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Por Martha Debayle
S ON MUCHOS LOS AÑOS QUE LLEVO EXPLORANDO —en distintos medios, de diversas formas y con muchos especialistas— el universo del amor y de la pareja, y sin duda uno de los temas que aparece recurrentemente y de manera insidiosa entre los amantes es el tema de la infidelidad.
Recetas para prevenirla he escuchado muchas, tips para recuperarse de ella me han contado mil y casos de desastre inmanejable donde ni la prevención fue posible ni la recuperación suficiente conozco muchos, y no dejan de sorprenderme, enojarme y apachurrarme el corazón los efectos que genera una traición.
Además, me sorprende ver que, por un lado, el dolor que produce el descubrimiento de una infidelidad es generalmente inconmensurable para quien se sabe traicionado mientras que, por el otro, la experiencia erótica del secreto es contradictoriamente un deleite (a veces poco culposo) para quien después de ser pescado en el engaño le toca sentarse en el banquillo de los acusados.
Conozco a Tere tras varios años de compartir espacios en la radio, charlas de pasillo, whatsapps a media noche y varias comidas y sobremesas con «té, chocolate y café». Siempre me ha llamado la atención su manera de mirar problemas ordinarios de manera poco ordinaria, y en esta línea —y sobre todo después de leer este nuevo libro suyo: ¿Por qué nos mentimos si nos amamos? — me atrevo a afirmar que «La infidelidad no es como la pintan».
Acostumbrados a ver la infidelidad como un problema causado por el típico «no tengo sexo como le gusta», con el efecto de «por eso me busqué un amante», difícilmente nos adentramos en la complejidad de la vida de pareja y en las contradicciones que se viven cuando surge en la relación amorosa una traición.
Tere Díaz en este libro desentraña los distintos matices, las diversas motivaciones, las muchas contradicciones, y las soluciones posibles cuando la infidelidad visita nuestra pareja. No solo eso, incluye en su estudio la experiencia de sufrimiento de quien la padece, la ambivalencia y culpa de quien la comete y la posición del tercero en discordia, siempre maldecido y olvidado como sujeto de consideración.
La lectura es obligada para todos aquellos que busquemos una buena vida de pareja, para todos los que estemos dispuestos a ponernos nuevos lentes y entender los dilemas del amor, para todos los que queramos ampliar la perspectiva de un acontecimiento a veces tan temido y en ocasiones tan deseado, para todos los que, como yo, se resisten a pensar en que perdonar algo así sea posible, es decir, para casi todos…
—M ARTHA D EBAYLE
El amor heterosexual monógamo probablemente sea una de las relaciones humanas más difíciles, complejas y exigentes.
— MARGARET MEAD
S ERÉ SINCERA: A PESAR DE TODA SU MALA FAMA, las infidelidades son muy frecuentes.
Quienes atraviesan este territorio de relaciones extraconyugales se enfrentan a la reprobación social, a todos los posibles riesgos y dolores que pueden acarrear sus acciones. Pero no migran de ahí aun cuando experimenten cierto sentido del deber, o miedo a ser descubiertos, ni mucho menos porque alguien les diga que no hay que jugar con fuego.
Más bien parece que la dimensión erótica, el vínculo que se crea entre los amantes, lo ilícito y apasionado de los encuentros conlleva un goce —que desde luego incluye el aspecto sexual, pero va más allá— que no se parece en nada a cualquier otro placer mundano.
Para bien o para mal, la mayoría ha tenido algo que ver con el tema de la infidelidad: como hijos de padres infieles, como amantes de alguien casado, como cómplices de una amiga o amigo, como traidores de un matrimonio de cuento de hadas, como tercero en discordia, como a quien han traicionado, como testigos del drama de los vecinos de la otra cuadra, o bien como profesionales en atención del tema. En cualquiera de estas posiciones —con mayor o menor grado de implicación— hemos tenido que evadir o enfrentar los dilemas emocionales, sociales y en ocasiones físicos —desde una gastritis hasta un infarto— derivados del asunto.
