Introducción
Llega un momento en nuestra vida en que nos damos cuenta de que, después de todo, probablemente no seremos la primera persona que viva eternamente.
Darse cuenta de eso es normal, o al menos así lo supongo, pero es totalmente contrario a nuestras legítimas expectativas. Es una conmoción.
Digámoslo claramente. Nuestra mente no tiene ningún problema con la idea de vivir para siempre. ¿Qué hay de malo con que siga funcionando tal como lo hace ahora? No puede ver ninguna razón para no hacerlo. No. El problema es nuestro cuerpo. Empieza a funcionar menos bien. Y comienza a hablar sin cesar de sí mismo, enviándonos mensajes cada vez más frecuentes, mensajes insistentes y perentorios: ¿Qué hay de mí? ¿Es que nadie me escucha? Deja de hacer esto, duele. O bien: «He de ir al retrete». «¿Qué? ¿Ahora?», responde nuestra mente soñolienta. «¡Son las tres de la madrugada!» «Sí, ahora.»
En la escuela, tuve que dejar la biología a los trece años de edad, aunque ya empezaba a encaminarme hacia las ciencias. Una lección cada quince días se convirtió en ninguna lección en absoluto. Ahora me parece sorprendente que se permitiera que tal cosa ocurriera, no sólo porque entonces ya era evidente que la biología era la especialidad científica que ofrecía el campo más extenso para los descubrimientos, sino porque cada uno de nosotros es el dueño y el operador de nuestro propio cuerpo humano, y seguramente aquélla hubiera sido la época para aprender algo acerca de él. En cambio, se me dejó a cargo de un organismo biológico complejo del que no sabía casi nada y al que, si tenía suerte, seguiría instruyendo y en el que continuaría habitando durante otros setenta años, aproximadamente.
Una consecuencia de esta omisión educativa y de mi propia desidia intelectual es que no tengo respuesta para el problema de tener que ir al baño a las tres de la madrugada. No tengo ni idea de cómo funciona mi vejiga, o por qué parece funcionar ahora de manera diferente a como lo hacía cuando yo era más joven. Y hay muchas probabilidades de que el lector tampoco lo sepa.
Sólo tengo una vaga imagen de algún tipo de globo estanco que se llena y se vacía, situado en algún lugar de mi abdomen. Para una información más precisa, descubro que he de consultar un libro de texto universitario. El libro es como un adoquín, y está lleno de ilustraciones a color, pero sin arte. Busco «vejiga» en el índice. No está allí. Veo que me veré obligado a traducir mi pregunta sencilla en una jerga extraña. Considero brevemente el asunto y después me dirijo a las U para encontrar una entrada para «urinario, sistema».
La vejiga, según descubro, es una bolsa elástica constituida por delgadas capas de músculo. Internamente está tapizada con mucus para hacerla estanca. Cuando está llena, se distiende hasta el tamaño y la forma de un aguacate grande y contiene aproximadamente medio litro de orina (o un litro, según otro libro de texto). Una radiografía adjunta, calificada (como si se supusiera que he de conocer el significado del término) de pielograma, muestra la disposición del sistema urinario dentro del cuerpo, destacada mediante un agente de contraste que se ha inyectado al sujeto humano. Veo un depósito bulboso protegido por los huesos pélvicos en la base de la columna vertebral. Surgen de ella las dos finas líneas de los uréteres, que abrazan la columna en su recorrido hasta los riñones, donde cada uno de ellos se ramifica en dos, después cinco y después muchos más tubos más finos que terminan en las profundidades de cada riñón, en algún punto situado aproximadamente al nivel de la costilla inferior de la caja torácica. La imagen es relativamente hermosa, como dos lirios de tallo largo en un jarrón abultado.
Los uréteres son tubos musculares que hacen entrar en la vejiga la orina producida por los riñones. Cuando la vejiga alcanza su capacidad, se estimulan unos receptores de alargamiento que hay en la pared muscular, que envían señales a nuestro cerebro, que interpretamos en el sentido de que hemos de levantarnos y evacuar.
