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Aldersey Williams Hugh - La Tabla Periódica

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Aldersey Williams Hugh La Tabla Periódica

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Bienvenido a un deslumbrante viaje a través de la historia, la literatura, la ciencia y el arte. Se topará con el hierro que llueve del cielo y los gases que iluminan el camino al vicio. Descubrirá cómo el plomo puede predecir su futuro, o cómo el zinc cubrirá su féretro; qué tienen en común sus huesos con la Casa Blanca o el brillo de las farolas con la sal de cocina.

Desde las civilizaciones antiguas a la cultura contemporánea, desde el oxígeno de la publicidad hasta el fósforo de la orina, los elementos están tan cerca como lejos de nosotros mismos. Periodic Tales desentraña sus secretos y nos demuestra que sus historias, las de los elementos, son también las nuestras.

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Luz

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Índice

Para mis padres

Mary Redfield Aldersey-Williams

(23 junio 1930 - 16 mayo 2004)

Arthur Grosvenor Aldersey-Williams

(6 junio 1929 - 23 diciembre 2008),

con amor y gratitud

Prólogo

Al igual que el alfabeto o el zodíaco, la tabla periódica de los elementos es una de estas imágenes gráficas que parecen estar arraigadas para siempre en nuestra memoria. La que yo recuerdo estaba en la escuela, colgada de la pared detrás de la mesa del profesor como la pantalla de un altar, con su papel satinado que amarilleaba, testimonio de años de ataque químico. Es una imagen de la que no he podido desprenderme, a pesar de que hace años que apenas me aventuro en un laboratorio. Ahora la tengo en mi propia pared.

O al menos una versión de ella. El familiar contorno escalonado está ahí, y las casillas pulcramente amontonadas, una para cada elemento. Cada casilla contiene el símbolo y el número atómico apropiado para el elemento de aquella posición. Sin embargo, en esta tabla no todo está como debiera ser. Porque allí donde debería aparecer el nombre de cada elemento, hay otro nombre enteramente distinto, un nombre que no tiene nada que ver con el mundo de la ciencia. El símbolo O no representa el elemento oxígeno, sino el dios Orfeo; Br no es bromo, sino el artista Bronzino. Muchos de los demás espacios están ocupados, por alguna razón, por personajes del cine de la década de 1950.

Esta tabla periódica es una litografía del artista inglés Simon Patterson. A Patterson le fascinan los esquemas mediante los cuales organizamos nuestro mundo. Su manera de trabajar es reconocer la importancia de la cosas como un emblema del orden, pero después hacer estragos en su contenido. Su obra más conocida es un mapa del Metro de Londres en el que las estaciones de cada línea están rebautizadas con nombres de santos, exploradores y jugadores de fútbol. En las intersecciones ocurren cosas extrañas.

No es ninguna sorpresa que Patterson quiera jugar al mismo juego con la tabla periódica. Tiene desagradables recuerdos de cómo se la hacían aprender de memoria en su escuela. «Era conveniente enseñarla de esta forma, pero yo no podía recordarla nunca», me dice Simon. Pero recordó la idea de la tabla. Diez años después de dejar la escuela, produjo una serie de variaciones de la tabla en las que el símbolo para cada elemento inicia una falsa asociación. Cr no es cromo, sino Julie Christie, Cu no es cobre, sino Tony Curtis; y después, incluso este sistema críptico es saboteado: Ag, el símbolo de la plata, no es Jenny Agutter, pongamos por caso, o Agatha Christie, sino, naturalmente, Phil Silvers. En esta nueva tabulación hay fastidiosos momentos de aparente lógica: los elementos secuenciales berilio y boro (de símbolos Be y B) son los Bergman, Ingrid e Ingmar, respectivamente. Rex y Rhodes Reason, los hermanos actores, aparecen uno junto al otro, cooptando los símbolos para el renio (Re) y el osmio (Os). Kim Novak (Na; sodio) y Grace Kelly (K; potasio) comparten la misma columna en la tabla: ambas fueron protagonistas en filmes de Hitchcock. Pero en general no hay un sistema, sólo las conexiones que uno hace por sí mismo: por ejemplo, me divirtió ver que Po, el símbolo del polonio, el elemento radiactivo descubierto por Marie Curie y al que ella dio nombre en homenaje a su Polonia nativa, se refiere en cambio al director de cine polaco Roman Polanski.

Detalle de Sin título de Simon Patterson 1996 Copyright Simon Patterson - photo 1

Detalle de Sin título, de Simon Patterson, 1996. (Copyright © Simon Patterson. Cortesía de la Haunch of Venison Gallery, Londres.)

