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INTRODUCCIÓN
Edición en el décimo aniversario deInteligencia emocional
En 1990, mientras desempeñaba mi trabajo como periodista científico en el New York Times, descubrí por casualidad en una publicación académica un artículo escrito por los psicólogos John Mayer (que hoy trabaja en la University of New Hampshire) y Peter Salovey (de la Yale University), en el que ambos autores esbozaban su primera formulación de un concepto al que habían denominado “inteligencia emocional”.
Nadie ponía en duda, en aquellos días, la importancia del cociente intelectual como criterio de excelencia en la vida y todo el debate se reducía a si éste tenía un origen genético o si, por el contrario, se debía a la experiencia. De pronto, sin embargo, irrumpió en escena una nueva noción sobre los ingredientes fundamentales del éxito en la vida que me impactó hasta el punto de convertirla en el título del libro publicado en el año 1995. Al igual que había ocurrido con Mayer y Salovey, esa expresión sintetizaba, en mi opinión, un amplio rango de descubrimientos científicos que unificaba distintas líneas de investigación y que no revisaba tan sólo la teoría, sino que también incluía un amplio rango de interesantes avances científicos como, por ejemplo, los primeros resultados del incipiente campo de la neurociencia afectiva (que se ocupa de investigar el modo en que el cerebro regula las emociones).
Recuerdo haber pensado, poco antes de que este libro viese la luz hace ahora diez años que, si algún día llegaba a escuchar casualmente una conversación entre dos desconocidos que empleasen la expresión inteligencia emocional entendiendo su significado, habría conseguido finalmente mi intención de difundir el concepto en nuestra sociedad. Poco imaginaba entonces lo que el futuro iba a depararme.
La expresión inteligencia emocional (o su abreviatura equivalente CE [cociente emocional]) es hoy en día tan ubicua que aparece en contextos tan diferentes e insólitos como las tiras cómicas de Dilbert y Zippy the Pinhead y el arte secuencial de Roz Chast en The New Yorker. He visto cajas de juguetes que pretenden contribuir al desarrollo de la IE del niño, anuncios personales que afirman buscar eso mismo en su pareja y hasta, en cierta ocasión, encontré, en la etiqueta de la botella de champú de una habitación de hotel, un chiste sobre la IE.
El concepto ha llegado prácticamente a todos los rincones de nuestro planeta hasta el punto de que el cociente emocional [CE] ha acabado convirtiéndose, según me dicen, en una expresión conocida en lenguajes tan diversos como el chino, el alemán, el portugués, el coreano y el malayo (aunque yo sigo prefiriendo la abreviatura IE para referirme a la inteligencia emocional). No es infrecuente descubrir, en el buzón de mi correo electrónico, consultas procedentes de estudiantes de doctorado de Bulgaria, maestros de escuela de Polonia, estudiantes universitarias de Indonesia, asesores comerciales de Sudáfrica, expertas en gestión empresarial del sultanato de Omán o ejecutivos de Shanghai. Los alumnos de ciencias empresariales de la India estudian la IE y el liderazgo, los CEO [Chief Operative Executive] de Argentina recomiendan a sus alumnos el libro que posteriormente escribí sobre ese tema y también he escuchado decir a personas que se dedican al estudio del cristianismo, el judaísmo, el islam, el hinduismo y el budismo, que han descubierto la existencia de grandes paralelismos entre la noción de IE y sus propias creencias.
Para mí, ha sido muy gratificante la acogida que han tenido adaptaciones de este concepto al ámbito educativo en forma de programas sobre “aprendizaje social y emocional” [Social and Emotional Learning o SEL]. En el año 1995, sólo había unos pocos programas que se ocupaban de enseñar a los niños las habilidades de la inteligencia emocional pero, diez años más tarde, son decenas de miles las escuelas diseminadas por todo el mundo que brindan a sus alumnos la posibilidad de seguir este tipo de programas. En los Estados Unidos, sin ir más lejos, son muchos los distritos escolares, e incluso los estados, que han incluido los programas SEL como parte indispensable del currículum en la convicción de que, del mismo modo que los alumnos deben alcanzar un cierto nivel de competencia en matemáticas y lenguaje, también deben lograr un cierto dominio de estas habilidades tan esenciales para la vida.
El estado de Illinois, por ejemplo, ha establecido normas concretas para la enseñanza de las habilidades SEL desde el jardín de infancia hasta el último curso de enseñanza secundaria. Para ilustrar este detallado y comprehensivo programa diremos que los alumnos de los primeros años de enseñanza elemental aprenden a reconocer y a nombrar concretamente sus emociones y el modo en que les impulsan a actuar. Al finalizar la escuela primaria, los niños deben haber desarrollado la suficiente empatía como para poder identificar pistas no verbales que les indiquen lo que esté sintiendo otra persona. Durante el período de la enseñanza media deben ser capaces no sólo de analizar lo que les genera tensión, sino también aquello que les motiva a lograr un mejor desempeño. En el caso de la enseñanza secundaria, las habilidades SEL que deben aprender incluyen saber escuchar y hablar de un modo que contribuya a resolver conflictos en lugar de generarlos y saber negociar para alcanzar soluciones satisfactorias para todos los implicados.
Singapur ha emprendido una iniciativa puntera en la aplicación de programas SEL, como también ha ocurrido en algunas escuelas de Malasia, Hong Kong, Japón y Corea y que, en el caso de Europa, ha sido encabezada por el Reino Unido. Ya son más de una docena de países cuyo sistema educativo tiene en cuenta la IE, como sucede con Australia, Nueva Zelanda y algunos países latinoamericanos y africanos. En 2002, la UNESCO puso en marcha una iniciativa de alcance mundial remitiendo a los ministros de educación de ciento cuarenta países una declaración de los diez principios básicos imprescindibles para poner en marcha programas SEL.
En algunas naciones y en algunos estados de nuestro país, SEL se ha convertido en un paraguas institucional que apunta a factores tan diversos como la educación del carácter, la prevención de la violencia, del acoso escolar, la prevención de la drogadicción y el mantenimiento de la disciplina escolar y cuyo objetivo no es tanto el de reducir la incidencia de estos problemas en la población escolar, como el de mejorar el clima general de la escuela y, en última instancia, el desempeño académico de los alumnos.
En 1995 esbocé los indicios preliminares de los que entonces disponíamos, según los cuales, el SEL es el ingrediente fundamental de los programas que no sólo aumentan la tasa de aprendizaje infantil, sino que también impiden la aparición de problemas tales como la violencia. Hoy en día podemos afirmar sin duda alguna que la investigación científica ha demostrado que la autoconciencia, la confianza en uno mismo, la empatía y la gestión más adecuada de las emociones e impulsos perturbadores, no sólo mejoran la conducta del niño, sino que también inciden muy positivamente en su rendimiento académico.