Los norteamericanos escogen comer [1] menos del 0,25% de los alimentos conocidos del planeta.
Cuando era pequeño solía pasar muchos fines de semana en casa de mi abuela. En cuanto llegaba, el viernes por la noche, ella me levantaba del suelo con uno de sus abrazos capaces de sofocar fuegos. Y al partir, el domingo por la tarde, volvía a elevarme por los aires. Pasados unos cuantos años caí en la cuenta de que me estaba pesando.
Mi abuela sobrevivió a la guerra descalza, rapiñando los desechos de otros: patatas podridas, pedazos de carne seca, pieles y los trozos que quedaban adheridos a los huesos. De manera que nunca le importó que saliera por mi cuenta, siempre y cuando volviera con unos cuantos vales de descuento para ella. Y luego estaba lo de los bufés de los hoteles: mientras nosotros llenábamos los platos de desayuno hasta casi formar una pirámide, ella se dedicaba a hacer bocadillos, envolverlos en servilletas y guardarlos en el bolso para la hora de comer. Fue mi abuela quien me enseñó que de una bolsa de té pueden sacarse tantas tazas como haga falta y que de una manzana se come absolutamente todo.
El tema no era el dinero. (Muchos de los vales que yo arrancaba eran de alimentos que ella nunca iba a comprar).
El tema no era la salud. (Me rogaba que bebiera Coca Cola).
Mi abuela nunca se reservaba una silla en los ágapes familiares. Incluso cuando ya no quedaba nada por hacer ollas de sopa por tapar, cazuelas que remover u hornos que vigilar, ella se quedaba en la cocina, cual vigía (o prisionero) en una torre. Se diría que el sustento que obtenía de la comida que preparaba no requería que la ingiriera.
En los bosques europeos, ella comía para sobrevivir, hasta que llegara la siguiente oportunidad de comer para sobrevivir. En Estados Unidos, cincuenta años después, comíamos lo que queríamos. Nuestras alacenas estaban llenas de alimentos comprados por capricho, delicatessen carísimas, comida que en realidad no nos hacía falta. Y si caducaba, la tirábamos a la basura sin ni siquiera olerla. Comer era gratis. Mi abuela nos proporcionó esa vida. Pero ella era incapaz de sacarse de encima la desesperación.
Mientras fuimos niños, mis hermanos y yo creíamos que la abuela era la mejor cocinera del mundo. Recitábamos esa cantinela cuando el plato llegaba a la mesa, la repetíamos después del primer bocado y de nuevo al final de la comida: «Eres la mejor cocinera del mundo». Y sin embargo éramos unos críos lo bastante informados como para saber que la Mejor Cocinera del Mundo debía saber hacer más de una receta (pollo con zanahorias), y que la mayoría de las Mejores Recetas debían contener más de dos ingredientes.
¿Por qué no le cuestionábamos afirmaciones del estilo de que la comida oscura era esencialmente más sana que la de colores claros, o que la mayoría de los nutrientes se encuentran en la corteza o en la piel? (En esas visitas de fin de semana, nos hacía los bocadillos con los extremos del pan de molde, siempre de centeno). Nos enseñó que los animales que son más grandes que uno resultan un excelente alimento, que los animales que son más pequeños también son buenos y que el pescado (que no pertenecía a la categoría de los animales) es pasable; luego venía el atún (que no era pescado), verdura, fruta, pasteles, galletas y bebidas con gas. Ninguna comida era mala. Las grasas eran sanas: todas, siempre, en cualquier cantidad. Los azúcares eran muy sanos. Cuanto más gordo está un niño, más saludable se encuentra. El almuerzo no es una comida, sino tres, que se comen a las once, a las doce y media y a las tres. Uno siempre tiene hambre.
En realidad, es probable que su pollo con zanahorias fuera el plato más delicioso que he probado. Mas eso tenía poco que ver con cómo se preparaba o incluso con su sabor. Su comida era deliciosa porque creíamos que lo era. Creíamos en la habilidad culinaria de mi abuela con más fervor del que poníamos en Dios. Su talento en la cocina era una de las anécdotas fundamentales de la familia, como la astucia del abuelo que no conocí o la única pelea conyugal de mis padres. Nos aferrábamos a esos relatos y dependíamos de ellos para definirnos. Éramos la familia que escogía sus batallas con sensatez, utilizaba el ingenio para salir de los atolladeros y adoraba la comida de nuestra matriarca.
Hubo una vez una persona que tuvo una vida tan buena que no había nada que contar de ella. De mi abuela podían contarse más historias que de ninguna otra persona que haya conocido: su infancia en otro mundo, su difícil supervivencia, la totalidad de su pérdida, su inmigración y sus pérdidas posteriores, el triunfo y la tragedia de su adaptación. Y aunque algún día intentaré relatárselas a mis hijos, casi nunca nos las contábamos los unos a los otros. Ni la llamábamos por ninguno de esos nombres obvios y bien merecidos. La llamábamos la Mejor Cocinera del Mundo.
Quizá sus otras historias fueran demasiado difíciles de contar. O quizá ella escogía la historia, y deseaba ser identificada por su capacidad de proveer más que de sobrevivir. O quizá su supervivencia queda incluida en su capacidad de proveer: su relación con la comida resume todas las historias que podrían contarse de ella. Para ella la comida no es comida . Es terror, dignidad, gratitud, venganza, alegría, humillación, religión, historia, y, por supuesto, amor. Como si los frutos que siempre nos ofrecía los recogiera de las ramas truncadas de nuestro árbol de familia.
Unos impulsos inesperados me asaltaron cuando descubrí que iba a ser padre. Empecé a ordenar la casa, a cambiar bombillas que llevaban tiempo difuntas, a limpiar ventanas y a archivar documentos. Me gradué la vista, compré una docena de pares de calcetines blancos, instalé una baca en el techo del coche y un panel divisorio en la parte trasera, me sometí al primer chequeo en media década… y decidí escribir un libro sobre comer animales.
La paternidad fue el empuje inmediato para emprender el viaje del que saldría este libro, pero lo cierto es que llevaba la mayor parte de mi vida haciendo esas maletas. A los dos años, los héroes de todos mis cuentos eran animales. A los cuatro, adoptamos al perro de un primo durante un verano. Yo le di un puntapié. Mi padre me dijo que a los animales no se los patea. Con siete años, lloré la muerte de mi pez. Me enteré de que mi padre lo había tirado por el retrete. Le dije a mi padre, con palabras menos educadas, que a los animales no se los tira por el retrete. Cuando tenía nueve años, tuve una canguro que no quería hacerle daño a nada. Lo expresó así cuando le pregunté por qué no comía pollo, como hacíamos mi hermano mayor y yo: «No quiero hacerle daño a nada».