Con el S.C.U.M., Valerie Solanas se convirtió en la encarnación por excelencia del feminismo beligerante. El manifiesto, publicado en 1968, lanza su proclama contra la discriminación de la mujer, pero aporta la furia de su líder más extrema. Con el dramatismo de las víctimas y el coraje de quien no tiene nada que perder, Valerie Solanas legó a la historia del siglo un documento visionario que dejó al desnudo el odio insaciable de una minoría. Aún hoy, cuando todo parece superado, el S.C.U.M. es una muestra acabada de la exasperación que puede alcanzar el deseo de venganza y una denuncia de las máscaras que esconden los prejuicios.
Valerie Solanas
SCUM
Manifiesto de la organización para el exterminio del hombre
ePub r1.1
Trips 29.08.14
Título original: SCUM (Society for Cutting Up Men) Manifesto
Valerie Solanas, 1968
Traducción: Ana Becciu
Editor digital: Trips
Corrección de erratas: Trips
ePub base r1.1
Prólogo
A partir de la oveja Dolly, los sexos dejaron de diferenciarse por su función reproductiva. Poco importa quién es hombre y quién es mujer, quién tiene pene y quién envidia, quien es el hacedor y quien la calma. En 1968, el año en que Valerie Solanas escribía el S.C.U.M. (Society for Cutting Up Men: Organización para el Exterminio del Hombre), podía vislumbrarse el camino que terminaría en los clones. Lo que todavía quedaba fuera de toda sospecha era esta síntesis andrógina de los noventa: de un lado habría hombres y, del otro, estaba Valerie Solanas.
Declarada lesbiana y feminista, escritora y americana, Valerie Solanas (nacida en 1936, muerta en 1988) se aseguró sus quince minutos de gloria cuando le disparó sin éxito a Andy Warhol, el rey de la cultura pop. El móvil del atentado respondía a una de las varias tesis antimacho de su manifiesto: que el artista hombre buscaba compensar su incapacidad para vivir construyendo un mundo artificial donde él es el héroe y donde la mujer queda reducida a un rol contemplativo que la distrae de la acción. Para Valerie Solanas razones como ésta justificaban el agravio verbal y hasta el impulso incontrolable de exterminar la figura masculina. Y así gritó hasta que la rebelión activa que proponía y encarnó la condujo primero a la cárcel, después al manicomio.
Pero el S.C.U.M. rescató su voz de protesta, que no podía resultar menos que una declaración exagerada, violenta casi hasta el grotesco y deliberadamente vulgar. El S.C.U.M. no es una descripción del hombre hecha por una mujer; es la disección del enemigo planteada por una mente obsesionada por el odio, es una simplificación argumental cuyo real motor es la destrucción del oponente.
Resulta incluso cómico que en todos los pasajes en que Valerie Solanas se refiere a la polaridad de los sexos inferiores y superiores, la mujer termine ocupando el lugar de privilegio. Y utópico que hacia el final del manifiesto, el hombre le termine dando paso. Pero buscar coherencias y fundamentos teóricos en este texto es un esfuerzo vano, como lo es tratar de justificar racionalmente cualquier clase de discriminación. El S.C.U.M. debe leerse bajo el código de la lucidez femenina y de la sensibilidad a flor de piel. No pretende revelar ninguna mujer nueva, pero se anima a hacer trizas a los prejuicios (como el primero, ese que cree que de su boca sólo salen rosas). La ternura no está en las páginas de Valerie Solanas: está en el lector piadoso que llega a comprender el sentido cabal de una feminidad vivida, no heredada, y de un destino más cultural que biológico.
VALERIE JEAN SOLANAS (9 de abril de 1936 - 26 de abril de 1988), fue una escritora feminista estadounidense, diagnosticada de esquizofrenia, famosa por atentar contra la vida del artista Andy Warhol en 1968. Su obra más difundida es el Manifiesto SCUM (capa de suciedad o escoria en inglés), una proclama que llama a la destrucción de los hombres y a la liberación de las mujeres.
