Traducción de María Antonia Menini
Título original: Zoya
© 1988, Danielle Steel
Queridísimo Maxx:
Nunca seas demasiado joven ni demasiado viejo,
sé fuerte siempre
para vivir, amar y buscar
con amor
y ternura.
Que la vida comparta contigo
sus bendiciones
y que su carga te sea siempre leve.
Con el viento a tu espalda
y el sol en el alma,
y nuestro amor en tu corazón,
ahora y por siempre.
Para ti y para tu padre,
mi corazón siempre vuestro,
mi amor y mi vida
vuestros para siempre.
D. S.
Recorriendo el mundo
en mágicos lugares,
rostros
queridos
susurran
desde el pasado,
nubes de recuerdos
pasan velozmente
y el nombre
de la vida
nunca más
el mismo
que antaño
fue,
los palacios,
los recuerdos,
los sueños,
el espectro
de lo que era
y de todo
lo que hubiera
podido ser,
y lo que ella vio
en el pasado,
una vida mágica
de palacios
y bailes
todo derretido
como la nieve
desvanecido
como la lluvia,
la risa,
la música,
la belleza
el dolor,
los amigos,
las sonrisas
petrificadas,
los recuerdos
suaves como el rocío
y el raso
en su mejilla…
toda una vida perdida
para conocer
de nuevo
lo que tan pronto
se fue,
dulce y querida
canción de invierno
envuelta en el capullo
del amor,
vida de fuego
que ardió
en un instante
y que tan pronto
se disipó.
Zoya cerró de nuevo los ojos mientras la troika se deslizaba velozmente sobre el hielo. La suave bruma de la nieve depositaba húmedos besos en sus mejillas y convertía sus pestañas en encaje mientras los cascabeles de los caballos le sonaban a música. Eran los sonidos que ella amaba desde su infancia. A los diecisiete años ya se consideraba mayor y, de hecho, era casi una mujer, pero aún se sentía una niña cuando Fiodor fustigaba a los relucientes caballos negros cada vez más rápidos a través de la nieve. Cuando volvió a abrir los ojos, divisó la aldea cercana a Tsarskoe Selo. Y cuando un poco más lejos vio los dos palacios gemelos, sonrió para sus adentros y apartó el borde de un grueso guante forrado de piel para comprobar cuánto habían tardado. Prometió a su madre estar de regreso a la hora de la cena, y cumpliría su promesa siempre y cuando no se entretuviera demasiado hablando, pero ¿cómo evitarlo si María era su mejor amiga, casi una hermana?
El anciano Fiodor se volvió y la miró con una sonrisa. Ella rió emocionada. Había sido un día perfecto. Las clases de ballet le encantaban, e incluso ahora aún tenía las zapatillas a su lado en el asiento. El baile era su mayor afición desde pequeña, y a veces, en secreto, le había confesado a María que le hubiera gustado huir al Marynsky para ensayar allí día y noche con los demás bailarines. La sola idea la hizo sonreír. Era un sueño que no podía expresar en voz alta porque en su mundo nadie podía convertirse en bailarín profesional. Pero ella estaba capacitada para el baile, y lo sabía desde los cinco años. Sus clases con madame Nastova le deparaban el placer de estudiar lo que más le gustaba. Trabajaba a fondo durante las horas que pasaba allí, soñando con que un día el gran maestro de baile Fokine descubriría su talento. Mientras la troika atravesaba rápidamente la aldea, sus pensamientos abandonaron el ballet y se centraron de nuevo en su prima María, su amiga del alma. Su padre Konstantin era primo lejano del zar, y su madre, como la de María, era alemana. Ambas tenían todo en común: las aficiones, los secretos, los sueños y el ambiente. En su infancia compartieron los mismos terrores y las mismas alegrías, y ahora ella necesitaba verla, incumpliendo la promesa que hiciera a su madre. En realidad, le parecía una estupidez. ¿Por qué no podía verla? María estaba completamente sana y ella no pensaba entrar en la habitación de los enfermos. María le había enviado una nota la víspera, contándole que se aburría de muerte entre tantos enfermos. Además, la cosa no era grave, simplemente el sarampión.
