Oscar Wilde - De profundis y otros escritos de la cárcel
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- Libro:De profundis y otros escritos de la cárcel
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1962
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De profundis y otros escritos de la cárcel: resumen, descripción y anotación
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OSCAR FINGAL O’FLAHERTIE WILLS WILDE (Dublín, Irlanda, entonces perteneciente al Reino Unido, 16 de octubre de 1854 - París, Francia, 30 de noviembre de 1900) fue un escritor, poeta y dramaturgo irlandés.
Estudió en el Trinity College de su ciudad y, más tarde, en Oxford, donde destacó en el estudio de los clásicos y como poeta. Fue allí donde recogió la influencia de los estetas Walter Pater y John Ruskin. Su peculiar indumentaria y su carácter excéntrico le convirtieron en blanco de sátiras y bromas, pero su ingenio y su talento le hicieron ganar numerosos admiradores. Tras un primer libro de poemas y una obra teatral, Vera o los nihilistas (1882), que se estrenó en Nueva York durante uno de sus viajes como conferenciante, el autor se instaló en Londres. En 1884 se casó con Constance Lloyd, una mujer irlandesa adinerada, con la que tuvo dos hijos. Desde entonces se dedicó por completo a la literatura. En 1895, en la cima de su carrera tras el estreno en 1890 de su polémica obra de teatro El retrato de Dorian Gray, que se publicaría como novela un año después, y tras el éxito de las comedias Una mujer sin importancia (1893), Un marido ideal (1895) y La importancia de llamarse Ernesto (1895), Wilde se convirtió en la víctima de las iras de la convencional sociedad victoriana al ser acusado de sodomía por el padre de lord Alfred Douglas. Hallado culpable en el juicio, fue encarcelado en Reading y condenado a trabajos forzados durante dos años. La prisión lo arruinó material y espiritualmente, y al salir se instaló en París, donde murió en 1900. Además de sus obras ya citadas, Wilde publicó tres colecciones de cuentos escritas para sus hijos: El príncipe feliz (1888), El crimen de lord Arthur Savile (1891) y La casa de las granadas (1892); un poderoso poema escrito en la cárcel, La balada de la cárcel de Reading (1898), y una extensa epístola confesional, De profundis (1895), publicada tras su muerte. Maestro también de la crítica y el ensayo, sus obras tienen una vigencia universal.
In Memoriam
C. T. W.
Antiguo soldado de la Guardia Real Montada,
muerto en la cárcel de Su Majestad, Reading,
Berkshire, el 7 de julio de 1896
por C.3.3
Él no vestía su abrigo escarlata,
porque roja es la sangre y el vino,
y sangre y vino tenía en las manos
cuando lo hallaron junto al cadáver
de la pobre mujer muerta a la que amó
y asesinó en su lecho.
Caminaba entre otros presos
con un andrajoso traje gris
y una gorrilla en la cabeza;
y aunque su paso parecía alegre y ligero
nunca he visto a un hombre que mirase
con más anhelo el día.
Nunca vi a un hombre que mirase
con tal anhelo en los ojos
ese pequeño dosel azul
que los reclusos llamamos cielo
y cada nube a la deriva que cruzaba
con sus velas plateadas.
Yo caminaba en otro círculo de presos,
junto a otras almas en pena,
preguntándome si el delito de aquel hombre
sería grave o leve,
cuando una voz tras de mí susurró:
«A ese tipo lo van a colgar».
¡Dios bendito! Hasta los muros de la prisión
parecieron tambalearse de repente,
y el cielo sobre mi cabeza se convirtió en
un casco de acero candente;
y aunque yo era un alma en pena
mi pena no podía sentir.
Tan sólo comprendí cómo el pensamiento obsesivo
aceleraba su paso y por qué
miraba el día deslumbrante
con tanto anhelo en sus ojos;
aquel hombre había matado lo que amaba
y por eso debía morir.
*
Y aun así cada hombre mata lo que ama,
¡sépanlo todos!
Unos, con una mirada cruel;
otros, con palabras zalameras;
el cobarde, con un beso;
el valiente, con la espada.
Algunos matan su amor cuando son jóvenes
y otros, cuando son viejos;
algunos lo estrangulan con manos de lujuria;
otros, con las del oro;
los más amables usan un cuchillo, porque
así los muertos pronto quedan yertos.
Aman muy poco los unos, los otros demasiado tiempo;
unos venden, otros compran;
cometen unos su hazaña deshechos en llanto,
y otros sin un suspiro:
cada hombre mata lo que ama,
pero no cada hombre muere por ello.
No muere una muerte vergonzosa
un día de negra infamia,
con un dogal al cuello
y la cara cubierta con un trapo,
ni el suelo se abre a sus pies
para caer al vacío.
No se sienta junto a hombres silenciosos
que noche y día lo vigilan:
cuando intenta llorar
y cuando intenta rezar;
lo vigilan para que no robe
su presa a la prisión.
No se despierta al alba para ver
su celda atestada de horribles personajes:
el tembloroso capellán de blanco,
el severo y abatido alguacil
y el director, ambos de negro brillante
con macilento rostro de condena.
No se levanta con desganada prisa
para ponerse ropa de convicto
mientras un médico de boca de rana se regodea
y apunta cada nueva postura crispada
mientras sostiene un reloj cuyo débil tictac
es un terrible martillazo.
No conoce esa sed asquerosa
que lija la garganta antes que
el verdugo con sus guantes de jardinero
cruce la puerta acolchada
y le ate con tres correas de cuero
para que la garganta no sienta sed jamás.
No inclina la cabeza para escuchar
el Oficio de Difuntos;
ni, mientras su espíritu aterrado
le dice que no está muerto,
cruza ante su propio féretro, al dirigirse
al infame cobertizo.
No se queda mirando el aire
a través de un tejadillo de cristal;
ni implora con labios arcillosos
que su agonía pase;
ni siente en su mejilla temblorosa
el beso de Caifás.
Seis semanas anduvo por el patio el soldado
del andrajoso traje gris
y gorrilla en la cabeza;
y su paso parecía alegre y ligero
pero nunca he visto a un hombre que mirase
con más anhelo el día.
Nunca vi a un hombre que mirase
con tal anhelo en los ojos
ese pequeño dosel azul
que los reclusos llamamos cielo
y cada nube que arrastraba a la deriva
su vellón deshilachado.
No retorcía sus manos como hacen
esos necios que se atreven
a cultivar una estúpida esperanza
en la negra cueva de la desesperanza;
únicamente miraba hacia el sol
y se bebía el aire de la mañana.
No retorcía sus manos ni lloraba,
ni escrutaba ni languidecía,
sino bebía el aire como si contuviera
un saludable calmante;
con la boca abierta se bebía el sol
¡como si fuera vino!
Pero yo y las demás almas en pena
que caminábamos en otro círculo
no recordábamos si nuestro delito
era grave o leve,
y observábamos con entumecido asombro
al hombre que iban a colgar.
Porque era extraño verlo pasar
con paso tan alegre y ligero;
y extraño era verlo mirar
con tanto anhelo el día;
y extraño era pensar
que tal deuda tenía que pagar.
*
Las hojas del roble y del olmo
brotan hermosas en primavera,
pero tétrico es ver el árbol de la horca,
con su raíz mordida por la víbora,
y que, verde o seco, un hombre vaya a morir
antes que el árbol dé fruto.
El lugar más excelso es el trono de la gracia
al que todo humano aspira a llegar,
pero ¿quién querría estar con un dogal de esparto
en lo alto de un cadalso
y a través del lazo asesino
ver el cielo por última vez?
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