Platón - Clitofón
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Clitofón: resumen, descripción y anotación
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Clitofón — leer online gratis el libro completo
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Clitofón es un diálogo generalmente atribuido a Platón, aunque existe algún desacuerdo respecto a su autenticidad. Es el más corto de los diálogos platónicos, y resulta importante para demostrar el papel de Sócrates como exhortador de otras personas a implicarse en la investigación filosófica. En el diálogo hay dos participantes: Clitofón, un estadista e intelectual griego, y Sócrates. La característica principal de la disputa entre ambos es una larga queja de Clitofón sobre Sócrates. Clitofón sostiene que, aunque nadie destaque tanto como Sócrates en la protrepsis ( πρότρεψις ) o exhortación a las virtudes de la vida filosófica, nadie es más inútil en los asuntos de la vida que el propio Sócrates, quien sin embargo está convencido de su vital importancia. Sócrates no responde, o bien el diálogo no recoge su respuesta.
La tradición antigua nunca cuestionó la autenticidad del diálogo, y la autoría de Platón es aceptada por Olimpiodoro, Apuleyo, Hipólito y Alcino. La sospecha sobre el Clitofón surgió en el Renacimiento, cuando Marsilio Ficino escribió «hic liber non est Platonis» en el encabezado de su traducción del diálogo, tal vez contrariado por el hecho de que Sócrates pareciera verse superado en una discusión. Pero muchos estudios recientes (y no tan recientes) consideran auténtico el diálogo, incluyendo los trabajos de Mark Kremer, David Roochnik, Clifford Orwin, Jan Blits y S. R. Slings.
Platón
Obras Completas de Platón: Diálogos polémicos - 2
ePub r1.1
Proyecto Scriptorium 09.01.15
Título original: Κλειτοφῶν
Platón, ca. 375 a. C.
Traducción: Patricio de Azcárate
Diseño de cubierta: Aquila
Ilustración de cubierta: La Justicia representada en un mosaico romano
Editor digital: Titivillus
Texto basado en el de las «Obras completas» de Platón
ePub base r1.2
[1] El mismo de la República. (N. del T.)
[2] Alusión a las apariciones de los dioses en las tragedias, sobre todo a su final, sea para sorprender a los espectadores, sea para suministrar un desenlace a la pieza. (N. del T.)
[3] Se trata del producto del arte, del resultado, de la obra. (N. del T.)
Clitofón, acusado por Sócrates de haber censurado sus conversaciones filosóficas y alabado las lecciones del sofista Trasímaco, se defiende, exponiendo al mismo Sócrates lo que de él piensa en un discurso de algunas páginas, que se resumen en pocas palabras. Sócrates es un hombre maravilloso para exhortar a la virtud, y desempeña mejor que nadie tan noble tarea. Pero incurre en el gran error de no pasar de aquí. No basta inspirarnos el deseo de ser virtuoso; es preciso además enseñarnos a serlo prácticamente. Es preciso que se nos muestre el camino, se nos señalen las dificultades y los obstáculos, y si es necesario, se nos guíe hasta llegar al término. No es mi ánimo indagar aquí si esta censura es justa, pero aun cuando lo fuese, el Clitofón será siempre una composición de escaso valor.
SÓCRATES — CLITOFÓN
SÓCRATES. —Clitofón, hijo de Aristonimo, me han dicho hace un instante, que en una conversación que has tenido con Licias, has criticado las discusiones filosóficas de Sócrates, y puesto en las nubes las lecciones de Trasímaco.
CLITOFÓN. —Te han referido exactamente, Sócrates, lo que he dicho de ti a Licias; si en unas cosas te he censurado, también te he alabado en otras, y como veo en claro, que a pesar de tu aire de indiferencia estás incomodado conmigo, sería conveniente, ya que estamos solos, repetirte lo mismo que he dicho, y te desengañarás de que no soy injusto para contigo. Indudablemente te han informado mal, y esta es la causa de tu irritación. Pero si me permites decirte todo lo que pienso, estoy pronto a hacerlo, y no te ocultaré nada.
