E l propósito de este texto es incorporar el concepto de accesibilidad a la teoría y la crítica de la arquitectura con la finalidad de posicionar y hacer en ellas visible esta condición. Y aunque las obras de arquitectura que se pueden considerar accesibles no son numerosas, en este momento ya podemos intentar, por lo menos, hablar de una noción para hacerla extensiva a un mayor número de personas.
Si consideramos que la arquitectura es una expresión construida de los valores de la vida y que estos valores se modifican constantemente, es menester incluir y trasladar el tema de los derechos humanos –incorporado ya en nuestros ordenamientos jurídicos– al diseño y la arquitectura. En este siglo, en el que se ha puesto de manifiesto la discriminación y se habla de tolerancia, respeto e inclusión, así como de las características distintas de las personas, estos avances necesariamente se tendrán que reflejar en la conformación de una arquitectura y una ciudad más incluyentes.
La mayoría de nosotros estaríamos de acuerdo con los principios básicos de los derechos humanos y de la no discriminación. Pero no se trata solamente de resolver el problema de acceso, tenemos que ir más adelante y plantearlo también en sus aspectos formales o en valores arquitectónicos.
No podemos ni debemos apreciar un edificio o conjunto tan sólo por la cualidad de ser accesible: al tratar de resolver el problema únicamente con la afectación o imposición de ciertos elementos simples como añadidos y al no entender que la accesibilidad es una condición que se tiene que resolver tan bien como el resto de las exigencias de una obra arquitectónica, se han cometido errores. Si bien las personas con discapacidad, al igual que las personas mayores, son los principales beneficiarios de un entorno accesible, éste no es sólo un requerimiento para minorías, ya que el mismo sería más cómodo y eficiente para individuos de todas las edades y habilidades.
Antes de continuar, es necesario aclarar la definición del término accesibilidad, ya que todavía es común asociarla con los costos, la información o la comunicación: si se habla de una vivienda accesible, lo primero que viene a la mente es que se trata de una vivienda económica; al hablar de una ciudad accesible se puede pensar en una urbe tanto bien comunicada como con fácil acceso a la información. Y aunque no existe una definición única, la más universal sería: accesibilidad es ofrecer facilidades para el libre acceso y uso de los espacios, objetos e información a un mayor número de personas.
Stefan Tromell decía en una conferencia que “la accesibilidad es la rampa que permite el acceso a los demás derechos”. Estoy totalmente de acuerdo con esta aseveración: por un lado, la rampa es el elemento arquitectónico que asociamos con la accesibilidad; por otro, una condición de ésta es facilitar la educación, la cultura, la recreación y otra serie de servicios a los que las personas en general tienen derecho. Se pueden hacer normas, reglamentos o pronunciamientos, pero mientras no exista una cultura que propicie estas circunstancias en la arquitectura y la ciudad, resulta casi imposible alcanzar tales derechos.
Un problema es que la accesibilidad se ha visto como algo excepcional que sólo compete a centros de rehabilitación, hospitales y, últimamente, a centros comerciales, por lo que no es casualidad que en estos sitios encontremos un mayor número de personas en sillas de ruedas o padres que llevan sus bebés en carriolas.
Incluso algunos restaurantes anuncian “facilidades para discapacitados”, aunque por lo general éstas se limitan a una rampa de acceso y, en pocos, a sanitarios adaptados; más difícil resulta encontrar cajas o mostradores accesibles, o aun el menú en Braille.
Esto no debería ser anunciado, no es ninguna concesión: es una obligación de acuerdo con los reglamentos y normativas vigentes en México; sin embargo, todavía se tiene que añadir el adjetivo de accesible al referirnos a instalaciones que permiten su uso de forma normalizada, segura e independiente, como si se tratara de una situación extraordinaria. Por ejemplo, no se menciona si el edificio es seguro, higiénico o funcional, ya que damos por sentado que estas cualidades son inherentes a la edificación.
Sin embargo, no es una situación privativa de nuestros países latinoamericanos; precisamente, al escribir estas líneas, encontré una nota en el periódico en que el cineasta Bernardo Bertolucci –quien actualmente utiliza silla de ruedas– declaró en una entrevista concedida al diario La Jornada que “Roma es una ciudad prohibida para discapacitados”, posteriormente describía la que podría ser cualquiera de nuestras ciudades: aceras en mal estado, autos estacionados en lugares prohibidos y falta de rampas, así como accesos inadecuados a los edificios; subraya lo difícil que es circular para las madres con carriolas o para los viejos. Con estas palabras sintetiza lo que he manifestado en distintas ocasiones: que la falta de accesibilidad implica marginación y pérdida de calidad de vida a grandes grupos de la población.
En México y, para ser más precisos, en su capital, la incorporación de la accesibilidad inicia a mediados de la década de los ochentas; después de los sismos de 1985, se revisa el Reglamento de Construcciones del Distrito Federal y por primera vez se incluyen artículos sobre el tema.
En ese momento se hablaba de “eliminar barreras físicas” y se ponía el acento en la accesibilidad a tres categorías de espacios: estacionamientos, sanitarios y auditorios como elementos aislados sin continuidad. Poco a poco el tema se fue posicionando, tanto en subsecuentes revisiones del reglamento mencionado como en la publicación de manuales que surgieron inicialmente de las instituciones de salud. Y con la aparición de rampas en banquetas, estacionamientos y sanitarios exclusivos, acompañados del respectivo símbolo internacional –lo cual nos hizo relacionar el tema de la discapacidad con la accesibilidad–, esta última se fue haciendo evidente.
A finales del siglo XX, a la par de la aparición de distintos manuales y del procedimiento del tema de la discapacidad a través de distintos foros en los que se habla de educación inclusiva e inserción laboral, entre otros derechos, da inicio el Teletón, en el que prevalece la caridad como sustituto de la justicia social; en la arquitectura empiezan las adaptaciones a instituciones de salud, administración pública, cultura, instituciones privadas de educación superior y centros comerciales.
También encontramos las primeras obras accesibles, concebidas como tal desde su etapa inicial. Muy buenos ejemplos de estos años son el puente peatonal conocido como el Paseo de los Duendes (1991) en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, al noreste del país, en el que el arquitecto Fernando González Gortázar resolvió con gran maestría los cruces para peatones y vehículos, al unir una glorieta y cuatro camellones que ya se utilizaban como pistas por los corredores. Sobre este proyecto, el arquitecto comenta:
Los andadores que se elevan poco a poco desde los camellones para convertirse en puentes que desafían con elegancia el tráfico que circunda la glorieta, respetan el acomodo natural de los árboles, creando serpientes de concreto que levemente, sin hacer pesado el andar de los paseantes, desembocan en el centro arbolado.
Figura 1. Puente peatonal en el que Fernando González resolvió los cruces para los peatones con rampas curvas que respetan los árboles existentes y hacen más cómodo el recorrido.
Finalmente está el caso del Papalote Museo del Niño (1993), del arquitecto Ricardo Legorreta, localizado en México D. F., el cual fue accesible desde su apertura. El recorrido es continuo desde el exterior; al interior, los pasillos son amplios y los cambios de nivel están resueltos por rampas, situación que permite el desplazamiento sin obstrucciones por toda la planta baja. Para llegar al segundo nivel se cuenta con un elevador; asimismo, todos los servicios auxiliares son accesibles. Muy interesante resulta encontrar, en el área de juegos infantiles, una pista para sillas de ruedas en la cual los niños pueden experimentar su uso en distintos pavimentos: es una experiencia que propicia la empatía, al “ponerse en el lugar del otro”.