Bueno, no exactamente. En realidad, el sistema es más ingenioso. La vejiga envía sus primeras señales simplemente para poner a prueba nuestra preparación. En este caso, nuestro cerebro responde a la información enviando un mensaje de vuelta a la vejiga que hace que sus músculos se contraigan un poco, lo que aumenta la presión del líquido en su interior. La finalidad de eso es averiguar si otro conjunto de músculos, los que permiten a la vejiga vaciarse cuando se relajan, aguantarán un poco más. El cerebro le está dando largas al asunto, mientras le pregunta a la vejiga: «¿Lo dices de veras?». Cuando la vejiga devuelve señales por las que admite que sólo era un bluf, nuestro cerebro responde con una instrucción a los músculos de la pared de la vejiga para que se relajen de nuevo y permitan que se acumule más orina. Todo esto ocurre mientras estamos durmiendo, y evita que nos despertemos hasta que realmente lo necesitamos. Es como el botón de sueño ligero de un reloj despertador.
Los manuales comentan el deterioro de este sistema admirable en la edad madura. Intento analizarlo. Quizá nuestra vejiga se contrae, lo que significa que debe vaciarse con más frecuencia. O quizá se expande, disparando más pronto los receptores de alargamiento. Quizá estos mismos receptores se tornan más espasmódicos. Quizá el telégrafo neural entre nuestro cerebro y nuestra vejiga se torna un poco atolondrado y empieza a enviar mensajes equivocados. Quizá nuestro cerebro envejecido se asusta y piensa que más vale prevenir que lamentar. Hay muchísimas posibilidades. Desgrano mis teorías a un amigo que es médico especialista en un hospital. «Yo también he intentado averiguarlo», me dice al cabo de un rato, pero el proceso le ha dejado tan desconcertado como lo estoy yo. Finalmente, transmite mis preguntas a un colega que es urólogo. En realidad, me dicen, simplemente producimos más orina mientras dormimos a medida que envejecemos. Es una verdad incómoda, cuando menos.
Parece absurdo que encontrar una explicación para esta función corporal, una de las más banales, haya requerido tanta consulta con expertos. Pero también tengo preguntas más embarazosas. La vejiga, ¿es sólo una «bolsa» o es algo más? ¿Es un órgano? ¿Qué requisitos hacen falta para ser un órgano? ¿Dónde empiezan y terminan los órganos? Los estudiantes de medicina suelen comprar un esqueleto de plástico y un modelo del cuerpo también de plástico en el que órganos pintados de vivos colores encajan perfectamente en su lugar, unos junto a otros. ¿Es así realmente como es el cuerpo? ¿O acaso los órganos son invenciones culturales, que es mejor considerar como depósitos para las diversas ideas que nos hemos formado acerca de la vida que como entidades discretas de la realidad biológica? ¿Acaso tiene sentido siquiera hablar del cuerpo en partes? ¿Para quién tiene sentido eso? Y, si es así, ¿es el cuerpo humano simplemente la suma de dichas partes, o es algo más? Porque Aristóteles pensaba precisamente en el cuerpo humano cuando acuñó la frase, en la actualidad trillada, de «más que la suma de sus partes» en su Metafísica . Y si el cuerpo humano es más que la suma de sus partes, entonces, ¿qué es este «más»?
Anatomías es mi intento de compensar la educación que no tuve en biología humana y de encontrar respuestas a estas preguntas. Como la mayoría de nosotros, sé escandalosamente poco acerca de cómo funciona realmente mi cuerpo (y de cómo en ocasiones no funciona). Los que lo saben, nuestros médicos, parecen dispuestos a mantener este conocimiento para sí, guardando su estatus profesional con sus largas palabras, sus intentos de explicaciones simplificadas y aquellas recetas típicamente ilegibles.