Walter Sosa Escudero - Borges, big data y yo
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- Libro:Borges, big data y yo
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Walter Sosa Escudero
BORGES, BIG DATA Y YO
Guía nerd (y un poco rea) para perderse en el laberinto borgeano
Sosa Escudero, Walter
Borges, big data y yo.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2020.
Libro digital, EPUB.- (Ciencia que Ladra…, serie Mayor // dirigida por Diego Golombek)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-801-044-1
1. Matemática Estadística. 2. Análisis de Datos. 3. Crítica de la Literatura Argentina. I. Título.
CDD 519.5071
© 2020, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
Diseño de portada: Pablo Font
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: diciembre de 2020
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-044-1
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Este libro (y esta colección)
Somos productos del azar y el error pero con un destino que no será ni el error ni el azar.
Ernesto Cardenal, El cálculo inifinitesimal de las mazanas
Repitan conmigo:
Ya se dijo todo sobre Borges.
Ya se dijo todo sobre Borges.
Ya se dijo todo sobre Borges.
Pero no. Como en el proceso de obtención del aceite, como en la multiplicación de los panes y los peces, como en los abominables espejos, siempre hay más. Y a veces ese “más” es fascinante, tan iluminador como contar ceniceros, medir el tiempo en kilómetros, buscar el propio nombre en bibliotecas infinitas. De ese algo más trata este libro, y es necesario advertirlo desde el comienzo: es adictivo. No solo eso, es como una cadena de favores; resulta imposible leerlo sin ir corriendo a la biblioteca, sin quedarse por minutos mirando el horizonte con cara de pavote, sin exprimir internet (la madre de todas las batallas) para corroborar lo increíble.
Es un texto inclasificable: ¿literatura?, ¿ciencia?, ¿poesía?, ¿estadística?, ¿computación?, ¿escalas y arpegios de mecanismo técnico? Todas las anteriores son correctas y, quizá, lo más certero sea anunciar un nuevo género o formato: el mamushkismo (también conocido, allá por el siglo XXI, como sosaescuderismo), donde siempre hay más conejos y más galeras, bifurcaciones que se jardinean.
Podríamos aventurar que en el mundo científico hay una diversidad de opiniones sobre todo: habrá físicas amantes del choripán y geólogos degustadores de alfalfa; informáticos jardineros y sociólogas coleccionistas de autos Matchbox; biólogas que cabecean cumbia y economistas que sacan a Jimmy Page nota por nota. Pero hay algo que los y las iguala: todas y todos idolatran a Borges, lo usan en sus tesis, sus conferencias, sus tímidos intentos de cortejo en los pasillos de los congresos.
Veamos ejemplos más o menos azarosos. En Perú crearon un algoritmo cazacorruptos que, como no podía ser de otra manera, llamaron “Funes”, y anda por ahí identificando contrataciones ilegales y funcionarios demasiado amistosos. Para ello, Funes no tiene que recordar cada hoja de cada árbol de cada monte o los perros de las tres y catorce, sino todos los contratos del Estado y cada una de las relaciones entre empresas y gobierno.
Recordemos también los esfuerzos por crear bibliotecas infinitas, babelianas, donde todo está escrito –aun este prólogo, en alguno de los 251.312.000 libros de esa biblioteca–. Hecha la ley, hecho el nerd que recrea esta biblioteca (y también ciertos autores que, como verán en estas páginas, caen en la tentación de buscar su propio nombre, como haría cualquier persona de bien al llegar a un hotel de una ciudad desconocida, buscándose en eso que los antiguos llamaban “guía telefónica”).
También están aquí nomás las máquinas escritoras, aquellas mineras de textos que, con las instrucciones adecuadas, intentan imitar a Lennon&McCartney, a Pierre Menard, a Walter Sosa Escudero. Sin duda, un argumento digno de don Jorge Luis.
Lo curioso es que todo eso, y mucho más, está en este libro que, por algún artilugio de la magia o de la estadística (un dúo que, como sabemos los científicos, muchas veces es equivalente), encierra ideas fantásticas, reflexiones de esas que solo se pueden tener en los primeros tres segundos al despertarse, sueños dentro de sueños.
Así es que si algún escritor casi ciego vuelve a encontrar un punto que concentra el populoso mar, una baraja española o un laberinto roto, si mira con atención verá, escondido en uno de los bolsillos del punto, un libro extraordinario sobre Borges, la ciencia, los datos y todo lo demás.
Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.
Ciencia que ladra… no muerde, solo da señales de que cabalga.
Diego Golombek
A mi mamá Mary, a Gabriel, Lorena, Thiago,
Mercedes y Ale, los “Sosas y Escuderos y Iacos”
Introducción
Buenos Aires, barrio de Montserrat, circa 1980
Lo recuerdo. Era una mañana soleada y fría de un domingo de otoño en el centro de Buenos Aires. Raymond Chandler dijo, fotográficamente, que “no hay nada más vacío que una piscina vacía”, pero la calle Florida con todos sus negocios cerrados y casi ningún peatón no se queda atrás en la comparación. Eran los tempranos ochenta, yo tenía unos 15 años, mucho sueño y nulo poder de negociación, por lo que ese domingo, como tantos otros, acompañé sin chistar la estrambótica pero entrañable costumbre de mis padres de ir a pasear al centro los domingos por la mañana.
Sospecho que tomamos un desayuno ocioso en la confitería London, porque no logro recordar el nombre de ningún otro sitio abierto en esa zona y en esa época. Todavía no había llegado a saber que ese tipo de razonamiento, de datos y conjeturas sería el pan y la manteca de la profesión que abrazaría años después. Sí recuerdo claramente que esa mañana, minutos después de abandonar el bar, mi padre exclamó: “¡Es Borges!”. Y, cual Gustavo Cerati con lo del misil en el placard, ahí lo vi. Un señor ínfimo que avanzaba a paso de caracol y que proyectaba una sombra que percibí infinita, caminando del brazo de quien mucho tiempo después entendí que era María Kodama. Y sentí la emoción de mi padre, que repitió “es Borges…”, pero ahora en voz baja, sin signos de exclamación y con puntos suspensivos, porque la sorpresa había dejado paso a la emoción. Un Borges mínimo, de andar sosegado, que contrastaba con la figura totémica que todos los argentinos –ni hablar los adolescentes– teníamos del gran escritor. En épocas sin teléfonos celulares, mi cerebro retuvo una imagen vívida que me acompañaría por el resto de mi vida: sería mi retrato mental de Dorian Gray, que mi memoria preserva mejor que cualquier tecnología digital.
Cuarenta años después, caigo en la cuenta de que lo que más me llama la atención de la escena que describo no es la imagen de Borges en sus últimos años en una ciudad fantasmal, sino la emoción de mi padre. Mi padre, que calculo que jamás leyó un libro, ni de Borges ni de nadie. Me tocó una familia de inmigrantes del interior, que no bajaron de ningún barco sino de un tren en Retiro, huyendo de las escaseces de la vida rural en las provincias. Una familia de trabajo, que tomó la decisión de sacrificarse generacionalmente para que mi hermano y yo tuviésemos una vida digna. En casa no había libros –nunca he visto a mis padres leer–, pero flotaba la convicción firme de que la cultura y la educación eran la llave maestra del progreso. La emoción de mi padre ante un Borges que jamás leyó es producto de quien
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