Ahora me encanta la irreverencia lúdica de esta obra, pero mi yo estudiantil hubiera despreciado estas tonterías. Mientras Simon soñaba con nuevas y extrañas conexiones, yo simplemente absorbía la información que se pretendía que absorbiera. Los elementos, según entiendo, eran los ingredientes fundamentales de toda la materia. No había nada que no estuviera constituido por elementos. Pero la tabla en la que el químico ruso Dmitri Mendeléyev los había distribuido era más incluso que la suma de estas partes notables. Daba sentido a la tumultuosa variedad de los elementos, colocándolos secuencialmente en filas en función de su número atómico (es decir, del número de protones en el núcleo de sus átomos), de tal manera que, de repente, su relación química saltaba a la vista (esta relación es periódica, tal como revela la alineación de las columnas). La tabla de Mendeléyev parecía tener vida propia. Para mí, constituía uno de los grandes e incuestionables sistemas del mundo. Explicaba tantas cosas, parecía tan natural, que siempre tenía que haber estado ahí; no era posible que fuera la invención reciente de la ciencia moderna (aunque tenía menos de un siglo cuando la vi por primera vez). Yo reconocía su poder en tanto que icono, pero también empecé a pensar a mi manera vacilante qué es lo que significaba realmente. La tabla parecía que, de alguna manera divertida, empequeñecía su propio contenido. Con su lógica implacable de secuencia y semejanza, hacía que los elementos mismos, en su materialidad confusa, fueran casi superfluos.

De hecho, la tabla periódica de mi clase no proporcionaba ninguna imagen del aspecto que tenía cada elemento. Sólo me di cuenta de que estas cifras tenían una sustancia real ante la enorme tabla de los elementos químicos, iluminada, que solían tener en el Museo de la Ciencia, en Londres. En esta tabla había especímenes reales. En cada rectángulo del retículo ya familiar se agazapaba una pequeña burbuja de vidrio bajo la cual brillaba o empollaba una muestra del elemento relevante. No había manera de saber si todas eran la cosa real, pero me di cuenta de que los conservadores habían omitido incluir muchos de los elementos raros y radiactivos, de manera que parecía adecuado suponer que los restantes eran auténticos. Aquí resultaba de una claridad meridiana lo que se nos había dicho en la escuela: que los elementos gaseosos se encontraban principalmente en las filas superiores de la tabla; que los metales ocupaban el centro y la izquierda, con los más pesados en las filas inferiores; eran en su mayoría grises, aunque una columna, que contenía el cobre, la plata y el oro, proporcionaba una vena de color; que los no metálicos, de color y textura más variados, se hallaban en el rincón superior derecho.

Con ello, yo tenía que iniciar mi propia colección. No sería fácil. Pocos elementos se encuentran en su estado puro en la naturaleza. Por lo general, se hallan encerrados químicamente en minerales y menas. De manera que, en lugar de ello, empecé a buscar por todas partes de mi casa, aprovechando los siglos durante los cuales el hombre ha extraído los elementos de dichos minerales y los ha preparado para servirse de ellos. Rompí bombillas estropeadas y extraje quirúrgicamente los filamentos de tungsteno, colocando los ondulantes alambres en una botellita de vidrio. El aluminio procedía de la cocina, en forma de hoja, el cobre del garaje, en forma de cable eléctrico. Una moneda extranjera que había oído que estaba hecha de níquel (aunque no se trataba de un níquel americano, que sabía que era cobre en su mayor parte) la corté en fragmentos irregulares. Así era mucho más valiosa para mí. De esta forma resultaba mucho más, vaya, elemental. Descubrí que mi padre conservaba algo de pan de oro desde su juventud, cuando lo usaba para estampar rótulos. Cogí parte de él del cajón en el que había permanecido en la oscuridad durante treinta años y dejé que volviera a brillar otra vez.

Esto suponía una mejora evidente sobre el Museo de Ciencia. No sólo podía ver mis especímenes de cerca, sino que al tacto podía notar si eran cálidos o fríos, y sopesarlos en la mano; un lingote pequeño y reluciente de estaño, que yo había moldeado a partir de un rollo de soldador fundido en un pequeño molde de cerámica, era sorprendentemente pesado. Podía hacerlos tintinear o resonar contra el vidrio y apreciar su timbre característico. El azufre tenía un color amarillo rojizo con un ligero destello, y podía verterse y tomarse con una cuchara como si fuera azúcar extrafino. Para mí, su belleza no estaba en absoluto manchada por su olor ligeramente acre. Ahora mismo he recordado este olor, al haber comprado una lata de azufre en una tienda de jardinería, donde se vende para fumigar invernaderos. Su aroma seco y como de madera está en mis dedos mientras escribo, y para mí no es infernal como enseña la Biblia, sino simplemente evocador de las pesquisas experimentales de la infancia.

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