PIRUETAS EN LA OSCURIDAD
No creo que haya nada en el mundo con tanta determinación como un niño que persigue un sueño, y yo tenía más ganas de bailar que miedo a los alemanes.
AUDREY HEPBURN
Una adolescente Audrey Ruston-Hepburn en 1942, en la que tal vez fuera su primera sesión de fotos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Audrey participó en varias actuaciones clandestinas para ayudar a la resistencia holandesa.
E n la penumbra del salón, unas veinte personas asistían al espectáculo de danza que ella misma había ideado. Estaba prohibido encender la luz por la noche. El piano sonaba demasiado bajo, pero las notas que emitía eran un bálsamo en medio de tanta brutalidad, y los anfitriones ya se habían asegurado de que las cortinas, opacas, estuvieran corridas, y las ventanas, completamente cerradas. La hora del toque de queda había pasado. Por enésima vez, Audrey se disponía a bailar para un público al que siempre recordaría como el mejor que tuvo jamás. Llevaba las zapatillas que su madre le había cosido con retales de fieltro, y aunque no sujetaban sus pies como unas de verdad, se había prometido que esta vez no bailaría descalza.
La función tenía lugar en Arnhem, una pequeña ciudad holandesa a orillas del Rin, a principios de 1942. Audrey solo tenía doce años, pero entonces incluso una niña que osaba desafiar a las tropas de ocupación nazis sabía que tenían pocas opciones de sobrevivir si los atrapaban. El ejército de Adolf Hitler había invadido Holanda apenas dos años antes, y ahora gran parte de Europa estaba en guerra, bajo el yugo del Reich.
Sus pies empezaron a moverse sobre el suelo frío con la misma determinación y entusiasmo que siempre mostraban en sus clases de baile, pero con la contención y el implacable control que imponía el miedo. Era un miedo denso, omnipresente, que se colaba por todas partes y se filtraba en las miradas de algunos de los espectadores que estaban arriesgando sus vidas solo con asistir a las «funciones negras», estos espectáculos que realizaban siempre en secreto, casi a oscuras y en silencio. Eran invisibles para todos los que no participaban en ellos, e inolvidables para los que formaban parte. Audrey danzó de nuevo aquella tarde acompañada por otras dos bailarinas, para las que su madre, la baronesa Ella van Heemstra, también había elaborado el vestuario. Aquello la salvaba de todo. Bailar era volar.
Cuando los seis pequeños pies se detuvieron y las notas del piano cesaron, alguien entre el público a punto estuvo de aplaudir, pero sus manos se detuvieron a tiempo. Los asistentes no podían ejercer su libertad ni siquiera para expresar su gratitud y entusiasmo, pues corrían el riesgo de que el silencio que reinaba tras terminar la función pudiera ser interrumpido por las armas de aquellos de quienes se escondían. Varias personas se levantaron y dieron a Audrey y a sus compañeras pequeñas cantidades de dinero, en algunos casos acompañadas de trozos de papel bien doblados, mensajes para familiares o amigos de la oposición clandestina que llegarían hasta ellos escondidos en los zapatos de las bailarinas o de otras niñas que quisieran hacer de «correo».
Audrey Kathleen Ruston nació el 4 de mayo de 1929 en el número 48 de la rue Keyenveld, en el distrito de Ixelles de Bruselas, aunque siempre tuvo nacionalidad británica en virtud de la de su padre. Audrey era fruto del segundo matrimonio de su madre, Ella, quien solo tenía veinticuatro años y dos hijos, Ian y Alexander van Ufford, cuando su primer marido se marchó. Distinguida y resuelta, Ella disponía de parte de las propiedades familiares y de título nobiliario, además de un séquito de sirvientes que la acompañaban a todas horas. Siempre estaba pendiente de todo, al contrario que su padre, Joseph Ruston, al que apenas veía cuando aparecía por casa entre un viaje y el siguiente. Audrey adoraba el poco tiempo que pasaba con él. Era encantador, una mezcla fascinante de caballero e ilusionista. Tenía muchas aptitudes: hablaba más de diez idiomas, era un diestro jinete y también pilotaba aeroplanos, pero ninguna de ellas tenía relación con su trabajo: muchos creían que era banquero o que andaba en el mundo de las finanzas, pero lo cierto es que nunca conservó ningún empleo. Sin embargo, por más admiración que la pequeña Audrey profesara a su padre, este no solía prestarle demasiada atención. Acaso por ese motivo ella atesoró durante toda su vida la tarde en la que fueron a volar en aeroplano. ¡Su padre sabía volar! Y allí estaba ella, a su lado, atravesando las nubes.
