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David Mamet - Los tres usos del cuchillo

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David Mamet Los tres usos del cuchillo
  • Libro:
    Los tres usos del cuchillo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1998
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Los tres usos del cuchillo: resumen, descripción y anotación

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David Mamet Chicago 1947 es un novelista ensayista dramaturgo guionista y - photo 1

David Mamet (Chicago, 1947) es un novelista, ensayista, dramaturgo, guionista y director de cine estadounidense. Es autor de Oleanna, Glengarry Glen Ross (premio Pulitzer 1984) y American Buffalo, entre otras obras teatrales. Ha traducido y adaptado Las tres hermanas y El tío Vania de Chéjov. Guionista de El cartero siempre llama dos veces, Los intocables y Hoffa. Director de Casa de juegos y Las cosas cambian. Uno de los maestros de la escritura norteamericana de hoy. Su primera novela fue Esa gente tranquila (1995).

Dedico este libro a Michael Feingold

Capítulo 1.
El «efecto enfriador» del tiempo

Teatralizamos por naturaleza. Por lo menos una vez al día damos una nueva interpretación a la situación atmosférica, fenómeno en esencia impersonal, para expresar la percepción que tenemos del universo en ese momento: «Qué bien, se ha puesto a llover. Precisamente hoy, que estoy deprimido. Como la vida misma».

O decimos: «No recuerdo haber pasado nunca tanto frío», en un intento de crear un vínculo con nuestros contemporáneos. O tal vez: «Cuando era niño, los inviernos eran más largos», con el propósito de encontrar alguna ventaja al hecho de hacerse viejo.

El clima es impersonal, pero nosotros lo percibimos y lo explotamos como un fenómeno teatral, es decir, con una trama argumental, intentando comprender lo que significa para el protagonista, o sea, para nosotros mismos.

Teatralizamos el tiempo, el tráfico y otros fenómenos impersonales haciendo uso de la exageración, la yuxtaposición irónica, la inversión, la proyección y todas las estrategias de las que se valen el dramaturgo, para crear fenómenos emocionalmente significativos, y el psicoanalista, para interpretarlos.

Para teatralizar un incidente cambiamos el orden de los acontecimientos, los alargamos o los acortamos hasta que comprendemos el significado personal que tienen para nosotros, protagonistas del drama individual que sabemos que es nuestra vida.

Si decimos: «Hoy he esperado el autobús», tal afirmación no tiene nada de teatral. Un poco más lo sería esta: «Hoy el autobús ha tardado mucho en venir». Si afirmamos: «Hoy el autobús ha venido enseguida», la frase no es teatral en absoluto (y no hay motivo suficiente para pronunciarla). En cambio, si decimos: «Nunca te imaginarías lo poco que he esperado el autobús hoy», de repente habremos aplicado unas estrategias de dramatización a un suceso cotidiano.

«Hoy el autobús ha tardado media hora» es una afirmación teatral, en cuanto significa que he esperado durante una cantidad de tiempo suficiente para que el otro comprenda que era demasiado.

(Esta apreciación es importante. No puedo elegir un espacio de tiempo muy corto si quiero que el otro capte exactamente mi mensaje, ni tampoco demasiado largo para que no resulte exagerado, en cuyo caso no se trataría de un drama, sino de una farsa. Así pues, el proto-dramaturgo elige de una manera inconsciente —y también perfecta, como está en nuestra naturaleza hacerlo— el espacio de tiempo que permite al interlocutor la suspensión de la incredulidad y admitir que una espera de media hora no está fuera del ámbito de lo probable, aunque tampoco se incluye dentro de los parámetros de lo insólito. El interlocutor acepta la afirmación porque le divierte y en este momento queda escenificada y admitida una pequeña obra perfectamente reconocible).

«En toda la historia de la Liga Nacional de Fútbol solo dos veces con anterioridad, en un partido fuera de temporada, un principiante relegado al banquillo por lo que parecía una lesión grave se había recuperado y lanzado a una carrera de 100 metros».