El tema resulta ajeno para pocos. Y si bien siempre se maneja como algo secreto, silenciado y prohibido en la vida de las personas, puede ser ineludible acercarnos a él; bien sea por mera curiosidad, por cultura general o como exigencia de una experiencia existencial.
Con frecuencia la infidelidad se aborda desde una perspectiva simplista, moralista y lineal que supone que en toda aventura hay villanos y víctimas, la cual a su vez muchas veces se basa en ideas un tanto puritanas y limitadas sobre la sexualidad, que la consideran sucia, vulgar o animal. Las personas muy religiosas o con una perspectiva en extremo convencional, e incluso quienes en principio tienen una actitud más abierta, suelen vivir los conflictos amorosos como un tabú. Para mucha gente las infidelidades son inadmisibles y entran en la categoría de pecado, inmoralidad y constituyen una amenaza a la estabilidad y el bienestar de una pareja y al orden social. De ahí la tarea titánica de combatirlos, denunciarlos e impedirlos.
Un hombre infiel es percibido como un adúltero, mentiroso, destructor de hogares, mujeriego sin valores, ¡y ya ni se diga una mujer adúltera! Tradicionalmente se le ha adjudicado la función social —sin su consentimiento— de ser estandarte del amor y del cuidado al prójimo. En un sistema patriarcal, ese modelo jerárquico que estipula la superioridad masculina y la sumisión femenina, lo que al hombre se le condona (e inclusive se le aplaude) en la mujer resulta condenable, censurable.
Debería alarmarnos que algunas conductas que implican abuso económico, verbal, psicológico, emocional y social, e incluso el extremo de llegar a la violencia física, generen menos perturbación que una infidelidad. Pareciera que, tanto para la sociedad como para algunas parejas, es más fácil normalizar y justificar este tipo de actos que pasar por alto una traición.
Sin embargo, el hecho de guardar una orgullosa y eterna fidelidad no necesariamente es una virtud, como tampoco el no haber vivido nunca un amorío puede experimentarse en sentido estricto como una bendición. Algunas personas que han experimentado relaciones extramaritales afirman que dichas relaciones les ayudaron a expandir ciertos límites de su conciencia y hasta a escudriñar rincones desconocidos a los que no habrían podido acceder de ninguna otra manera.
Con todo y los conflictos que conlleva una aventura, quienes participan en una sienten que sus posibles ventajas —aumento de la autoestima, ayuda en momentos de transición, compensar la falta de comprensión de su pareja, confirmar su atractivo sexual, acompañamiento sensible y cuidadoso del amante, oportunidad de crecimiento y expansión, una alternativa para salir de la rutina de una relación desgastada— son superiores a los costos, los riesgos y los sufrimientos que puede acarrear. Es más, una vez terminada la experiencia, son pocos quienes, sin presión de su pareja o del entorno social, niegan arrepentidos los beneficios que pudo traerles la infidelidad.
No quiero afirmar que un amorío sea necesariamente mejor que una relación matrimonial estable, ni que un encuentro fortuito puede superar los beneficios de una relación comprometida. Cada uno de ellos tiene, evidentemente, sus ventajas, desventajas, dificultades y encanto. Sin embargo, todo indica que un amorío suele despertar un interés peculiar, quizá derivado de la satisfacción inmediata o de la novedad.
Las aventuras también tienen algo de cumplimiento de tareas psicológicas pendientes, posiblemente propias de etapas de desarrollo previas, como son: la afirmación sexual, confirmación del atractivo físico, diferenciación de las figuras de autoridad; y quizás, en la base, de la contradicción inherente entre la emoción de vivir el erotismo y la rutina de lo doméstico. Muchas personas tienen la capacidad de sentirse atraídas por alguien, enamoradas de otro y apegadas amorosamente a alguien más. El amor humano es complejo, ambivalente y contradictorio. Y si bien no justifico ni avalo las infidelidades, sí quiero ampliar la perspectiva de las mismas, ya que hay relaciones que duran —siendo bastante pobres o violentas— en las que no han existido infidelidades y hay relaciones que rompen por una extraconyugalidad sin haberse dado la oportunidad, aun existiendo las condiciones, para remontar la situación.