Su madre sí pasaba tiempo con ella y sus hermanos, y aunque no era una madre muy cariñosa —siempre estaba pendiente de ser responsable y correcta—, se preocupaba mucho de que no les faltara nada. Cuando salían a pasear, Audrey lo observaba todo. Siempre le decían que era una niña muy despierta y risueña, pero su madre enseguida se encargaba de recordarle que no debía hacer caso de los halagos, que se comportara y que no llamara la atención.
Audrey creció entre juegos y clases de lengua, música y dibujo. Era la pequeña de la casa, pero enseguida se convirtió en la intrépida compañera de sus dos hermanos mayores, con los que se divertía sin descanso. Su recto flequillo corto y la melenita típica de la época para las niñas de su edad resaltaban aún más su mirada traviesa. Era menuda y delgada, pero dueña de una energía imparable. Y tal como hacían sus hermanos mayores u otros niños, ella trepaba a los árboles cuando su madre no podía verla, pues alguna vez la había regañado al enterarse. Entre aquellas largas horas de juego y estudio, resonaban de fondo las discusiones de sus padres. En aquellos momentos, una sombra de tristeza se posaba sobre la casa, y sus hermanos hacían verdaderos esfuerzos por distraerla. Para atajar su inexplicable culpa infantil, le decían que siempre había sido así, incluso desde antes de que ella naciera. Pero aunque intentaba no prestar demasiada atención, su innata curiosidad la empujaba a escuchar.
En la voz entrecortada de su madre alcanzaba a oír que le reprochaba a su padre que no hacía nada y, después, la palabra «dinero» repetida con furia unas cuantas veces. Su madre también se quejaba de que no les hacía mucho caso a Audrey, a Ian y tampoco a Alexander. Y aunque Audrey era pequeña, en su corazón sabía que aquello era cierto. Su padre casi nunca estaba en casa. Cuando no viajaba a Inglaterra por asuntos de negocios, asistía a reuniones políticas, y si aparecía después de varios días de ausencia, ella se lanzaba a sus brazos en busca de una atención pero raramente se veía recompensada.
En enero de 1932 la familia abandonó Bruselas y se mudó al campo. Se instalaron en la mansión Castel Sainte Cecile, en el pueblo cercano de Linkebeek. Durante su infancia, tanto Audrey como sus dos hermanos tuvieron varias residencias. Además de la casa en Bruselas y la mansión en Linkebeek, pasaban largas temporadas con sus abuelos en las ciudades de Arnhem o en Velp. El ambiente en el hogar era tenso, y la baronesa, aunque atenta a la educación de sus hijos, era una mujer contenida, seria, recta, cuya frialdad transformaba su amor en poco más que un afecto sincero. Los abuelos de Audrey, en cambio, estaban hechos de otra pasta. La pequeña los adoraba. También visitaban con frecuencia a sus numerosos primos, a sus tías y a su tío Otto, un respetado juez entregado a la causa de la paz y único hermano varón de su madre. Las animadas reuniones familiares llenaban a Audrey de alegría. Cuanto más numerosas, mejor.
Arriba, Audrey con su madre, la inflexible baronesa Ella van Heemstra, en 1938. Abajo a la izquierda, con su padre, Joseph Ruston, en Bélgica en 1934, dos años antes de que las abandonara. A la derecha, el primer pasaporte británico de Audrey, expedido en Amberes en 1936.