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Leopoldo Abadía - El economista esperanzado

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Leopoldo Abadía El economista esperanzado
  • Libro:
    El economista esperanzado
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2012
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El economista esperanzado: resumen, descripción y anotación

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A mi mujer a mis hijos a mis nietos a mis amigos a mis editores que - photo 1

A mi mujer, a mis hijos, a mis nietos, a mis amigos,

a mis editores, que también son mis amigos,

a todos los que me he encontrado en este mundillo apasionante

en el que me muevo desde hace unos pocos años.

A todos, con un abrazo muy fuerte y muy agradecido.

Y muy lleno de esperanza, porque con un esfuerzo serio,

con el trabajo bien hecho, trabajando todos juntos,

aunque pensemos de distintas maneras, superaremos

los obstáculos que nos vayan surbiendo en la vida.

1 LA ECONOMÍA PRODIGIOSA Tengo la suerte a mis 79 años ya de estar en - photo 2
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LA ECONOMÍA PRODIGIOSA

Tengo la suerte, a mis 79 años ya, de estar en contacto con muchísimas personas que me hablan, me escriben o me llaman para darme su opinión sobre los más variados asuntos relacionados con la economía.

Mucha gente lo está pasando mal. Pero esa gente está haciendo auténticas maravillas para gestionar esta situación tan compleja, y ello, en cuanto al componente emocional de la crisis, es digno de admirar.

Cuando me inicié en el extraño mundo de explicar conceptos económicos o de analizar las noticias diarias para que la gente entienda las cosas, aprendí dos conceptos que rigen prácticamente todo lo que digo y hago:

  • La gente tiene muchas ganas de saber qué sucede.
  • El mundo, al completo, está más interconectado que nunca.

Por tanto, la gente de mi pueblo, San Quirico, consciente de que juega un papel en el mundo, quiere saber cómo funciona ese mundo. Hemos aprendido, por medio de lo que McLuhan bautizó como «aldea global», que mi barrio, hoy, es San Quirico o Singapur. Y que, con el avance y el progreso, podríamos cambiar el mundo, disfrutarlo, vivirlo, conocerlo y poseerlo, que para eso está ahí.

La economía se ha convertido en, probablemente, el arma más prodigiosa creada por el ser humano. Ha formado y deformado, ha hecho nacer civilizaciones y las ha hecho desaparecer, ha creado ideas y exactamente sus contrarias, ha demostrado —como en esta crisis— lo sinvergüenzas que pueden ser unos cuantos y la capacidad que tienen para convertirnos a los demás en títeres de su forma de actuar.

Es esa misma arma prodigiosa la que permitirá que se regenere la sociedad, que volvamos a creer en las personas y que la decencia, que es lo único que debe movernos, salga indemne. Para bien y para mal, hay que reconocer el extraordinario poder que tiene la economía.

Nada escapa a la economía prodigiosa. He dicho muchísimas veces que en cuanto abres los ojos por la mañana y enciendes la luz de tu habitación estás activando la economía. Todo cuesta, todo se usa, todo se gasta.

El prodigio de la economía no reside en el puro mercantilismo, sino en el uso que podemos hacer de ella para elevar las condiciones de vida del conjunto de la sociedad. Ahí está el verdadero prodigio, la verdadera maravilla. Se pueden hacer muy mal las cosas. Pero también se pueden hacer muy bien.

Prodigio, según el Diccionario de la Real Academia Española, significa, entre otras acepciones, «persona que posee una cualidad en grado extraordinario». Y prodigioso, según el mismo diccionario, es algo «excelente, primoroso, exquisito».

El prodigio en este caso consiste en evolucionar, aprender, pensar, trabajar, intercambiar, ser justos, conocer los derechos, conocer fundamentalmente nuestras obligaciones, ser solidarios… La economía cuando se deshumaniza es terrible, como hemos podido comprobar. Pero es tan prodigiosa que, incluso en las difíciles e inhumanas circunstancias actuales, puede utilizarse para convertir las cosas malas en buenas.

