El camino
a la realidad
Una guía completa de las leyes del universo
ROGER PENROSE
Traducción de
Javier García Sanz
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Índice
Dedico este libro a la memoria de
DENNIS SCIAMA,
que me mostró la emoción de la física
Prefacio
Este libro tiene como objetivo transmitir al lector una idea de lo que es ciertamente uno de los viajes de descubrimiento más importantes y apasionantes en los que se ha embarcado la humanidad. Se trata de la búsqueda de los principios subyacentes que rigen el comportamiento de nuestro universo. Es un viaje que ha durado más de dos mil quinientos años, de modo que no debería sorprendernos que al final se hayan hecho progresos sustanciales. Pero este viaje se ha mostrado muy difícil, y en la mayoría de los casos, el conocimiento real ha llegado lentamente. Esta dificultad intrínseca nos ha llevado en muchas direcciones falsas, y de ello deberíamos aprender a ser cautos. Pero el siglo XX nos ha revelado nuevas y extraordinarias ideas, algunas tan impresionantes que muchos científicos actuales han expresado la opinión de que podríamos estar cerca de una comprensión básica de todos los principios subyacentes en la física. En mis descripciones de las teorías fundamentales vigentes cuando escribo esto, recién concluido el siglo XX , trataré de adoptar un punto de vista más modesto. Quizá no todas mis opiniones sean bien recibidas por los «optimistas», pero espero cambios futuros de dirección aún mayores que los que se han dado en el último siglo.
El lector encontrará que en este libro no he rehuido presentar fórmulas matemáticas, pese a las reiteradas advertencias acerca de la drástica reducción de lectores que esto implicaría. He pensado seriamente sobre esto y he llegado a la conclusión de que lo que tengo que decir no puede transmitirse razonablemente sin cierta cantidad de notación matemática y la exploración de genuinos conceptos matemáticos. El conocimiento que tenemos de los principios que realmente subyacen en el comportamiento de nuestro mundo físico depende, de hecho, de una apreciación de sus matemáticas. Quizá para algunas personas esto pueda ser un motivo de desesperación, pues se habrán formado la idea de que no tienen ninguna capacidad para las matemáticas, por muy elementales que sean. Sin duda se preguntarán cómo van a poder comprender la investigación que se está haciendo en la misma frontera de la teoría física si ni siquiera dominan la forma de tratar las fracciones. Veo la dificultad, por supuesto.
Pese a todo, soy optimista en cuestiones de transmisión del conocimiento. Tal vez sea un optimista incurable. Me pregunto si esos lectores potenciales que no pueden manipular fracciones —o que dicen que no pueden manipular fracciones— no se están engañando a sí mismos, al menos un poco, y una buena proporción de ellos tienen realmente una capacidad en esta dirección de la que no son conscientes. Sin duda hay algunos que, cuando se enfrentan a una línea de símbolos matemáticos, independientemente de la sencillez con que estén presentados, solo pueden ver el rostro severo de un padre o un profesor que trataba de inculcarles a la fuerza una aparente competencia sin contenido y similar a la de un papagayo —una obligación, y solo una obligación— sin que pudiera traslucir ningún indicio de la magia o belleza del tema. Tal vez para algunos sea demasiado tarde; pero, como digo, soy un optimista, y creo que todavía quedan muchos, incluso entre aquellos que nunca pudieron dominar la manipulación de fracciones, que tienen la capacidad de vislumbrar algo de un mundo maravilloso que pienso que debe ser, en un grado significativo, genuinamente accesible para ellos.
Una de las mejores amigas de juventud de mi madre era una de esas personas que no podían comprender las fracciones. Ella misma me lo contó en cierta ocasión, una vez que se había retirado de una carrera exitosa como bailarina. Yo aún era joven, y todavía no me había lanzado plenamente a mi actividad como matemático, pero se me reconocía como alguien que disfrutaba trabajando en este tema. «Es todo eso de la simplificación —me decía—, nunca le cogí el tranquillo a la simplificación.» Era una mujer elegante y muy inteligente, y en mi opinión no hay ninguna duda de que las cualidades mentales que se necesitan para comprender la sofisticada coreografía que es fundamental para el ballet no son en modo alguno inferiores a las que deben ejercitarse con un problema matemático. Así, sobrestimando ampliamente mi capacidad expositiva, intenté, como otros lo habían hecho antes, explicarle la simplicidad y la naturaleza lógica del procedimiento de «simplificación».
Creo que mis esfuerzos fueron tan infructuosos como lo habían sido los de los otros que lo habían intentado. (Dicho sea de paso, su padre había sido un eminente geólogo y miembro de la Royal Society, de modo que ella debía de haber tenido una formación adecuada para la comprensión de cuestiones científicas. Quizá aquí podría haber intervenido un factor del tipo «rostro severo». No lo sé.) Pero reflexionando sobre ello, me pregunto ahora si ella, y muchas personas como ella, no tenían un complejo inhibidor más racional, uno que yo ni siquiera había advertido con toda mi verborrea matemática. Hay, en realidad, una cuestión profunda con la que uno tropieza una y otra vez en matemáticas y en física matemática, y que encuentra por primera vez en la noción aparentemente inocente de cancelación de un factor común en el numerador y el denominador de una fracción numérica ordinaria.
Aquellos para los que la acción de simplificar se ha convertido en algo automático, debido a la familiaridad repetida con tales operaciones, pueden ser insensibles a una dificultad que en realidad acecha tras este procedimiento aparentemente sencillo. Quizá muchos de los que encuentran misteriosa la simplificación están viendo cierto punto con más profundidad que aquellos de nosotros que pasamos de largo de forma displicente, pareciendo ignorarlo. ¿De qué punto se trata? Concierne a la forma misma en que los matemáticos pueden ofrecer una existencia a sus entidades matemáticas y a cómo pueden relacionarse tales entidades con la realidad física.
Recuerdo que cuando estaba en la escuela, más o menos a los once años, me quedé muy sorprendido cuando el maestro preguntó a la clase qué es realmente una fracción (tal como 3/8, pongamos por caso). Hubo varias sugerencias, como dividir un pastel en porciones y cosas así, pero fueron rechazadas por el profesor sobre la base (válida) de que estas se referían simplemente a situaciones físicas imprecisas a las que tenía que aplicarse la noción matemática precisa de una fracción; pero no nos decían cuál es