TRES OJEADAS
I
Las bodas de la princesa Leodegundia, en la Pamplona de los últimos años del siglo IX , fueron celebradas por un poeta sin nombre en un epitalamio acróstico de casi un centenar de versos: «Laudes dulces fluant tibiali modo…». Leodegundia, hija de Ordoño I de Asturias, era mujer instruida, «eloquiis clara, / erudita litteris sacrisque misteriis», y no tendría demasiada dificultad en descifrar los trabajados trocaicos rítmicos del anónimo. Ese no podía ser el caso, sin embargo, de la mayoría de los asistentes a los festejos nupciales, los «propinqui cari et amici», quienes oirían una estrofa como
Ad exhilarandam faciem decoram
praeparentur famuli, infundentes poculo
ambroseum sucum braci ut laetetur affatim,
y después habría que darles con el codo y aclararles que las bebidas estaban siendo servidas. Con todo, no es creíble que esos «amici ac sodales obtimi» de rango cercano al de los novios se quedaran enteramente ayunos, ni de vino ni de poesía: los «cantores suaves melos dantes» que actuaban en la ceremonia en presencia de los invitados, «in conspectu omnium», por fuerza debían interpretar piezas que los encopetados asistentes entendieran e incluso pudieran acompañar, «resonate cuncti».
El pueblo de Pamplona, por otra parte, también entonaba a coro canciones en honor de la princesa: «recitantes in concentu laudent Leodegundiam». Es lícito sospechar que esos cantos populares, sin duda en lengua vulgar e imagino que en vasco, tendrían el tono picante que siempre se ha estilado en parejas ocasiones y que ya lamentaba san Martín de Dumio y seguía deplorando el penitencial anotado en las Glosas silenses : «Non oportet christianos ad nubtias /a las bodas/ euntes /qui ban ido/ ballare /cantare/ vel saltar /sotare/». En todo caso, quienes en los desposorios de Leodegundia parece que no tenían papel fueron los scurrones , los juglares, que, no obstante, muchos esperarían y cuya ausencia, por eso mismo, el autor del epitalamio se siente obligado a razonar, al tiempo que insinúa que la falta de sus chácharas y músicas ruidosas se compensa de sobras con las delicias de la buena mesa y con los cánticos devotos que san Isidoro recomendaba como antídoto contra las profanidades nupciales:
Nullius scurronis hic resonent verba,
absit omne barbarum garritule scandalum,
sed edentes ac potantes laudemus Altissimum.
Los Versi [de] domna Leodegundia regina , como los llama el códice de Roda, aparte de ilustrar en sí mismos las capacidades y el alcance de la vivaz y elaborada lírica latina de la Alta Edad Media, nos evocan también ahora otras modalidades o manifestaciones poéticas que no podían sino hacerse oír en la España en vísperas del 900. Por un lado, como siempre, como en todas partes, la poesía de todos, las canciones del pueblo. Por otro, los «verba» y el «scandalus» de los intérpretes profesionales, los juglares o scurrones (la voz será un cruce de scurrae e histriones ). Pero, como apuntaba, no es fácil que los nobles convidados carecieran de una poesía propia y tuvieran que conformarse con los cantos populares y los entretenimientos juglarescos, aunque sin duda conocían y apreciaban unos y otros, y menos con las inaccesibles pedanterías de clérigos tan doctos como el de los Versi en cuestión. A ellos tampoco podía faltarles una lírica suya: una lírica que el ambiente y la clase social nos imponen calificar de cortés y, por analogía, casi nos incitan a llamar trovadoresca. El epitalamio a Leodegundia nos pone, pues, ante los ojos la imagen de un núcleo preurbano cuyos diversos estamentos, pueblo y aristocracia, juglaría y clerecía, hacen sonar sus voces singulares, cada uno a su manera, espontánea o profesionalmente.
