Peter F. Drucker
El ejecutivo eficaz
Traducción de
Horacio Laurora
Debolsillo
Peter Drucker (1909-2005) nació en Viena, Austria. Es considerado el “padre del management” por las más importantes autoridades en la materia. Escribió más de treinta libros acerca de la gerencia, la sociedad, la economía y la política. También escribió dos novelas y un libro autobiográfico. Además, publicó diversos artículos en la Harvard Business Review y fue un asiduo colaborador de revistas como The Atlantic Monthly. Se desempeñó asimismo como columnista del Wall Street Journal desde 1975 hasta 1995. Desde 1940 trabajó ampliamente —en los Estados Unidos, Europa, América Latina y Asia— para grandes y pequeñas empresas, agencias gubernamentales y organizaciones sin fines de lucro. Fue presidente honorario de la Peter F. Drucker Foundation for Nonprofit Management. Después de enseñar en el Sarah Lawrence College de Vermont desde 1942 hasta 1949, Drucker llegó a ser profesor de administración en la Escuela de Graduados de la Universidad de Nueva York, en 1950. En 1971, fue nombrado Profesor (Clarke) de Ciencias Sociales y Administración en la Escuela de Graduados en Administración de la Universidad de Claremont y doctor honoris causa de varias universidades en los Estados Unidos, Bélgica, Checoslovaquia, Japón, España, Suiza y Gran Bretaña. Desde 1987, la escuela de graduados de Claremont lleva su nombre en su honor. Entre sus numerosos libros podemos mencionar: Las fronteras de la administración, La innovación y el empresariado innovador, La gerencia de empresas, La gerencia efectiva, El ejecutivo eficaz, Las nuevas realidades, Administración y futuro, La sociedad poscapitalista y La administración en una época de grandes cambios.
PREFACIO
Por primera vez me interesé en el ejecutivo eficiente a principios de la Segunda Guerra Mundial. Varios hombres reclutados en el ámbito civil de los negocios, la universidad y las profesiones en Washington triunfaron, al parecer, fácilmente como administradores en diversas ramas del gobierno en tiempos de guerra. Otros, presumiblemente no menos capaces o idóneos, fracasaron por completo. Nadie pudo explicar por qué ocurrió tal cosa, ni supo cómo encarar el problema. Desde entonces me he mantenido alerta respecto del ejecutivo eficiente y he observado a los que por azar he conocido, con la esperanza de aclarar qué es lo que determina la eficacia ejecutiva.
Muchos años más tarde reuní todas mis observaciones. En 1959 ó 1960, un viejo amigo mío, Thomas D. Morris —en ese entonces subdirector de Presupuesto y desde 1961 un muy eficiente subsecretario de Defensa—, me invitó a disertar sobre efectividad ante un grupo de altos administradores del gobierno federal. Acepté con mucha renuencia. ¿Qué podía yo decir que no fuera obvio o trillado? Sorprendido advertí, sin embargo, que mis comentarios, aparentemente obvios, eran recibidos como flamantes descubrimientos por mi auditorio de expertos ejecutivos. Todavía hoy me solicitan con frecuencia copias de aquella plática.
A partir de entonces me he esforzado por estudiar sistemáticamente qué es lo que los ejecutivos hacen y los demás —incluso yo— no hacemos y qué es lo que ellos pasan por alto y nosotros hacemos. En este libro presento mis conclusiones. La más importante consiste en que la eficacia puede... y debe ser aprendida. No surge por sí misma. Es algo que se adquiere con la práctica. Mi objetivo, en este volumen, estriba en revelar de modo simple los elementos de dicha práctica.