Vivir en esta sociedad significa, con suerte, morir de aburrimiento; nada concierne a las mujeres; pero, a las dotadas de una mente cívica, de sentido de la responsabilidad y de la búsqueda de emociones, les queda una —sólo una única— posibilidad: destruir al gobierno, eliminar el sistema monetario, instaurar la automatización total y destruir al sexo masculino.
Hoy, gracias a la técnica, es posible reproducir la raza humana sin ayuda de los hombres (y, también, sin la ayuda de las mujeres). Es necesario empezar ahora, ya. El macho es un accidente biológico: el gene Y (masculino) no es otra cosa que un gene X (femenino) incompleto, es decir, posee una serie incompleta de cromosomas. Para decirlo con otras palabras, el macho es una mujer inacabada, un aborto ambulante, un aborto en fase gene. Ser macho es ser deficiente; un deficiente con la sensibilidad limitada. La virilidad es una deficiencia orgánica, una enfermedad; los machos son lisiados emocionales.
El hombre es un egocéntrico total, un prisionero de sí mismo incapaz de compartir o de identificarse con los demás, incapaz de sentir amor, amistad, afecto o ternura. Es un elemento absolutamente aislado, inepto para relacionarse con los otros, sus reacciones no son cerebrales sino viscerales; su inteligencia sólo le sirve como instrumento para satisfacer sus inclinaciones y sus necesidades. No puede experimentar las pasiones de la mente o las vibraciones intelectuales, solamente le interesan sus propias sensaciones físicas. Es un muerto viviente, una masa insensible imposibilitada para dar, o recibir, placer o felicidad. En consecuencia, y en el mejor de los casos, es el colmo del aburrimiento; sólo es una burbuja inofensiva, pues únicamente aquellos capaces de absorberse en otros poseen encanto. Atrapado a medio camino en esta zona crepuscular extendida entre los seres humanos y los simios, su posición es mucho más desventajosa que la de los simios: al contrario de éstos, presenta un conjunto de sentimientos negativos —odio, celos, desprecio, asco, culpa, vergüenza, duda— y, lo que es peor: plena consciencia de lo que es y no es.
A pesar de ser total o sólo físico, el hombre no sirve ni para semental. Aunque posea una profesionalidad técnica —y muy pocos hombres la dominan— es, lo primero ante todo, incapaz de sensualidad, de lujuria, de humor: si logra experimentarlo, la culpa lo devora, le devora la vergüenza, el miedo y la inseguridad (sentimientos tan profundamente arraigados en la naturaleza masculina que ni el más diáfano de los aprendizajes podría desplazar). En segundo lugar, el placer que alcanza se acerca a nada. Y finalmente, obsesionado en la ejecución del acto por quedar bien, por realizar una exhibición estelar, un excelente trabajo de artesanía, nunca llega a armonizar con su pareja. Llamar animal a un hombre es halagarlo demasiado; es una máquina, un consolador ambulante. A menudo se dice que los hombres utilizan a las mujeres. ¿Utilizarlas, para qué? En todo caso, y a buen seguro, no para sentir placer.
Devorado por la culpa, por la vergüenza, por los temores y por la inseguridad, y a pesar de tener, con suerte, una sensación física escasamente perceptible, una idea fija lo domina: cojer. Accederá a nadar por un río de mocos, ancho y profundo como una nariz, a través de kilómetros de vómito, si cree, que al otro lado hallará una gatita caliente esperándole. Cojerá con no importa qué mujer desagradable, qué bruja desdentada, y, más aún, pagará por obtener la oportunidad. ¿Por qué? La respuesta no es procurar un alivio para la tensión física, ya que la masturbación bastaría. Tampoco es la satisfacción personal —no explicaría la violación de cadáveres y de bebés—.