Prólogo
En una vieja tetería
La tarde en la que, sin nosotros saberlo, estaba a punto de nacer este libro, se había desatado una tormenta sobre los callejones de Gion. En el corazón de Kioto, hogar de las últimas geishas entre otros misterios, hallamos refugio en un chashitsu, una casa de té desierta de clientes a causa del temporal.
Sentados en una mesa baja al lado de la ventana, los autores de este libro nos fijamos en que el torrente que bajaba por la calle estrecha arrastraba hojas de sakura de los cerezos en flor.
La primavera avanzaba, camino del verano, y pronto no quedaría nada de aquellas hojas blancas que provocaban el furor entre los japoneses.
Una anciana con kimono nos preguntó qué queríamos, y elegimos de la carta la variedad más especial: un gyokuro de Ureshino, una localidad al sur del país donde se considera que crece el mejor té del mundo.
Mientras esperábamos a que llegara la tetera humeante y las tazas, compartimos nuestras impresiones sobre la antigua capital de Japón. Nos abrumaba saber que en las colinas que rodean la ciudad, con menos población que Barcelona, hubiera dos mil templos.
Luego escuchamos en silencio el fragor de la lluvia contra el empedrado del pavimento.
Cuando la vieja dama regresó con la bandeja, el aroma fragante del té nos arrancó de aquel dulce y breve letargo. Levantamos las tazas para apreciar el verde intenso de la infusión antes de regalarnos un primer sorbo, que sabía amargo y dulzón a la vez.
Justo en aquel momento, una joven que sostenía un paraguas pasó en bicicleta junto a la vieja tetería, y nos dirigió una sonrisa tímida antes de perderse en el callejón bajo la tempestad.
Fue entonces cuando los dos levantamos la mirada y descubrimos aquel plafón de madera que colgaba de un pilar marrón oscuro con una inscripción:
ー期ー会
Nos entregamos a descifrar aquellos signos que se pronunciaban «Ichigo-Ichie», a la vez que el viento húmedo hacía sonar una campanita que colgaba del alero de la tetería. Su sentido vendría a ser: lo que estamos viviendo ahora mismo no se repetirá nunca más; por lo tanto, hay que valorar cada momento como un bello tesoro.
Ese mensaje describía a la perfección lo que estábamos viviendo aquella tarde lluviosa en el viejo Kioto.
Empezamos a hablar de otros momentos irrepetibles, como aquel, que quizá habíamos desatendido porque estábamos demasiado ocupados con el pasado, el futuro o las distracciones del presente.
Un estudiante cargado con su macuto que avanzaba bajo la lluvia trasteando con su móvil era un ejemplo claro de esto último, y nos hizo pensar en una cita de H. D. Thoreau, de quien habíamos hablado en nuestro anterior libro: «No podemos matar el tiempo sin herir a la eternidad».
Como un fogonazo de inspiración, aquella tarde de primavera entendimos algo que nos haría reflexionar los meses siguientes. En la era de la dispersión absoluta, en la cultura de lo instantáneo, de la falta de escucha y de la superficialidad hay una llave dentro de cada persona que puede abrir de nuevo las puertas de la atención, la armonía con los demás y el amor a la vida.
Y esa llave se llama Ichigo-Ichie.
A lo largo de estas páginas vamos a compartir una experiencia que será única y transformadora, porque descubriremos cómo podemos hacer de cada instante el mejor momento de nuestra vida.
Héctor Kirai & Francesc Miralles
Ichigo-Ichie
Los signos que forman el concepto que es el centro de este libro no tienen equivalencia exacta en nuestra lengua, pero vamos a ver dos interpretaciones que nos permitirán comprenderlo.
Ichigo-Ichie se puede traducir como «Una vez, un encuentro» o también como «En este momento, una oportunidad».
Lo que quiere transmitirnos es que cada encuentro, cada experiencia que vivimos, es un tesoro único que nunca se volverá a repetir de la misma manera. Por lo tanto, si lo dejamos escapar sin disfrutarlo, la ocasión se habrá perdido para siempre.