Esta obra es la primera palabra sobre la materia. Al menos, durante mi extensa indagación literaria, no he hallado ninguna otra que verse sobre el ejecutivo eficiente. No obstante, espero que no sea ésta la última palabra. Necesitamos conocer cuanto sea posible saber sobre eficacia ejecutiva. De ella dependen nuestras instituciones sociales: reparticiones estatales, corporaciones comerciales, laboratorios de investigación, grandes universidades y hospitales, fuerzas aéreas y ejercicios modernos. De los ejecutivos eficientes depende, pues, nuestro bienestar y, quizá, en última instancia, nuestra propia supervivencia. Pero, aunque la efectividad puede aprenderse, son muy escasos los ejecutivos eficientes. Confío que este libro despierte en los capacitados para las tareas ejecutivas el deseo de llegar a ser plenamente efectivos.
P ETER F. D RUCKER
Montclair, New Jersey
1
LA EFECTIVIDAD PUEDE APRENDERSE
Todo ejecutivo debe ser efectivo. Al fin y al cabo efectuar y ejecutar son casi sinónimos. Ya trabaje en una empresa o en un hospital, en una repartición estatal o en un sindicato, en la universidad o el ejército, se espera de todo ejecutivo que mande hacer lo que debe hacerse. Lo cual, simplemente, significa que debe ser eficiente.
No obstante, brillan por su ausencia los hombres altamente efectivos en las tareas ejecutivas. Abundan en el plano ejecutivo los muy inteligentes. La imaginación no escasea. El nivel de conocimientos es, en general, muy elevado. Pero no parece que exista mucha correlación entre la efectividad y la inteligencia, la imaginación o el saber de un hombre. Muchos individuos brillantes se muestran sorprendentemente ineficaces: no comprenden que su notable intuición no es por sí misma un logro. Ignoran que ésta sólo se torna efectiva mediante el trabajo duro y sistemático. Por el contrario, en toda organización hay trafagones altamente efectivos. Mientras otros se precipitan en esas frenéticas actividades que la gente a menudo confunde con creatividad, el trafagón pone un pie delante del otro y avanza como la tortuga de la antigua fábula.
La inteligencia, la imaginación y el saber son esenciales, pero únicamente la efectividad los convierte en resultados. Por sí mismos sólo establecen límites a lo que puede ser logrado.
I. Por qué necesitamos ejecutivos eficientes
Todo esto parece obvio. Sin embargo, ¿por qué, entonces, se presta tan poca atención a la eficacia en un siglo en que hay montañas de libros y artículos sobre las demás facetas de las tareas ejecutivas?
Una de las razones de esta negligencia es que la efectividad constituye la tecnología específica del trabajador cerebral en toda organización. Y hasta muy recientemente no existía más que un puñado de tales personas.
El trabajo manual sólo requiere eficiencia, esto es, destreza para hacer bien las cosas, más que capacidad de lograr que otros las hagan correctamente. El trabajador manual puede ser siempre calibrado según la cantidad y calidad de su producción aislada e identificable como, por ejemplo, un par de zapatos. Durante los últimos cien años hemos aprendido a medir la eficiencia y definir la calidad del obrero... hasta el punto de multiplicar de modo tremendo el rendimiento del trabajador individual.
Antiguamente el trabajador manual —ya como operador de máquinas o como soldado de primera línea— predominaba en todas las organizaciones. Muy poca efectividad se requería entonces: sólo en la cumbre, en quienes daban las órdenes que otros cumplían. Pero esta gente constituía una fracción tan mínima de la masa trabajadora que podíamos, correcta o equivocadamente, dar por sentada su efectividad. Estábamos seguros de contar con los naturales necesarios, la poca gente que en todas las áreas de la actividad humana sabía, de un modo u otro, lo que el resto de nosotros debe aprender duramente.
Ello ocurría, no sólo en los negocios y el ejército. Difícil nos resulta hoy comprender que hace cien años, durante la guerra civil americana, el gobierno se componía de un puñado de personas. El secretario de Guerra de Lincoln tenía menos de cincuenta subordinados civiles, la mayor parte no ejecutivos, ni planificadores, sino telegrafistas. Toda la administración estadounidense, en Washington, en tiempos de Theodore Roosevelt, o sea alrededor de 1900, podría alojarse confortablemente en cualquiera de los edificios gubernamentales que hoy se yerguen a lo largo del Mall.
Página siguiente