Los campesinos se apartaron del camino al paso de la troika mientras Fiodor azuzaba a gritos a los tres caballos negros. Había trabajado desde niño para el abuelo de Zoya y su padre ya estaba al servicio de la familia. Solo por ella se hubiera arriesgado a provocar las iras de su amo y el silencioso reproche de su ama. Sin embargo, Zoya prometió no decírselo a nadie y además ya la había acompañado allí numerosas veces. La joven visitaba a sus primos casi a diario. ¿Qué mal podía haber en ello ahora, aunque el pequeño y frágil zarevich y sus hermanas mayores tuvieran el sarampión? Todo el mundo sabía que Alexis era un niño enfermizo. Mademoiselle Zoya, en cambio, era una joven encantadora, fuerte y sana como un roble. Era la niña más preciosa que jamás había visto Fiodor, y su mujer Ludmilla se hizo cargo de ella desde pequeña. Ludmilla había muerto de tifus hacía un año y él lo sintió muchísimo, sobre todo porque no tenían hijos. Su única familia era la de sus amos.
La guardia de cosacos los detuvo a la entrada y Fiodor refrenó bruscamente a los fogosos caballos. La nieve caía ahora con más fuerza y dos guardias a caballo, uniformados de verde y con altos gorros de piel, se acercaron en actitud amenazante hasta que reconocieron quién era. Zoya resultaba una figura familiar en Tsarskoe Selo. Los guardias saludaron marcialmente mientras Fiodor fustigaba de nuevo a los caballos y la troika pasaba rápidamente por delante de la capilla Fedorovsky, rumbo al palacio de Alejandro. De entre sus muchas residencias imperiales, esa era la preferida de la zarina. Raras veces utilizaban el Palacio de Invierno de San Petersburgo como no fuera para bailes de gala o recepciones de Estado. Todos los años, en mayo, se trasladaban a su villa de la finca de Peterhof y, tras pasar el verano en su yate Estrella Polar y en la localidad polaca de Spala, en septiembre iban siempre al palacio de Livadia. A menudo Zoya los acompañaba y permanecía con ellos hasta que se reanudaban las clases en el Instituto Smolny. Pero el palacio de Alejandro era también su preferido. Estaba enamorada del famoso tocador malva de la zarina y pidió que su propia habitación en casa fuera decorada con los mismos tonos opalinos que la de tía Alix. A su madre le hizo gracia aquel capricho y, hacía un año, decidió complacerla. María le tomaba el pelo cada vez que la visitaba, diciéndole que su habitación le recordaba demasiado a la de su madre.
Fiodor saltó de su asiento mientras dos jóvenes sujetaban los caballos y bajo la fuerte nevada le tendió cuidadosamente la mano a Zoya. El grueso abrigo de piel de la muchacha estaba cubierto de copos de nieve, y sus mejillas aparecían arreboladas a causa del frío y las dos horas de trayecto desde San Petersburgo. Solo tendría tiempo de tomar el té con su amiga, pensó Zoya, cruzando la impresionante entrada del palacio de Alejandro. Fiodor regresó a toda prisa junto a los caballos. Tenía amigos en las caballerizas y mientras esperaba a su ama siempre disfrutaba contándoles las últimas noticias de la ciudad.
Dos doncellas tomaron su abrigo y Zoya se quitó despacio el sombrero de martas, dejando al descubierto una preciosa mata de cabello que a menudo asombraba a la gente cuando lo llevaba suelto, como solía hacer en Livadia durante el verano. El zarevich Alexis le gastaba bromas a propósito de su melena pelirroja y cuando ella lo abrazaba se la acariciaba suavemente con sus manos delicadas. Para Alexis, Zoya era casi una hermana, pues había nacido dos semanas antes que María, y ambas tenían un carácter similar y lo mimaban constantemente, como el resto de sus hermanas. Para ellas, su madre y los parientes más próximos, el zarevich era casi siempre
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