Me aventuro en este libro a contar cómo veo la crisis. Qué temores tengo, qué ha ocurrido últimamente, cómo interpreto los recortes y las reformas —aquí y en el mundo— y qué va a ocurrir, incluso dando fechas concretas. Sé que puede parecer un atrevimiento o, peor aún, que mis predicciones queden obsoletas en dos días. Pero es que creo vislumbrar luz al final del túnel. Como decía antes, veo las cosas cada vez más claras.

Confío en las personas que luchan a diario con uñas y dientes para salir adelante. Porque no se asustan, miran a los ojos y saben que son ellas, la gente normal, las que sacarán adelante a este país.

Voy más allá: si hay gente prodigiosa, habrá economía prodigiosa. Y de eso se trata: de conseguir una economía con cualidades extraordinarias que permita hacer cosas excelentes, primorosas y exquisitas.

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CUANDO FUIMOS EUROPEOS

CUANDO PENSÁBAMOS EN PESETAS

Los que tenemos más de diez años recordamos que antes había una moneda llamada peseta. Esto sucedía cuando éramos europeos, pero menos. Vendíamos en pesetas, cobrábamos en pesetas. El billete daba sensación de seriedad, porque decía que «El Banco de España pagará al portador una peseta». Con ello, todos —yo, por lo menos— pensábamos que en el Banco de España tenían guardados lingotes de oro que respondían por nuestras pesetas y que, cuando yo cobraba 100 pesetas recibía un papelito porque era más cómodo llevar papelitos en la cartera que saquitos de oro por el valor correspondiente.

En cada país ha habido monedas —en algunos incluso varias monedas distintas de valores diferentes conviviendo en una misma economía—, y en cada moneda ha habido un valor. El valor de la peseta en los años ochenta no tenía nada que ver con su valor durante la Segunda República, aunque ya me gustaba aquello de hablar de la «perra gorda», que eran las monedas de 10 céntimos, la «perra chica», que era la de 5 céntimos, o las pelas, el duro o incluso la monedita, aquella que tenía un agujero en medio y que nadie llegó a bautizar porque, para cuando le pusimos voluntad, nos cambiaron al euro.

La llegada del euro se consideró un gran avance. Como se consideraron grandes avances el paso del trueque a las primeras monedas, elaboradas en oro y plata —que los «entendidos» situamos en Turquía en el siglo VII a. C.—, de estas a los primeros billetes —procedentes de Mongolia—, a las primeras tarjetas de plástico para dar crédito a los trabajadores en 1914 —como se ve, esto viene de lejos—, e incluso a las modalidades de pago oniine, el PayPal, las transacciones con el móvil y otras lindezas del comercio electrónico que hacen pensar si las cosas han cambiado a mejor, a peor o a todo lo contrario.

Al igual que hoy, en la época de las pesetas también intentábamos vender en España y fuera de España. Cuando, por lo que fuera, el precio de lo que queríamos vender era un poco alto y no nos lo compraban afuera, se devaluaba la peseta, es decir, el valor que tenía la peseta en relación con otras monedas extranjeras se hacía menor: en los marcos, dólares, rublos, yens o yuans —que también llamamos remimbís, un nombre que me hace mucha gracia— cabían muchas más pesetas.

Por ejemplo, imaginemos que yo tengo en San Quirico cien casas magníficas, con su jardín y su piscina, y que ellas constituyen la totalidad de mis bienes. El valor de cada casa es de un euro, con lo que valor total de las viviendas es de 100 euros. Si tuviera la capacidad de crear dinero, podría emitir cien monedas de un euro que representaran esos bienes. Si emito cien monedas más de un euro —ya hay 200— sin aumentar el número de casas, esos 200 euros ya no representan exactamente el valor de mis bienes. Por tanto, puedo hacer tres cosas: o le doy más valor a cada una de las casas —poniéndoles césped, por ejemplo—, o intento sacar de circulación cien monedas, o le doy un valor menor a cada euro. Esto último sería la devaluación. Y, en esta situación, mis cien casas baratas se convierten en una tentación para los extranjeros.

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