ー期ー会
Cada uno de los cuatro caracteres significan:
ー (una)
期 (vez) (periodo de tiempo)
ー (un)
会 (encuentro/oportunidad)
Las puertas de Shambhala
Una leyenda tibetana ilustra de manera muy lúcida este concepto. Cuenta que un cazador iba persiguiendo un ciervo, más allá de las cumbres heladas del Himalaya, cuando se encontró con una enorme montaña separada en dos partes, permitiendo ver lo que había al otro lado.
Junto a esta abertura, un anciano de largas barbas hizo un signo con la mano al sorprendido cazador para que se acercara a mirar.
Este le obedeció y asomó la cabeza a través de aquella rendija vertical que permitía el paso de un hombre. Lo que contempló le dejó sin aliento.
Al otro lado de la abertura había un jardín fértil y soleado del que no se divisaba el final. Los niños jugaban felices entre árboles cargados de frutas y los animales campaban a sus anchas por aquel mundo lleno de belleza, serenidad y abundancia.
—¿Te gusta lo que ves? —le preguntó el anciano al percibir su asombro.
—Claro que me gusta. Esto… ¡tiene que ser el paraíso!
—Lo es, y tú lo has encontrado. ¿Por qué no entras? Aquí podrás vivir dichoso el resto de tu existencia. Exultante de alegría, el cazador respondió:
—Entraré, pero antes quiero ir en busca de mis hermanos y amigos. No tardaré en regresar con ellos.
—Como quieras, pero ten en cuenta que las puertas de Shambhala se abren una sola vez en la vida —le advirtió el anciano frunciendo ligeramente el ceño.
—No tardaré —dijo el cazador antes de salir corriendo.
Lleno de entusiasmo por lo que acababa de ver, deshizo todo el camino, cruzando valles, ríos y montes hasta llegar a su aldea, donde comunicó el hallazgo a sus dos hermanos y a tres amigos que le acompañaban desde la infancia.
El grupo salió a buen paso, guiado por el cazador, y antes de que el sol se escondiera en el horizonte lograron llegar a la alta montaña que daba acceso a Shambhala.
Sin embargo, el paso que había a través de ella se había cerrado y ya no se abriría nunca más.
El descubridor de aquel mundo maravilloso tuvo que seguir cazando el resto de su vida.
Ahora o nunca
La primera parte de la palabra Ichigo-Ichie ー期 se utiliza en las escrituras budistas para referirse al tiempo que pasa desde el momento en el que nacemos hasta que morimos. Como en el cuento tibetano que acabamos de ver, la oportunidad o encuentro con la vida es la que se te ofrece ahora. Si no la aprovechas, la habrás perdido para siempre.
Como reza el dicho popular, solo se vive una vez. Cada momento irrepetible es una puerta de Shambhala que se abre y no habrá una segunda ocasión de cruzarla.
Esto es algo que todos sabemos como seres humanos, pero que olvidamos fácilmente al dejarnos arrastrar por los quehaceres y preocupaciones del día a día.
Tomar conciencia del Ichigo-Ichie nos ayuda a quitar el pie del acelerador y recordar que cada mañana del mundo, cada encuentro con nuestros hijos, con nuestros seres queridos es infinitamente valioso y merece toda nuestra atención.
Esto es así, para empezar, porque no sabemos cuándo termina la vida. Cada día puede ser el último, ya que al acostarse nadie puede asegurar que volverá a abrir los ojos al día siguiente.
Hay un monasterio en España donde se cuenta que cada vez que los monjes se encuentran en un pasillo se dicen: «Recuerda, hermano, que un día vas a morir». Esto les instala en un ahora permanente que, lejos de producirles tristeza o inquietud, los impulsa a disfrutar de cada instante.
Como decía Marco Aurelio en sus Meditaciones, el drama de la existencia no es morirse, sino no haber empezado nunca a vivir.
En ese sentido, el Ichigo-Ichie