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Oscar Wilde - La importancia de discutirlo todo

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Oscar Wilde La importancia de discutirlo todo
  • Libro:
    La importancia de discutirlo todo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    1890
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La importancia de discutirlo todo: resumen, descripción y anotación

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OSCAR WILDE Poeta novelista y dramaturgo recordado sobre todo por su única - photo 1

OSCAR WILDE. Poeta, novelista y dramaturgo, recordado sobre todo por su única novela, El retrato de Dorian Gray (1891), las notables comedias El abanico de Lady Windermere (1892) y La importancia de llamarse Ernesto (1895), la agudeza de sus dichos y las escandalosas circunstancias que lo llevaron a prisión.

Su padre era un importante cirujano y autor de libros sobre arqueología y folclore, y su madre una poeta y defensora de la causa nacionalista irlandesa.

Estudió en el Magdalen College de Oxford, donde se familiarizó con las teorías de Walter Pater y John Ruskin sobre la centralidad del arte en la vida. En la década de 1880 abrazó el Esteticismo. «La belleza es la única cosa que el tiempo no puede dañar. Las filosofías se derrumban como arena; las creencias pasan una tras otra; pero lo que es bello es un goce para todas las estaciones, una posesión para toda la eternidad».

En 1891 escribió en francés la pieza teatral Salomé, drama bíblico en un acto que conoció el repudio y la censura. En 1895 inició juicio por difamación al marqués de Queensberry —padre de su amigo íntimo Lord Alfred Douglas—, que lo había acusado de sodomía. El marqués, absuelto, acusó a su vez a Wilde, que fue condenado a dos años de trabajos forzosos. En prisión escribió De Profundis, extensa carta en la que reflexionaba sobre el dolor.

Al salir de la cárcel, arruinado espiritual y materialmente, se trasladó a París, donde vivió bajo el nombre de Sebastian Melmoth y escribió La balada de la cárcel de Reading (1898), en la que denunció las condiciones inhumanas en las prisiones.

Murió en la indigencia a los cuarenta y seis años por una meningitis.

DIÁLOGO

Personajes: Gilbert y Ernest.

Escenario: la biblioteca de una casa en Piccadilly con vistas a Green Park.

ERNEST: Los hortelanos estaban exquisitos y el Chambertin perfecto, y ahora volvamos al punto en que dejamos nuestra conversación.

GILBERT: ¡Ah! No hagamos eso. La conversación debe ocuparse de todo sin centrarse en nada. Hablemos de La indignación moral, sus causas y su tratamiento, un tema sobre el que me propongo escribir; o de La supervivencia de Tersites, tal como la presenta la prensa cómica inglesa. O sobre cualquier asunto que pueda surgir.

ERNEST: No, quiero discutir sobre el crítico y la crítica. Dijiste que la crítica en su forma más elevada se ocupa del arte, más como pura impresión que como expresión, y es por lo tanto creativa e independiente, en realidad es un arte en sí mismo y guarda la misma relación con respecto a la obra de creación que ésta con respecto al mundo visible de formas y colores, o al mundo invisible de pasiones y pensamientos. Pues bien, dime, ¿no será el crítico en algunas ocasiones un verdadero intérprete?

GILBERT: Sí, el crítico será un intérprete, si así lo desea. Puede pasar de su impresión sintética sobre la obra de arte como un todo a un análisis o una exposición de la propia obra, y en este plano inferior, tal como yo sostengo, hay muchas cosas deliciosas que decir y que hacer. Ahora bien, su objetivo no siempre será el de explicar la obra de arte. Puede optar, en su lugar, por ahondar en su misterio, por levantar en torno a ella y en torno a su creador esa maravillosa bruma tan cara a dioses y devotos por igual. Las personas corrientes se encuentran «comodísimas en Sión. Antes bien, tendrá al arte por una diosa en cuyo misterio le compete ahondar y cuyo esplendor le otorga el privilegio de construir nuevos prodigios para la contemplación de los hombres.