Las estadísticas de la Liga, al igual que ocurre con la espera del autobús, se centran en hechos corrientes que se adaptan para ofrecer un efecto teatral. La exclamación «¡Cómo corre!» se eleva a categoría estadística para que saboreemos el momento de una manera más prolongada, mejor y distinta. A la escapada del jugador se le adjudica la carga dramática de lo indiscutible.

Tomemos el ejemplo de unas frases tan útiles como «tú siempre» y «tú nunca», que nos permiten volver a formular un enunciado incipiente y convertirlo en dramático. Teatralizamos las expresiones para obtener un beneficio personal, tal vez para imponernos al otro, como en el caso de «tú siempre» o «tú nunca», o para iniciar una charla de sobremesa con un buen tema de conversación: «Hoy el autobús ha tardado media hora».

En estas pequeñas obras convertimos lo común o intrascendente en particular y objetivo, es decir, en parte de un universo que nuestra formulación proclama como comprensible. Esto es buena dramaturgia.

La mala dramaturgia la encontramos en la palabrería de los políticos que tienen poco o nada que decir. Denigran el proceso centrando más bien su discurso en lo subjetivo y nebuloso: hablan del Futuro, hablan del Mañana, hablan del Estilo Americano, de Nuestra Misión, de Progreso, de Cambio.

Son términos que inflaman los ánimos pacíficamente (o no tan pacíficamente, pues significan «Levantaos», o «Levantaos y poneos en marcha sin miedo») y que actúan en calidad de drama. Son comodines en la progresión teatral que funcionan de manera similar a las escenas de sexo o de persecuciones de coches en las películas de serie B; palabras que no tienen relación alguna con los problemas reales y que se intercalan como gratificaciones modulares en una historia carente de contenido.

(Del mismo modo podemos suponer que, puesto que tanto demócratas como republicanos reaccionan mutuamente al posicionamiento y las opiniones del otro con el grito de «¡difamación!», sus respectivas actitudes son idénticas).

Podemos ver el impulso natural de teatralización cuando un periódico ofrece la recaudación de una película. Este impulso —la necesidad que sentimos de estructurar causa y efecto para incrementar nuestra provisión de conocimientos pragmáticos del universo— es inexistente en la película, pero aflora espontáneamente en nuestra representación de un drama que tiene lugar de manera natural entre películas, de la misma manera que cuando se extingue el interés que sentíamos por Zeus creamos espontáneamente el panteón.

Algunos dicen que la tierra se calienta. No, dicen otros, os habéis vuelto locos. Así que ahora hemos inventado el efecto enfriador del viento. Puesto que no podemos eliminar la desazón que nos causa el cambio climático, lo teatralizamos, transformamos incluso una medida tan poco personal —cabría pensar— y tan científica como es la temperatura exactamente de la misma manera que teatralizamos el tiempo de espera en la parada del autobús.

Cuando necesito indignarme exclamo: «¡El maldito autobús ha tardado MEDIA HORA en venir!». Cuando, por el contrario, no quiero inquietarme digo: «Sí, puede que hoy haga más calor de lo normal, pero gracias al efecto enfriador del viento…».

(Obsérvese que se trata de una estrategia dramática bastante elegante, pues la velocidad del viento no es siempre la misma y puede atenuarse según estemos a su merced o a resguardo. La idea del «efecto enfriador» suspende momentáneamente en nosotros la duda o la incredulidad, por la satisfacción que nos produce que su acción sea cierta).

Cuando el contenido de la película o la resolución del poder legislativo no nos satisfacen (es decir, no calman nuestra ansiedad, no nos ofrecen ninguna esperanza) convertimos esa tediosa acción en una superhistoria, del mismo modo que el mito de la creación es reemplazado por el panteón y las luchas intestinas sustituyen la anomia esencial del ser/la nada. (Si vemos cualquier drama televisivo durante un tiempo suficiente, la Casa Blanca de Clinton,

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