SÓCRATES. —No tendría razón para oponerme a tu deseo, cuando éste redunda en mi provecho, porque evidentemente desde el momento que me hagas ver el bien y el mal que residen en mí, procuraré seguir el uno y huir del otro con todas mis fuerzas.
CLITOFÓN. —En este caso, escúchame. Me ha sucedido muchas veces, Sócrates, que encontrándome contigo, me he dejado llevar de la más viva admiración al oír tus discursos, y me ha parecido que hablabas mejor que nadie, cuando reprendiendo a los hombres, como un dios que aparece en lo alto de una máquina de teatro, exclamabas:
«¿A dónde vais a parar, mortales? ¿No veis que no hacéis nada de lo que deberíais practicar? El objeto de todos vuestros cuidados es amontonar riquezas y trasmitirlas a vuestros hijos, sin inquietaros para nada del uso que puedan hacer de ellas. Tampoco procuráis darles maestros que les enseñen la justicia, si puede ser enseñada, o que se ejerciten en ella, si es que sólo en el ejercicio puede adquirirse. Tampoco tratáis de gobernaros a vosotros mismos, educándoos en la virtud. Cuando vosotros y vuestros hijos, después de conocer las letras, la música y la gimnástica, lo cual creéis que constituye la educación más perfecta, veis que no sois menos ignorantes por lo que hace al uso que hacéis de vuestras riquezas, ¿cómo no os escandalizáis de esta educación, y no buscáis maestros que hagan desaparecer esta ignorancia y esta disonancia? A causa de este desorden y de esta inconveniencia, y no porque un pie deje de guardar compás con la lira, tiene lugar la falta de acuerdo y armonía entre hermanos y hermanos, entre Estados y Estados, y en sus divisiones y en sus guerras sufren el cúmulo de males que mutuamente se causan. Pretendéis que la injusticia es voluntaria, y que no procede de la falta de ilustración y de la ignorancia, y, sin embargo, sostenéis que la injusticia es vergonzosa y aborrecible a los dioses. ¿Qué hombre sería capaz de escoger voluntariamente un mal semejante? Respondéis que es aquel que no sabe resistir a los placeres. Pero si la victoria depende de la voluntad, ¿la derrota no es siempre involuntaria? La razón nos precisa a convenir en que de todas maneras la injusticia es involuntaria, y que es un deber para los individuos en particular y para los Estados en general, manifestarse más atentos y más vigilantes que lo están hoy».
Cuando oigo de tus labios tales discursos, Sócrates, te cobro cariño, y te elogio lleno de admiración. Y lo mismo me sucede cuando añades, que los que ejercitan el cuerpo y desprecian el alma no hacen nada menos que despreciar lo que tiene el mando y tributar obsequios a lo que debe obediencia. Así como cuando expones que el que no sabe servirse de un instrumento, obra mejor absteniéndose de usarlo, y que el que no sepa servirse de los ojos, ni de los oídos, ni del cuerpo en general, obraría más cuerdamente no mirando, no escuchando, y no sacando ningún partido de su cuerpo, antes que servirse de él a la aventura. Todo esto no es menos cierto con respecto a las artes. El que no sabe servirse de su lira, evidentemente no sabrá servirse mejor de la del vecino, y recíprocamente, el que no sabe servirse de la lira del vecino, tampoco sabrá servirse de la suya, y otro tanto puede decirse de todos los instrumentos y de todas las cosas. De estos razonamientos deducías esta preciosa conclusión: el que no sabe servirse de su alma, debe dejarla inactiva, y no vivir antes que vivir abandonándose a las sugestiones de la fantasía; y si necesita vivir, obrará más cuerdamente sometiéndose a otro más bien que conservando la libertad para tal uso, y al modo de un buen navegante confiar conducción de su barco al que es hábil en la ciencia de gobernar a los hombres, ciencia que llamas tú muchas veces la política, Sócrates, y que, en tu opinión, es la misma que la de juzgar y administrar justicia.
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