Son, en última instancia, las mismas voces que protagonizan el grueso de la literatura de la Baja Edad Media, pero todo hace pensar que no están concertadas entre sí como posteriormente lo estuvieron. No olvidemos que nos encontramos en la Pamplona del siglo IX , donde difícilmente se hablaría otra cosa que el eusquera. La princesa asturiana no podía comprender las coplas de sus nuevos vasallos, ni estos ni los invitados de más postín entenderían los difíciles versos del epitalamio. ¿En qué lengua, por otro lado, podrían haber actuado los juglares, a quienes unas celebraciones tan fastuosas habrían atraído cuando menos desde la tierra de la novia? ¿Qué lengua nos es dado imaginar para una lírica cortés viable en tales circunstancias?
Ni por asomo pretendo sugerir unas respuestas a esos y tantos otros interrogantes como suscitan los Versi . El único punto que me importa resaltar es que, por más que verosímilmente estamos ante una actividad poética bastante más rica y multiforme de lo que a menudo se piensa, probablemente no nos hallamos ante el panorama de una literatura, y, desde luego, no ante el panorama de la literatura española.
Los Versi [de] Leodegundia tienen la ventaja de situarnos en una zona de lengua no romance y, por ahí, subrayan la falta de conexión entre los varios estratos poéticos que hemos atisbado. Pero se trata solo de eso, de un ejemplo, de un síntoma, porque la literatura medieval fue esencialmente políglota, y solo con una perspectiva políglota puede apreciarse debidamente; pero, por otro lado, mutatis mutandis , la situación no hubiera sido demasiado distinta si nos hubiéramos ido a la Ausona o al León de la misma época.
En la España del siglo IX , en efecto, podía escribirse un poema latino con tantas exquisiteces como el autor estuviera en condiciones de concebir. Pero el tal poema solo nos dice que en un determinado lugar y en unas determinadas fechas había un versificador con unas ciertas dotes y un cierto nivel de cultura; nada o apenas nada prejuzga sobre el estado de las letras en otros lugares y en otras fechas cercanas, ni de ningún modo significativo y estable se enlaza con la producción y la recepción de textos poéticos en otros estamentos sociales; y, en fin, no se deja situar de forma significativa en la entidad que llamamos lírica española.
Pensemos, por el contrario, en una de las muestras más antiguas de la poesía castellana que hoy conocemos: la Disputa del alma y el cuerpo . Los treinta y siete pareados que nos han llegado figuran al dorso de un manuscrito de San Salvador de Oña datado en 1201, y, a juzgar por la lengua, la composición del debate no puede alejarse mucho de ese año. Como es sabido, nos las habemos con una versión del poema francés Un samedi par nuit en la que la literalidad con que se vierte una tercera parte del original convive con la libertad con que en otro tercio se adaptan las rimes plates y con la soltura con que el adaptador se recrea en motivos ornamentales, como los relativos al adorno de las cabalgaduras, o en comentarios personales como las críticas que dirige a quienes se comportan en el templo con excesiva desenvoltura.
En su pequeñez, la Disputa supone un notable tejido de acciones e interacciones. Para empezar, como la circulación de los códices no es cosa que sucediera entonces con la facilidad con que trescientos o cuatrocientos años después se divulgaban los impresos, el manuscrito de Un samedi … tuvo que llegar a Castilla con un objetivo determinado. Si, como todo indica, la Disputa se redactó en Oña, conviene recordar que no otro fue el primer monasterio castellano que se acogió a la observancia de Cluny, en fecha tan temprana como 1033. Pero, claro está, la vasta empresa de renovación espiritual que los cluniacenses realizaron en España en los siglos XI y XII , en todos los terrenos, desde la cura de almas hasta la reforma del alto clero, basta para conjeturar —y solo eso nos interesa ahora— que Un samedi … llegaría a Oña por razones pastorales, pensando en la instrucción y en la edificación del vulgo. A imagen y semejanza de los poemas que los juglares difundían entre el pueblo, en cualquier caso, y ajenos al modelo francés, son los versos iniciales enderezados a una posible audiencia para solicitar su atención y presentar la visión como experiencia personal: