profundo suspiro, pensando en todo lo que tenía que hacer aquel día, y después dio una despaciosa media vuelta sobre un delicado tacón de raso, entornando los ojos intensamente azules. Los regalos eran preciosos, desde luego, y también lo sería la novia…, siempre y cuando encontrara un instante para irse a probar el traje. Audrey Driscoll se contempló la delicada muñeca en la que lucía el reloj de brillantes de su madre. Tenía un pequeño cierre de rubíes que le encantaba.
Había dos doncellas en la planta baja, un mayordomo, una camarera que se encargaba de los dormitorios del piso de arriba y una cocinera en el piso inferior con una doncella y una ayudante, dos jardineros y un chófer. En total, diez personas que mantenían a Audrey muy ocupada. Llevaba catorce años dirigiendo la casa, desde su llegada de Hawai. Cuando sus padres murieron en Honolulú, ella tenía once años y Annabe-lle siete. No tuvieron más remedio que trasladarse allí. Recordó la brumosa mañana de su llegada, cuando Annabelle asió fuertemente su mano y rompió a llorar, presa del terror. Su abuelo envió al ama de llaves para que las recogiera en las islas, y ésta y Annabelle se pasaron toda la travesía mareadas.
En cambio, Audrey no. Ella se encargó de cuidar a la señora Miller, la anciana ama de llaves, cuando, cuatro años más tarde, murió a causa de una gripe. La señora Miller, a su vez, le enseñó a Audrey todo cuanto hay que saber para llevar una casa tan hermosa como aquélla, cumpliendo a rajatabla las instrucciones del abuelo. Audrey fue una alumna aventajada y ahora gobernaba la casa a la perfección.
El susurro de la bata de raso fue el único rumor que se oyó en el desierto salón cuando Audrey se dirigió apresuradamente al comedor, se sentó junto a la mesa vacía y pulsó discretamente el timbre de jade y rubíes que tenía al lado. Desayunaba allí todas las mañanas, a diferencia de su hermana, que lo hacía en su dormitorio, en una bandeja cubierta con un lienzo de hilo impecablemente almidonado.
Inmediatamente apareció una sirvienta vestida con un uniforme gris y delantal, puños y cofia blanca.
– ¿Qué desea, señorita Driscoll? -dijo, mirando nerviosamente a la alta joven, sentada en la silla Reina Ana que siempre ocupaba al pie de la mesa.
– Sólo café esta mañana, gracias, Mary.
– Sí, señorita Driscoll.
Tenía unos ojos azules fríos como el hielo y casi nunca sonreía. Todo el mundo le tenía miedo, menos los que la conocían más a fondo, los que se acordaban de la chiquilla que corría por el césped, los juegos infantiles, cuando iba en bicicleta, la vez que se cayó del pino de Australia; pero de eso Mary no sabía nada. Era una chica de la misma edad de Audrey y sólo conocía a la mujer de mano dura, fuertes ideas y un espléndido sentido del humor, oculto en unos ojos intensamente azules. Estaba allí para quien supiera encontrarlo, pero pocos lo conseguían. Ella era tan sólo la señorita Driscoll, la solterona.
La llamaban la hermana solterona. Annabelle era la belleza de la casa y nadie se esforzaba en disimularlo. Edward Driscoll lo decía siempre. Annabelle poseía la etérea belleza rubia de un ángel, aquel aire de absoluta fragilidad tan en boga en los años treinta, en los veinte y muchos siglos atrás. Annabelle era la princesita, la niña. Audrey recordaba cómo la estrechó en sus brazos y trató de consolarla cuando sus padres murieron en la travesía de regreso de Bora-Bora. Su padre era un amante de las aventuras y su madre le seguía a todas partes por temor a que la abandonara si no lo hacía. Al fin, le siguió hasta el fondo del océano. Los restos del naufragio no se encontraron jamás. El barco se hundió durante una tormenta a los dos días de haber zarpado de Papeete, y las niñas se quedaron solas en el mundo, exceptuando al abuelo. La pobre Annabelle se quedó muerta de miedo al verle y Audrey le apretó la mano con tanta fuerza que le dejó los dedos blancos mientras él las miraba con el ceño fruncido. Audrey sonrió para sus adentros al evocar la escena. El anciano les metió el miedo en el cuerpo, o, por lo menos, lo intentó…, sobre todo, a la pequeña Annie.
Le sirvieron el café en una cafetera de plata con mango de marfil, que había venido con ella desde Honolulú, junto con otros tesoros pertenecientes a sus padres. A su padre todo aquello le importaba un bledo y cuanto su madre se llevó consigo desde el continente se quedó en las cajas de embalaje. A él le gustaba recorrer el mundo y reunir amorosamente las fotografías en álbumes a la vuelta de sus viajes. Audrey los guardaba ahora en unos estantes de su habitación. Su abuelo no quería verlos porque sólo le servían para recordarle la pérdida de su único hijo, el Loco, tal como él le llamaba siempre. Una vida desperdiciada, dos vidas desperdiciadas… y dos niñas pequeñas que le habían endilgado. Fingía constantemente sentirse molesto con aquel estorbo e insistía en que las chiquillas hicieran algo de provecho. Exigió que Annabelle aprendiera a coser y a bordar, cosa que hizo la niña, pero con Audrey no consiguió sus propósitos porque a ésta no le gustaba ni coser ni dibujar y aborrecía la jardinería y la cocina. Era un caso perdido con las acuarelas, no sabía componer poemas, odiaba los museos y no digamos la música. En cambio, le encantaban la fotografía, los libros de aventuras y los relatos de tierras lejanas. Asistía a las conferencias de absurdos y extraños eruditos, y a veces se iba a la playa y con los ojos cerrados aspiraba el perfume del mar, pensando en las lejanas regiones besadas por el Pacífico. Por lo demás, llevaba muy bien la casa, tenía muy buena mano con la servidumbre, revisaba los libros de su abuelo cada semana, mantenía la casa bien abastecida y cuidaba de que nadie sisara ni un centavo. Hubiera podido dirigir un negocio, pero no había nada para dirigir. Sólo la casa de Edward Driscoll.
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