Y aquí, Ernest, sucede algo muy extraño. El crítico será un intérprete, sí, pero no en el sentido del que se limita a repetir, bajo una forma nueva, el mensaje que otro ha puesto en sus labios. Pues tal como sólo a través del contacto con el arte de un país extranjero puede el arte de una nación alcanzar esa vida propia e independiente que llamamos nacionalidad, de la misma manera, en virtud de una curiosa inversión, sólo intensificando su propia personalidad puede el crítico interpretar la personalidad y la obra de otros, y cuanto mayor sea la intensidad con que dicha personalidad ahonde en la interpretación, más real se torna ésta, más satisfactoria, más convincente y más veraz.

ERNEST: Yo hubiera dicho que la personalidad es un elemento de distorsión.

GILBERT: No, es un elemento de revelación. Para comprender a los demás debemos ahondar en nuestra propia individualidad.

ERNEST: ¿Cuál es entonces el resultado?

GILBERT: Te lo diré, y quizá pueda explicártelo mejor con un ejemplo concreto. Creo que, aun cuando el crítico literario ocupe el primer lugar, puesto que dispone de una mayor variedad, de un horizonte más amplio y de unos materiales más nobles, cada arte tiene asignado su propio crítico, por así decir. El actor es un crítico teatral. Muestra la obra del poeta bajo nuevas condiciones, sirviéndose de su particular método. Se apropia de la palabra escrita, y la acción, el gesto y la voz son el vehículo de la revelación. El cantante o el intérprete de laúd o de viola es el crítico musical. El grabador de un cuadro despoja a la pintura de sus bellos colores, pero, sirviéndose de unos materiales nuevos, nos revela la verdadera calidad de su color, sus tonos y sus valores, así como las relaciones de sus volúmenes, y de esta manera se convierte en un crítico pictórico, pues el crítico es el que nos muestra una obra de arte bajo una forma distinta de aquella de la obra original, y el uso de nuevos materiales es un elemento tanto crítico como creativo. También la escultura tiene su crítico, que puede ser el que talla una piedra preciosa, como en tiempos de los griegos, o algún pintor que, como Mantegna, buscaba reproducir sobre el lienzo la belleza de la línea plástica y la dignidad sinfónica del bajorrelieve procesional. Y en el caso de todos estos críticos de arte creativos es obvio que la personalidad es una condición absoluta y esencial para cualquier interpretación verdadera. Cuando Rubinstein ejecuta para nosotros la Sonata Apassionata de Beethoven no nos ofrece sólo a Beethoven, sino que se ofrece también a sí mismo, y con ello nos ofrece a Beethoven de un modo absoluto: a Beethoven reinterpretado por una rica naturaleza artística, un Beethoven que nos resulta vívido y espléndido gracias a una personalidad intensa y nueva. Cuando un gran actor interpreta a Shakespeare tenemos la misma experiencia. Su propia individualidad se transforma en un elemento esencial de la interpretación. Algunos dicen que los actores nos ofrecen sus propios Hamlets y no el de Shakespeare. Y en esta falacia —porque es una falacia—, lamento decirlo, ha incurrido ese escritor tan encantador y elegante que recientemente ha decidido cambiar el torbellino de la literatura por la paz de la Cámara de los Comunes. Me refiero al autor de Obiter Dicta. Lo cierto es que no existe un Hamlet de Shakespeare. Si Hamlet tiene algo de la precisa definición de la obra de arte, también tiene algo de la oscuridad que corresponde a la vida. Hay tantos Hamlets como melancolías.

ERNEST: ¿Tantos Hamlets como melancolías?

GILBERT: Sí, y puesto que el arte emana de la personalidad, sólo a la personalidad puede revelársele, y del encuentro de ambas surge la verdadera crítica interpretativa.

ERNEST: Entonces, el crítico, en su faceta de intérprete, nunca dará menos de lo que recibe y prestará tanto como toma prestado…

GILBERT: Nos mostrará siempre la obra de arte en una nueva relación con nuestra época. Nos recordará constantemente que las grandes obras de arte están vivas, son, en realidad, las únicas cosas vivas. A tal grado de intensidad percibirá este fenómeno que, estoy seguro de ello, a medida que la civilización progresa y nuestra organización se perfecciona, los espíritus elegidos de cada época, los espíritus críticos y cultivados, se mostrarán cada vez menos interesados en la vida real

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