Filósofo griego nacido en el seno de una familia aristocrática, Platón (427 a. C. – 347 a. C.) fue alumno de Sócrates y maestro de Aristóteles. A la muerte de éste, comenzó una etapa de viajes, en los cuales conoció al pitagorismo, filosofía que tendrá una gran influencia en las teorías y el conocimiento de Platón. Desterrado en varias ocasiones por razones políticas, puesto que intentaba imponer su ideal filosófico en las ciudades, regresó a Atenas y fundó la Academia. Participó activamente en la enseñanza y escribió sobre diversos temas filosóficos, especialmente los que trataban de la política, ética, metafísica y epistemología. El conjunto de las obras más famosas de Platón se han denominado Diálogos, debido a su estructura dramática de debate entre interlocutores. A diferencia de Sócrates, que no dejó obra escrita, los trabajos de Platón se han conservado casi completos y se le considera por ello el fundador de la Filosofía académica. Entre sus obras más importantes se encuentran: La República, en la cual elabora la filosofía política de un estado ideal; el Fedro, en el que desarrolla una compleja e influyente teoría psicológica; y el Timeo, un influyente ensayo de cosmogonía, cosmología racional, física y escatología, influido por las matemáticas pitagóricas.
INTRODUCCIÓN
D IÁLOGO Y FILOSOFÍA
Que la búsqueda del saber filosófico se nos presente en Platón a través de una serie de diálogos no es tan sólo un fenómeno literario singular, sino, al mismo tiempo y con un sentido más profundo, la expresión de su propia concepción de la filosofía como actividad crítica. Podemos admitir que no fue Platón el inventor de esa forma literaria, la del coloquio definido por la prosa y la discusión de un tema intelectual. Ya su pariente Critias había escrito unas Conversaciones (Homilíai) de tono acaso parecido, e incluso Antístenes, el precursor de los cínicos, se le había anticipado en la redacción de algunos lógoi sokratikoí, con forma de diálogos. Pero fue él, Platón, quien dio al nuevo género su estructura dialéctica, mucho más amplia y sutil, con un espíritu mucho más audaz y una calidad artística antes apenas entrevista. Es en Platón, el más grande de los prosistas helénicos, donde el diálogo alcanzó su madurez y perfección, paradigma clásico de la discusión filosófica a cielo abierto. Cuando a lo largo de la historia ha reaparecido, con ese mismo afán, ha sido por imitación consciente y emulación de los textos platónicos, ya sea en Cicerón y en Plutarco, o, mucho más tarde, en autores renacentistas, como Galileo o Giordano Bruno, o, luego, en idealistas como Berkeley. Pero en ninguno ha recobrado la vivacidad y soltura plástica, la hondura expresiva y la claridad literaria que logró en los inolvidables coloquios del antiguo ateniense.
Es lamentable que no hayamos conservado ningún tratado sofístico dialogado (lo más cercano es el texto anónimo de las Dialéxeis o Discursos dobles) o algún breve diálogo de Antístenes (algún eco pudo quedar en los recuerdos y apuntes de las Memorables de Jenofonte) para poder precisar nuestra consideración; pero, aún así, imaginamos lo que Platón aportó al género atendiendo a la evolución y variedad de los coloquios en la obra impresionantemente extensa de Platón.
Desde sus primeras obras, esos diálogos breves que suelen calificarse como «socráticos» con cierta precisión, ya que reflejan con mayor fidelidad la figura y las enseñanzas de su maestro, con su temática moral y sus conclusiones dudosas, hasta los más extensos, que alcanzan hasta diez y doce libros, como la República y las Leyes, Platón ha escrito denodadamente, durante unos cincuenta años, que son los que van desde la muerte de Sócrates —en 399— hasta la suya, en 347 a. C. Aunque tanto los temas como la forma de los coloquios varían de unos a otros, y eso es una muestra más del versátil talento literario de Platón, éste no abandona nunca a lo largo de esa larga andadura crítica la forma del diálogo (con alguna aparente y breve excepción, como la Apología de Sócrates, un monólogo donde los interlocutores, mudos, están supuestamente presentes, y el Menéxeno, parodia de un tipo de discursos). Cierto que en los diálogos tardíos, como el Timeo y las Leyes, hay enormes tiradas a cargo del personaje central, y que, en conjunto, se observa una tendencia en los últimos textos a que el coloquio derive en lección magistral y exposición sin réplicas. Todo eso no empaña el hecho de que Platón se ha mantenido fiel durante toda su obra, larga y densa, al diálogo como vehículo de la profesión y la didáctica filosófica.
También Aristóteles escribió algunos diálogos, que se nos han perdido del todo; pero tenemos noticias de que eran más bien lecciones dialogadas, no comparables en su vivacidad a los platónicos. Para Aristóteles el diálogo era ya un recurso escolar, como, en otro sentido, también lo son los diálogos de las diatribas cínico-estoicas, con sus preguntas y respuestas programadas, como charlas amenas para catecúmenos en la secta. Después de Platón tardará en reaparecer el diálogo, forma inapropiada en tiempos de dogmatismos y de enfrentamientos escolares, ciertamente. Pero también desapareció porque en el diálogo platónico se recogen influencias de un tiempo irrepetible. Desde la época helenística el filósofo medita solitario, al margen de la pólis que enmarcaba los coloquios de Sócrates y de Platón.
Antes, ya los filósofos que llamamos «presocráticos» habían expuesto sus ideas acerca de la naturaleza de las cosas y también de la vida humana con una severa seriedad, escogiendo para sus escritos el tratado en prosa (Anaximandro y otros), o las sentencias enigmáticas y solemnes (Heráclito), o el poema en hexámetros de resonancias épicas (Jenófanes, Parménides, Empédocles); entre los contemporáneos de Sócrates, sean filósofos o médicos hipocráticos, la forma preferida era la del tratado en una prosa cuidada y con ciertos condimentos retóricos, influida por la sofística, por Gorgias y Protágoras, sobre todo. Platón se encontraba con esa tradición y con un repertorio de libros breves y prestigiosos. Frente a ellos eligió el género del diálogo, un medio coloquial, divertido, flexible, irónico. En favor de tal elección, a la que se mantuvo fiel durante toda su vida de escritor, estaba el propio talante suyo, sobre el que influyeron, en grado difícil de precisar, tres factores: 1) el magisterio de Sócrates, ágrafo e irónico conversador; 2) la convivencia democrática en Atenas, donde la palabra era de todos y la razón se imponía mediante la persuasión, y 3) la afición al teatro, desviada a la filosofía, del joven Platón.
Comencemos por recordar al impenitente conversador callejero, el paradójico Sócrates, a quien como discípulo había acompañado en numerosos encuentros y discusiones. ¿Cómo rememorar tras su muerte a ese sabio por saber que no sabía nada, sino presentándolo en acción, entre sus contertulios ocasionales, con su vivaz pasión por la investigación de la verdad y la virtud, y su afán por desenmascarar los falsos saberes, las vanas opiniones y los prejuicios mostrencos? Como un tábano o un chato pez rémora el inquisitivo Sócrates azuza y retiene a sus contertulios para obligarles a pensar a fondo aquello que, por supuesto, creían saber y se descubren ignorar: qué es la virtud, el valor, el bien del alma, etc. Pero Sócrates no daba lecciones de un saber ya hecho y de compraventa, como los sofistas. En oposición a ellos iba armado con sus preguntas sutiles y su afán incesante por perseguir, más allá de la dóxa, el saber veraz.